El Señor vuelve a nacer y desde el pesebre nos llama a trabajar por su Reino. “Hallarán a un niño envuelto en pañales acostada en un pesebre”. El Dios de la Vida es el que nace pobre y sencillo en un pesebre de Palestina, una tierra sin mayor importancia para los tiempos del imperio romano.
Ese es nuestro Dios… el que también renace en cada Navidad, para despertar la esperanza y convocar a la conversión y el compromiso. En nuestros días muchas realidades están en pañales, principalmente la justicia y la dignidad. Por eso el mensaje de Navidad tiene una actualidad motivadora y comprometedora. Se trata de anunciar con nuestras vidas, nuestra palabra y nuestro ejemplo que hay una esperanza viva porque ¡Dios está con nosotros! La Biblia nos enseña que en los momentos más inesperados Dios sale al encuentro y cambia la vida, personal y social, porque él es un Dios de la Vida.
Que la Navidad nos encuentre haciendo algo, por pequeño que sea, para sembrar esperanza a nuestro alrededor.
“Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos”. Prosperidad y abundancia son dos profundos anhelos del hombre. Porque necesitamos los frutos de la tierra y los instrumentos que nos ayuden en el trabajo. Pero hay otro nivel de abundancia y prosperidad en el que tal vez no pensamos tanto. Navidad es una invitación a meditar en esa otra dimensión.
Concédeme, Señor, abundancia de lágrimas, para mantenerme humano, abundancia de sonrisas para mantenerme cuerdo, abundancia de contratiempos para mantenerme humilde.
Concédeme, Señor, abundancia de aciertos para mantenerme confiado, abundancia de paciencia para seguir esperando, abundancia de esperanza para sobrevivir en la duda.
Concédeme, Señor, abundancia de amigos para cobrar ánimo, abundancia de recuerdos para adquirir consuelo, abundancia de fe para encaminarme a ti.
Navidad se nos presenta con signos de pequeñez, debilidad y carencia. El Hijo de Dios siendo grande, se hizo pequeño, siendo fuerte se hizo débil, y siendo rico se hizo pobre. Apenas aparece entre nosotros la Sabiduría eterna encarnada nos enseña a descubrir el valor de la humildad, del dolor y del sabio uso de las realidades terrenas. Que esta Navidad ilumine tu vida.
En un ensayo una interna médica atestigua la soledad sentida durante la pandemia Covid. Cuenta de una mujer que tiene problemas visitar a recién nacido que queda en el hospital. Relata otra historia de un agonizante cuya familia no puede despedirse de él por las restricciones de visitantes. Describe la frustración de una mujer que no se permite acompañar a su madre anciana en el departamento de urgencia. Estas historias nos ayudan entender por qué el evangelio hoy constituye “buenas noticias”.
La Navidad nos ayuda superar el sentido de soledad en cualquier tiempo. Pero es particularmente provechosa cuando estamos sometidos a restricciones agudas como ahora. La fiesta celebra la venida del Salvador quien levanta al espíritu para nueva esperanza y consolación. Para apreciar cómo pasa esta maravilla tenemos que sondear quién es este Salvador. Afortunadamente el evangelio según San Lucas nos lo identifica en el pasaje hoy. Además, que contarnos cómo tendrá lugar el nacimiento del hijo de María, ello proclama que es el hijo de David y el Hijo de Dios.
Cuando el ángel Gabriel se le dirige a la virgen María, él da eco a las palabras de Dios a David en la primera lectura. Dice Gabriel Dios dará a su hijo “el trono de David, su padre”. Añade que “su reinado no tendrá fin”. David era el gran rey de Israel. Fue invencible en batalla, pero sometido a Dios en la lucha contra el pecado. Aunque cometió grandes errores, tenía la humildad a pedir perdón a Dios. No obstante, la gloria de Jesús sobrepasará la de David. Con las naciones apoyándolo, él vencerá todo mal. Ni Covid, tan mortal como sea, puede vencerlo.
La victoria puede ser detectada en la producción de las vacunas. La vemos también aún más en los trabajadores que rehúsan a dejar sus puestos en la primera línea. Entre otros muchos médicos, enfermeras, y técnicos cristianos se arriesgan la salud todos los días. Otras personas muestran la victoria de Cristo sobre el mal como voluntarios que ayudan a los marginados en el nombre de Cristo. Nos llena de esperanza ver la repuesta humana a la amenaza del virus. Porque es “hijo de David”, el gran rey, se puede identificar a Jesús como el líder del movimiento.
El evangelio nos muestra la respuesta apropiada a la iniciativa de Dios en hacerse humano. María no evita el llamado de ser madre de Jesús, el Salvador. Dice con firmeza: “’Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho’”. Si la medida de un discípulo es poner en práctica lo que diga el maestro, María se prueba de ser el discípulo modelo. Nosotros podemos seguir a Dios-con-nosotros con tal voluntad. El discipulado en estos días requiere en primer lugar que alabemos al niño Jesús como los pastores de Belén. Queremos rezar en la casa y, si es posible, asistir en la misa del 24. Entonces, ser discípulo nos obliga a apoyar a familiares y amistades celebrar la Navidad beneficialmente. Mucho más que Santa, la Navidad presenta oportunidad de olvidar rencores y buscar la reconciliación. Finalmente, no podemos desconocer a los pobres en este tiempo de bondad. ¿Podríamos hacer alguna cosa en que socorremos a una persona pasando la necesidad verdadera?
Considera como en aquel primer instante en que fue creada y unida el alma de Jesucristo a su cuerpecito en el seno de María, el Padre Eterno intimó al Hijo su voluntad, de que muriese por la redención del mundo; y en aquel mismo instante le presentó delante toda la escena funesta de las penas que debía sufrir hasta la muerte, para redimir a los hombres. Le manifestó ya entonces todos los trabajos, desprecios y pobrezas que había de padecer en toda su vida, así en Belén, como en Egipto y en Nazaret; y después le descubrió todos los dolores y las ignominias de su pasión, los azotes, las espinas, los clavos y la cruz; todos los tedios, las tristezas, las agonías y los abandonos en medio de los que había de concluir su vida sobre el Calvario.
Abrahán, llevando el Hijo a la muerte, no quiso afligirle con anticiparle el aviso de ella, por aquel poco tiempo que necesitaba para llegar al monte. Pero el eterno Padre quiso que su Hijo encarnado, destinado por víctima de nuestros pecados a su Divina Justicia, padeciese con mucha anticipación todas las penas a que debía sujetarse en su vida y en su muerte.
De donde fue, que aquella tristeza sufrida por Jesús en el huerto, bastante para quitarle la vida, la padeció continuamente desde el primer momento que estuvo en el vientre de su Madre. Así que, desde entonces sintió vivamente y sufrió el peso reunido de todos los trabajos, dolores y vituperios que le esperaban.
Toda la vida de nuestro Redentor, y todos sus años, fueron vida y años de pena y de lágrimas, diciéndonos él mismo por boca de David: Con el dolor ha desfallecido mi vida, y mis años con los gemidos (Sal 30, 11).
Su Divino Corazón no tuvo un momento libre de padecimientos: o velaba, o dormía, o trabajaba, o descansaba, u oraba o conversaba; siempre tenía delante de sus ojos aquella amarga representación; la cual atormentaba más su Alma Santísima, que han atormentado a los santos Mártires todas sus penas.
Estos han padecido, pero ayudados de la gracia padecían con alegría y fervor.
Jesucristo padeció más, padeció siempre con un corazón lleno de tristeza, y todo lo acepto por amor a nosotros.
Considera cómo después de tantos siglos, después de tantos ruegos y suspiros, aquel Mesías, que no fueron dignos de ver los santos Patriarcas y Profetas, el suspirado de las gentes, nuestro Salvador vino por fin, ha nacido ya y se ha dado todo a nosotros.
El Hijo de Dios se ha hecho pequeñito, para hacernos grandes: se ha dado todo a nosotros, para que nosotros nos demos todos a Él; y ha venido a manifestarnos su amor, para que nosotros le correspondamos con el nuestro.
Recibámoslo, pues, con afecto, amémosle, y recurramos al mismo en todas nuestras necesidades. Los niños, dice san Bernardo, son fáciles en dar aquello que se les pide.
Jesús ha querido venir tal, por manifestarse propenso y fácil a darnos sus bienes, ya que todos los tesoros están en sus manos, y en ellas puso el Padre todas las cosas, nos dice san Juan (3, 35).
Si queremos luz, Él por esto ha venido para iluminarnos. Si queremos fuerza para resistir a los enemigos, Jesús ha venido para confortarnos. Si queremos el perdón y la salvación, Él ha venido para perdonarnos y salvarnos. Si, finalmente, queremos el sumo don del amor divino, Él ha venido para inflamarnos; y por esto, sobre todo, se ha hecho niño, y ha querido presentarse a nosotros pobre y humilde, para apartar de nosotros todo temor y conquistarse nuestro amor.
Por otra parte, Jesús ha querido venir de chiquito, para hacerse amar de nosotros, con amor no solo apreciativo, sí también tierno. Todos los niños saben ganarse un especial cariño de quien los guarda.
¿Quién, pues, no amará con toda la ternura a un Dios viéndole hecho niñito, menesteroso de leche, temblando de frío, pobre, envilecido y abandonado, que llora, que da vagidos en un pesebre sobre paja? Esto hacía exclamar al enamorado san Francisco: Amemos al Niño de Belén, amemos al niño de Belén. Almas venid a amar a un Dios hecho pobre, pequeñito, que es tan amable, y que ha bajado del cielo para darse todo a nosotros.
Considera la grande amargura de que debía sentirse afligido y oprimido el corazón de Jesús en el seno de María en aquel primer instante en que el Padre le propuso la serie de trabajos, desprecios, dolores y agonías que había de padecer en su vida, para librar a los hombres de sus miserias.
Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo di a los que me herían (Is. 50, 4); como si dijera: Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre me hizo entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz.
Y ¡Oh almas! Todo lo acepté por vuestra salvación, y desde entonces entregué mi cuerpo a los azotes, a los clavos y a la muerte. Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo en su Pasión, todo se le puso delante, estando aún en el vientre de su Madre, y todo lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural repugnancia de los sentidos ¡Oh Dios! ¡Qué angustias y opresión no padeció el corazón de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir, con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después treinta años entretenido en el taller de un artesano: al ver, por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo de seductor, y reo de muerte, las más infame y dolorosa que se daba a los malvados.
Todo, pues, lo aceptó el Redentor nuestro en todos los momentos, y en todos ellos venía a padecer reunidas en sí mismo todas las penas y abatimientos que después había de sufrir hasta la muerte.
Continuamente tuvo a la vista vergüenza, especialmente aquella que debía causarle algún día verse despojado, desnudo, azotado y colgado de tres garfios de hierro, terminando así su vida entre vituperios y las maldiciones de aquellos mismos por quienes moría.
Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y ¿Por qué? Por salvar a nosotros miserables pecadores.
Los pesebres realizan una catequesis de fe al pueblo de Dios,
dice el Papa
POR MERCEDES DE LA TORRE | ACI Prensa
Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa
El Papa Francisco destacó que muchos pesebres “realizan una catequesis de fe al pueblo de Dios”. Así lo indicó este Domingo 20 de diciembre después del rezo del Ángelus ante los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro del Vaticano.
El Santo Padre recordó que este año la exposición “100 pesebres en el Vaticano” se lleva a cabo bajo la columnata que rodea la Plaza de San Pedro y señaló que “son muchos los pesebres que realizan una catequesis de fe al pueblo de Dios”.
Por ello, el Papa invitó a visitar los pesebres bajo la columnata “para entender cómo la gente trata de mostrar con el arte cómo nació Jesús” y añadió que los pesebres que están bajo la columnata son “una gran catequesis de nuestra fe”.
La iniciativa “100 pesebres en el Vaticano” es organizada por el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización y será posible visitar la exposición en forma gratuita de las 10:00 a.m. a las 8:00 p.m. hasta el próximo 10 de enero.
El presidente de este Consejo Pontificio, Mons. Rino Fisichella, dijo previamente a ACI Prensa que la exposición “100 pesebres en el Vaticano” quiere ser “un signo de esperanza” en esta Navidad.
En esta línea, Mons. Fisichella describió que “el pesebre nos relata la historia de Dios que se hace uno de nosotros porque nos ama y esto nos da la certeza de ir hacia adelante y de mirar al futuro con mayor serenidad”.
“El pesebre dice esperanza porque nos indica que Dios viene en medio de nosotros para dar sentido a nuestra vida”, indicó el presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización.
Por último, Mons. Fisichella señaló a ACI Prensa que el haber colocado los pesebres bajo la columnata de Bernini “destaca la belleza de la obra de arte que se conjuga con la sencillez de los pesebres que son también una expresión del arte popular, del arte que encuentra con la fantasía la capacidad de dejarse provocar por la belleza del misterio de Dios”.
“No olvidemos que la columnata de Bernini quiere representar también un gran abrazo y haber realizado aquí la exposición de los pesebres significa continuar el abrazo, la solidaridad, el amor y la cercanía que Dios tiene por los hombres”, concluyó el arzobispo.
Oración familiar para el Cuarto Domingo de Adviento 2020
Redacción ACI Prensa
Este cuarto domingo de Adviento se enciende la última vela de la Corona de Adviento como símbolo de que el Señor está cerca y viene a traernos la alegría de la paz. Aquí la liturgia para orar junto con María, quien es “Morada de la Luz”.
Se recomienda poner en un lugar especial la corona de Adviento con alguna imagen de la Virgen, crear un ambiente de recogimiento con poca luz, nombrar a un lector especial, así como a un monitor principal, que puede ser el papá o la mamá. Para iniciar la oración, las tres primeras velas deben estar encendidas.
TODOS: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
MONITOR: Alegrémonos porque el Señor está cerca de nosotros y viene a traernos la reconciliación. Encenderemos la cuarta y última vela de nuestra corona. Que este símbolo nos recuerde la proximidad de la venida del Señor Jesús, que viene a traernos alegría y esperanza. Iniciemos la oración de esta semana cantando MORADA DE LA LUZ (u otro canto apropiado).
CELEBREMOS UNIDOS A LA VIRGEN MARÍA,
PORQUE ESTÁBAMOS CIEGOS Y NOS DIO A LUZ EL DÍA,
PORQUE ESTÁBAMOS TRISTES Y NOS DIO LA ALEGRÍA.
1. Mujer tan silenciosa y encumbrada, ahora más que el sol, recibes en tu vientre al mismo Dios, al que es tu Creador.
2. Lo que Eva en una tarde misteriosa buscando nos perdió, Tú, Madre, lo devuelves florecido en fruto salvador.
3. Tú que eres bella puerta del Rey sumo, Morada de la Luz, la puerta nos abriste de los cielos al darnos a Jesús.
LECTOR: Lectura tomada del Evangelio según San Lucas 1, 39-49:
En aquellos días, María partió y fue sin demora a un pueblo de la montaña de Judá. Entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel. Apenas esta oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno, e Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: «¡Tú eres bendita entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme? Apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi seno. Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
María dijo entonces: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!»
MONITOR: La presencia del Señor Jesús entre nosotros nos llena de gozo y alegría. Es la Madre quien nos lo hace cercano, quien permite que esa Luz llegue a nosotros e ilumine nuestra vida. En compañía de Santa María encendamos la última vela de nuestra corona de Adviento mientras cantamos.
(Una persona enciende la cuarta vela mientras se entona el canto que se propone a continuación o uno apropiado).
HOY SE ENCIENDE UNA LLAMA (u otro canto apropiado)
Hoy se enciende una llama
en la corona de Adviento
que arda nuestra esperanza
en el corazón despierto
y al calor de la Madre
caminemos este tiempo.
Un primer lucero se enciende
anunciando al Rey que viene
preparad corazones
allánense los senderos.
CORO
Crecen nuestros anhelos al ver
la segunda llama nacer
como dulce rocío vendrá
el Mesías hecho Niño.
CORO
Nuestro gozo hoy quiere cantar
por ver tres luceros brillar
con María esperamos al Niño
con alegría.
CORO
Huyen las tinieblas al ver
cuatro llamas resplandecer
ya la gloria está cerca
levanten los corazones.
CORO
(Se pueden hacer alguna peticiones acudiendo a la intercesión de la Virgen María y respondiendo después de cada petición: POR INTERCESIÓN DE TU MADRE, ESCÚCHANOS SEÑOR.)
MONITOR: Oremos.
Padre misericordioso, que quisiste que tu Hijo se encarnara en el seno de Santa María Virgen, escucha nuestra súplicas y concédenos tu gracia para que sepamos acoger al Señor Jesús, tu Hijo, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
TODOS: Amén.
TODOS: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Las antífonas mayores de #Adviento o las antifonas de las “O”:
✨ son 7️⃣ antífonas latinas propias de la Liturgia de las Horas según el rito romano. Se cantan como antífonas del Magnificat en vísperas y como verso aleluiático del Evangelio en la Misa de las fiestas mayores de Adviento, del 17 al 23 de diciembre.
Todas inician con “O” - qué significa: dirigido al Señor Jesús.
No basta con escuchar, tampoco basta con creer, pues es necesario responder
Por: Marlene Yañez Bittner | Fuente: Catholic.net
“Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lucas 1,38). Enorme ejemplo, divina entrega, eterna gratitud hacia una mujer que escuchó y creyó…
Escuchó la voz del Señor a través de un Ángel y creyó en sus palabras, pues su fe siempre firme, no la hizo titubear. Luego, lanza una respuesta de total entrega a pesar de que su camino sería difícil; su afirmativa respuesta, supondría atravesar muchos obstáculos y ella sin duda lo sabía.
No basta con escuchar, tampoco basta con creer, pues es necesario responder. Ahí está el abandono, la verdadera prueba de fe, ahí está la fe de Nuestra Madre María.
“… la respuesta de María es una frase corta, que no habla de gloria, no habla de privilegio, sino solo de disponibilidad y servicio.” (Papa Francisco)
Quizás pensemos que nunca se nos ha aparecido un Ángel diciéndonos algo. Ni en sueño, ni estando despiertos. Simplemente, no hemos tenido aquella experiencia que podríamos denominar “divina”. Sin embargo, el Señor nos habla permanentemente y de variadas formas. Quizás no nos envíe un Ángel visible que nos hable con palabras que podamos escuchar, pero si lo hace a través de una lectura, de una persona, de una situación o de cualquier otra manera.
Podríamos imaginar que todo lo que el Señor nos habla procede de un Ángel Gabriel. Aquel Ángel que pide una total entrega a la voluntad de Dios, así como lo hizo con María. No nos da la noticia de que concebiremos al hijo de Dios, pero nos pide el mismo abandono en los brazos amorosos del Padre, la misma confianza que se logra mediante la fe, la misma esperanza de que entraremos en el Santo Reino de Dios, la misma paz que nos da pensar que estamos cobijados bajo su sombra.
¿Escuchas a tu Ángel Gabriel y logras una entrega total a Dios? Nada de fácil, pues nos cuesta trabajo despojarnos de nuestras seguridades. Aquellos amuletos palpables con los que nos protegemos: el trabajo, la profesión, la casa, los afectos familiares, el dinero, etc. Parece más sencillo descansar sabiendo que tenemos un “buen pasar económico”, que descansar nuestra alma en aquello que sí nos garantiza una seguridad duradera, eterna.
“Sólo en Dios descansa mi alma, de Él me viene la salvación.” (Sal 62,2)
Qué mejor momento es éste, en tiempo de Adviento, para dejar en aquel Establo en donde nace nuestro salvador, todos aquellos elementos en los que depositamos nuestra seguridad y cambiarlos por los verdaderos tesoros que Dios nos regala junto con el nacimiento de su hijo. La paz que sólo se encuentra en Él, la seguridad de poder alcanzar el Reino de los Cielos y la capacidad de amar como Jesús lo hizo al venir al mundo, sin límites y entregándose a los demás. En eso consiste dar la misma respuesta de María a nuestro Padre. Un “sí” sin condiciones, sin dudas… una confianza absoluta.
Y ¿Cómo lograrlo? Dios se encargará de ello… sólo debemos disponer nuestros corazones para recibirlo mediante la oración y la meditación. Adorar a aquel que vino a salvarnos de nuestros pecados con un infinito amor, siguiendo el ejemplo de los Reyes Magos:
“Venid a adorarlo, hinquemos las rodillas delante del Señor, nuestro creador.” (Salmos 95,6)
Yo te he establecido para que seas luz de las naciones hasta los extremos de la tierra (Is. 42, 6).
Considera como el Eterno Padre dijo a Jesucristo en el instante de su concepción estas palabras: Hijo, yo te he dado al mundo por luz y vida de las gentes, a fin de que procures su salvación, que estimo tanto como si fuese la mía.
Es necesario, pues, que te emplees todo en beneficio de los hombres. Es por lo mismo preciso que al nacer padezcas una extremada pobreza, para que el hombre se haga rico. Es menester que seas vendido como esclavo, para que adquieras al hombre la libertad; y que como tal esclavo seas azotado y crucificado, para satisfacer a mí justicia la pena debida por el hombre.
Has de dar la vida por librar al hombre de la muerte eterna. En suma, sabe que no eres más tuyo, sino del hombre. De esta manera, Hijo mío, este se rendirá a amarme y a ser mío, viendo que le doy sin reserva a Ti mi Unigénito, y que nada más me resta que darle.
Así amó Dios al mundo: que le dio su Unigénito.
¡Oh amor infinito, digno solamente de un Dios infinito, quien de tal modo amó al mundo que dio su Unigénito!
A esta propuesta Jesús no se entristece, sí que se complace en ella, la acepta con amor y se regocija. Desde el primer momento de su encarnación Jesús se da también todo al hombre, y abraza con gusto cuantos dolores e ignominias debe sufrir en la tierra por amor del mismo. Estos fueron, dice san Bernardo, los montes y colinas que debía atravesar con tanta presura y fatiga; cual nos le representa la Esposa cuando dice: Ved a mi amado, que viene saltando por montes, atravesando collados (Cant. 2, 8)
Pondera aquí como el Padre Divino enviando el Hijo a ser nuestro Redentor, y poner la paz entre Dios y los hombres, se ha obligado en cierto modo a perdonarnos y amarnos por razón del pacto que hizo de recibirnos en su gracia; puesto que el Hijo ha de satisfacer por nosotros a la Divina Justicia. A su vez el Verbo Divino, habiendo aceptado el encargo del Padre, el que (enviándolo a redimirnos) nos lo daba, se ha obligado a amarnos, no ya por nuestros méritos, sí por cumplir la piadosa voluntad del Padre.
Considera que habiéndonos dado el eterno Padre a su mismo Hijo por mediador, por abogado cerca de él mismo, y por víctima en satisfacción de nuestros pecados, nosotros no podemos ya desconfiar de alcanzar de Dios cualquiera gracia que le pidamos, valiéndonos del medio de un tal intercesor: ¿Cómo no nos donó con este Redentor todas las cosas? añade san Pablo. ¿Qué cosa nos negará ya Dios, no habiéndonos negado a su Hijo? Ninguna de nuestras súplicas merece ser oída ni atendida del Señor; porque no somos dignos de gracias, sí de castigo por nuestros pecados; pero ciertamente merece ser oído Jesucristo que intercede por nosotros, y ofrece todos los padecimientos de su vida, su sangre y su muerte.
No puede negar cosa alguna el Padre a un Hijo tan amado, que le ofreció un precio de infinito valor. Él es inocente, y aunque paga a la divina justicia es para satisfacer nuestras deudas; y su satisfacción es infinitamente mayor que todos los pecados de los hombres. No sería justo que pereciese un pecador, el cual se arrepiente de sus culpas, y ofrece a Dios los méritos de Jesucristo, quien las ha satisfecho por él sobreabundantemente. Démosle, pues, gracias a Dios, y esperémoslo todo en los méritos de Jesucristo.
Vendrá vuestro Médico, dice el Profeta, a sanar los enfermos, y vendrá veloz como ave que vuela, y cual sol que al asomar en el horizonte envía al momento su luz al otro polo.
Pero he aquí que ya ha venido. Consolémonos, pues, y démosle gracias, dice san Agustín, porque ha bajado hasta el lecho del enfermo, quiere decir, hasta tomar nuestras carne; puesto que nuestros cuerpos son los lechos de nuestras almas enfermas.
Los otros médicos, por mucho que amen a los enfermos, solo ponen todo su cuidado por curarlos; pero ¿quién por sanarlos toma para sí la enfermedad? Jesucristo solo, ha sido aquel médico que se ha cargado con nuestros males, a fin de sanarlos. No ha querido mandar a otro, sino venir Él mismo a practicar este piadoso oficio, para ganarse nuestros corazones. Ha querido con su misma sangre curar nuestras llagas, y con su muerte librarnos de la muerte eterna, de que éramos deudores. En suma, ha querido tomar la amarga medicina de una vida continuada de penas, y de una muerte cruel, para alcanzarnos la vida y labrarnos de todos nuestros males. El cáliz que me ha dado el Padre ¿no lo tengo de beber? Decía el Salvador a Pedro. Fue, pues, necesario, que Jesucristo abrazase tantas ignominias para sanar nuestra soberbia: abrazase una vida pobre para curar nuestra codicia: abrazase un mar de penas, hasta morir de puro dolor, para sanar nuestro deseo de placeres sensuales.
Considera las cuatro fuentes de gracias, que nosotros tenemos en Jesucristo contempladas por san Bernardo. La primera fuente es de misericordia, en la que nosotros podemos lavarnos de todas las suciedades del pecado. Está fuente se formó para nosotros con lágrimas y con la sangre del Redentor; el que, como dice san Juan, nos amó y nos lavó de nuestros pecados en su sangre.
La segunda fuente es de paz y consuelo en nuestras tribulaciones, pues el mismo Jesucristo nos dice: “Invócame en el día de la tribulación y yo te consolaré.”
Quien pruebe las aguas de mi amor desdeñará para siempre las delicias del mundo, y se satisfará enteramente después, cuando entrare en el reino de los bienaventurados; pues que el agua de mi gracia le elevará de la tierra al cielo.
Así también la paz, que Dios de a las almas que le aman, no es la que ofrece el mundo en los placeres sensuales, que dejan en el alma más amargura que paz.
La que Dios da, sobrepuja a todos los deleites de los sentidos: ¡Dichosos, pues, los que desean esta fuente divina!
La tercera fuente es de devoción. ¡Oh! ¡Y cómo se hace devoto, y pronto a ejecutar las voces de Dios, y crecer siempre en la virtud, quien a menudo medita cuánto ha hecho Jesucristo por nuestro amor! El será como el árbol plantado en la corriente de las aguas.
La cuarta fuente es de amor. Quien medita los padecimientos y las ignominias de Jesucristo sufridas por nuestro amor, no es posible que deje de sentirse inflamado de aquel fuego santo que ha venido a encender en la tierra; según aquellas palabras de David: En mi meditación se inflamará el fuego.
Con lo que va dicho se verifica cumplidamente que el que se aprovecha de estas dichosas fuentes que nosotros tenemos en Jesucristo, sacará siempre de ellas aguas de gozo y de salvación.
Contemplando la santa Iglesia este gran misterio y este gran prodigio de aparecer un Dios nacido en un establo, toda admirada exclama: ¡Oh grande misterio, y admirable Sacramento! que los animales viesen al Señor nacido recostado en un pesebre.
Para contemplar con ternura y amor el nacimiento de Jesús, debemos pedir al Señor que nos dé una fe viva; porque si entramos sin fe en la gruta de Belén, no experimentaremos más que un afecto de compasión, al ver un niño reducido a un estado tan pobre, que naciendo en el corazón de invierno, es reclinado en un pesebre de bestias, sin fuego y en medio de una fría cueva.
Pero si entramos con fe, y vamos considerando qué exceso de bondad y de amor ha sido el que un Dios haya querido reducirse a comparecer pequeñito infante, estrechando entre las fajas, colocado sobre la paja, que gime, que tiembla de frío, que no puede moverse, que tiene necesidad de leche para vivir, ¿Cómo es posible que cada uno de nosotros no se sienta atraído, y dulcemente obligado a dar todos sus afectos a este Dios niño, que se ha reducido a tal estado para hacerse amar? Dice San Lucas, que los pastores después de haber visitado a Jesús en el establo, se volvieron glorificando y loando a Dios por todas las cosas que habían oído y visto.
¿Qué habían visto? No otro que un pobrecito niñito tiritando de frio, sobre unas pocas pajas; mas por cuanto estaban iluminados de la fe, reconocieron en aquel infante el exceso del amor divino; del cual inflamados iban después alabando y glorificando a Dios en la contemplación de haber tenido la suerte de ver un Dios anonadado y desmayado por amor de los hombres.
Reveló Jesucristo a la venerable Águeda de la Cruz, que estando en el seno de María, la que mayor dolor le causó entre todas las penas, fue ver la dureza de los corazones de los hombres, que habían de menospreciar después de su redención las gracias que había venido a derramar sobre la tierra.
Y este sentimiento, bien pronto lo expresó él mismo por boca de David en las palabras del salmo, comúnmente entendidas por los santos Padres, según las explica san Isidoro; y es como sigue: Dum descendo in corrupiionem, esto es, cuando desciendo a tomar la naturaleza humana tan corrompida de vicios y de pecados, Padre mío, parece que dijera el Verbo divino, yo voy a vestirme de carne, y luego a derramar toda mi sangre por los hombres; pero ¿qué provecho habrá en ella?
La mayor parte de los hombres no harán caso de esta mi sangre, y seguirán ofendiéndome como si nada hubiese yo hecho por su amor.
Esta pena fue aquel cáliz amargo del cual pidió Jesús al eterno Padre le librase. ¡Qué cáliz! ¡Ver tanto desprecio de su amor! Esto le hizo aun clamar sobre la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Reveló el Señor a santa Catalina de Sena, que el desamparo de que se lamentó era el ver que su Padre había de permitir que su pasión y su amor hubieran de ser desestimados de tantos hombres por quienes moría. Esta misma pena, pues, atormentaba a Jesús niño en el seno de María, al mirar desde allí tanta costa de dolores, de ignominias, de sangre y de una muerte cruel y afrentosa, con tan poco fruto.
Vio ya entonces el santo Infante aquello que decía el Apóstol de muchos, o más bien la mayor parte, los cuales habían de hollar la sangre del Hijo de Dios, tenerla por vil y profanarla, ultrajando la gracia que esta misma sangre les adquiría.
Pero si hemos sido del número de estos ingratos, no desesperemos. Jesús al nacer viene ofreciendo la paz a los hombres de buena voluntad, como hizo anunciarlo por los Ángeles.
Mudemos, pues, nuestra voluntad, arrepintiéndonos de nuestros pecados, y proponiendo amar a este buen Dios; así hallaremos la paz, esto es, la amistad divina.
En estos días, ya cercanos a la Navidad, hay muchas cosas que nos invitan a la alegría. Y está muy bien. Desgraciadamente muchos se quedan sólo en la parte externa, material. Y, como son cosas pasajeras y a veces muy deficientes, la alegría se deshace como un pedazo de hielo puesto al calor del sol. En este domingo 3º de Adviento la Iglesia quiere que en la misma liturgia resuene la palabra alegría. Hoy lo vemos un poco en las tres lecturas. En la primera sentimos al profeta Isaías que invita a la esperanza alegre, a pesar de que el pueblo está en el destierro, porque Dios, que es nuestro creador, no puede querer en definitiva el mal, sino la alegría, para la cual debemos colaborar con el arrepentimiento y el acercarnos al Señor.
San Pablo en la segunda lectura es más explícito y nos dice: “Estad siempre alegres”. A veces nos empeñamos en creer que Dios quiere el mal para nosotros. Es necesario que afiancemos nuestra fe en Dios, que es nuestro Creador bondadoso y que por lo tanto desea siempre nuestro bien y nuestra felicidad. Este mundo es imperfecto, porque es de paso, y hay dificultades, que son para todos, buenos y malos; pero para el que está con Dios, en todo sabe hallar la alegría de corazón, aunque sepa que la perfección de la felicidad estará en la vida futura. Pero si se busca la alegría por caminos que no llevan a Dios, al final sólo se halla la infelicidad y la tristeza. La experiencia de las personas entregadas a Dios nos dice que el hecho de conocer a Cristo y vivir con Él es una fuente continua de alegría. Ello requiere diálogos con Dios Padre, o con Cristo, que nos espera en la Eucaristía.
La tristeza nace del egoísmo, de buscar compensaciones materiales, que muchas veces no llegan. La alegría es verdadera, cuando uno procura hacer alegres a los demás. Este es uno de los grandes mensajes de Navidad. La alegría perfecta es un don de Dios; por eso hay que estar en continua acción de gracias. Como salmo responsorial de este día, nos presenta el “Magnificat” de la Santísima Virgen. Ella siente su alma desbordar de gozo, que quiere transmitir a su prima Isabel, y ante ella proclama la grandeza del Señor. En ese momento se siente agradecida y humilde.
Esta virtud de la humildad aparece, para nuestro ejemplo, en la figura de San Juan Bautista, que hoy nos trae el evangelio. Juan no era la luz, sino que daba testimonio de la luz. Fueron gentes importantes a preguntarle quién era y él declaró que no era un profeta, aunque su misión era hablar a favor de otro. Para esto se requiere mucha humildad o conocimiento de la realidad. Tanta humildad, que afirmaba no ser digno ni de “desatar la sandalia del Mesías”. Su mensaje era: “Preparad el camino”. Hoy, en las vísperas de la Navidad, también nos dice a nosotros que preparemos el camino. Para ello debemos estar en una especie de “desierto”, que significa un cierto silencio en nuestro interior. Hay muchos que en estos días navideños sólo quieren mucho ruido, mucha bulla externa; pero con ello no dejan que penetre el mensaje de Jesús.
San Juan se parecía a los motoristas que van por delante de una carrera ciclista anunciando que la carrera ya viene. A la gente no le interesa mirar a los motoristas, sino sólo saber que ya vienen los ciclistas, que es lo que quieren ver. Así a veces nos quedamos sólo con los festejos externos de la Navidad y no atendemos para nada a aquel que realmente festejamos en la Navidad, que es Jesús, Dios hecho hombre.
Es lo que les decía el Bautista a aquellos sacerdotes y levitas: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. ¡Cuántas veces se puede decir esto a muchos cristianos en la Navidad! En medio de tanto ruido y gasto no conocen al Redentor. Nos empeñamos a veces en ver tinieblas donde hay luz y esplendor. La Navidad es el mensaje de Dios, que se hace hombre por amor. Dios muestra su compasión y misericordia y nos enseña que, a pesar de los sufrimientos de esta vida, su mensaje es de optimismo y alegría para los que están dispuestos a acogerle en su corazón.
Oración familiar para el Tercer Domingo de Adviento 2020
Redacción ACI Prensa
Este Tercer Domingo de Adviento se suele encender la vela rosada de la Corona de Adviento porque se preanuncia ya la alegría mesiánica de que está cada vez más cerca el día de la venida del Señor.
Compartimos una liturgia familiar (oración)
para encender la tercera vela.
Se recomienda poner en un lugar especial la corona de Adviento con alguna imagen de la Virgen, crear un ambiente de recogimiento con poca luz, nombrar a un lector especial, así como a un monitor principal, que puede ser el papá o la mamá. Para iniciar la oración, la primera y segunda vela deben estar encendidas.
TODOS: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
MONITOR: Estamos ya en la tercera semana de Adviento: aumenta nuestra alegría y nuestro júbilo por la venida del Señor Jesús, que está cada vez más cerca de nosotros. Empecemos nuestra oración cantando VEN PRONTO SEÑOR (u otro canto apropiado).
1. ¡Oh Pastor de la Casa de Israel!,
trae a tu pueblo la ansiada salvación.
Verbo Eterno de la boca del Padre,
fuiste anunciado por labios de profeta.
¡VEN PRONTO, SEÑOR!
¡LLEGA, OH SALVADOR! (2v)
¡VEN, SEÑOR JESÚS!
¡VEN, LIBERADOR!
¡CIELOS, LLOVED VUESTRA JUSTICIA!
¡ÁBRETE, TIERRA,
HAZ GERMINAR AL SALVADOR! (2v)
2. El clamor de los pueblos se levanta.
Hijo de David, las naciones te esperan.
Queremos la llegada de tu Reino.
Ven a liberar del pecado a los pueblos.
3. Emmanuel, Salvador de las naciones,
eres esperanza del pueblo peregrino.
Sol naciente, esplendor de la justicia,
Tú nos salvarás con tu brazo poderoso.
4. Esperanza de una Mujer humilde:
Ella es la Virgen que pronto dará a luz.
Silenciosa, espera al Salvador:
llega ya la hora de la liberación.
MONITOR: Vamos a encender la tercera vela de nuestra corona de Adviento. El Señor está más cerca de nosotros y nos ilumina cada vez más. Abramos nuestro corazón, que muchas veces está en tinieblas, a la luz admirable de su amor.
LECTOR: Lectura tomada del Evangelio según San Lucas:
"La gente le preguntaba: "Pues ¿Qué debemos hacer?"
Y él les respondía: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, haga lo mismo". Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: "Maestro, ¿qué debemos hacer?"
Él les dijo: "No exijáis más de lo que os está fijado". Preguntáronle también unos soldados: "Y nosotros ¿Qué debemos hacer?"
Él les dijo: "No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada".
Como el pueblo estaba a la espera, andaban todos pensando en sus corazones acerca de Juan, si no sería él el Cristo; respondió Juan a todos diciendo: "Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar su era y recoger el trigo en su granero; pero la paja la quemará con fuego que no se apaga".
Y, con otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo la Buena Nueva".
MONITOR: Vamos a encender la tercera vela de nuestra corona. Cantemos
HOY SE ENCIENDE UNA LLAMA (u otro canto apropiado)
Hoy se enciende una llama
en la corona de Adviento
que arda nuestra esperanza
en el corazón despierto
y al calor de la Madre
caminemos este tiempo
Un primer lucero se enciende
anunciando al Rey que viene
preparad corazones
allánense los senderos
Hoy se enciende una llama
en la corona de Adviento
que arda nuestra esperanza
en el corazón despierto
y al calor de la Madre
caminemos este tiempo.
Crecen nuestros anhelos al ver
la segunda llama nacer
como dulce rocío vendrá
el Mesías hecho Niño.
Hoy se enciende una llama
en la corona de Adviento
que arda nuestra esperanza
en el corazón despierto
y al calor de la Madre
caminemos este tiempo.
Nuestro gozo hoy quiere cantar
por ver tres luceros brillar
con María esperamos al Niño
con alegría.
Hoy se enciende una llama
en la corona de Adviento
que arda nuestra esperanza
en el corazón despierto
y al calor de la Madre
caminemos este tiempo.
MONITOR: Acudamos ahora a Santa María, que colaborando con el Plan del Padre permitió que la luz del Señor ilumine a la humanidad, y pidámosle que siga intercediendo por nosotros en este tiempo de preparación. Entonemos un canto a María
Junto a ti María.
como un niño quiero estar,
tómame en tus brazos
guíame en mi caminar.
Quiero que me eduques,
que me enseñes a rezar,
hazme transparente,
lléname de paz.
Madre, Madre,
Madre, Madre.
Madre, Madre,
Madre, Madre.
Gracias Madre mía
por llevarnos a Jesús,
haznos más humildes
tan sencillos como Tú.
Gracias Madre mía
por abrir tu corazón,
porque nos congregas
y nos das tu amor.
MONITOR: Elevemos libremente nuestras intenciones a Dios. (Cada participante hará una petición voluntaria).
Recemos ahora un Padrenuestro, Ave María y Gloria.
TODOS: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Considera cómo Jesús padeció desde el primer momento de su vida; y todo lo padeció por amor nuestro. Él no tuvo en toda su vida otro interés después de la gloria del Padre, que nuestra salvación. Como Hijo de Dios, no tenía necesidad de padecer para merecerse el paraíso.
Cuanto sufrió de penas, de pobreza y de ignominias, todo lo aplicó para merecernos la salvación eterna. Así, pudiendo salvarnos sin padecer, quiso tomar una vida de dolores, pobre, despreciado y desamparado de todo alivio, con una muerte la más desolada y amarga que jamás había sufrido mártir o penitente alguno; solo por darnos a entender la grandeza del amor que nos tenía, y por ganarse nuestros afectos.
Vivió treinta y tres años, y vivió suspirando porque se acercase la hora del sacrificio de su vida, que deseaba ofrecer para alcanzarnos la divina gracia y la gloria del paraíso.
Este deseo le hizo decir: Con bautismo es menester que yo sea bautizado; ¿y cómo me angustio hasta que se cumpla? Deseaba ser bautizado con su propia sangre, no para lavar sus pecados, siendo él inocente y santo, sí los de los hombres, a quienes tanto amaba. Nos amó, y nos lavó en su sangre, dice san Juan.
¡Oh exceso del amor de un Dios, que todos los hombres y todos los Ángeles no llegaron jamás a comprenderle y alabarle cuanto basta! Pero, se lamenta san Buenaventura al ver la grande ingratitud de los hombres a tan grande amor, y se admira que nuestros corazones no se rasguen por la fuerza del amor de Dios. Se maravilla en otro lugar el mismo santo de ver a un Dios padecer tantas penas, gemir en un establo, pobre en un taller, desangrado sobre una cruz, en suma, afligido y atribulado en toda su vida por amor de los hombres; y ver luego a estos no arder de amor por este Dios tan amante, y aun tener valor de despreciar su amor y su gracia. ¡Oh Dios! ¿Cómo es posible comprender que os hayáis reducido a tanto padecer por los hombres, y que haya de estos quienes ofendan tanto a Vos?
Considera como todas las penas e ignominias que Jesús padeció en su vida y muerte, todas las tuvo presentes desde el primer instante de su vida; y todas ellas comenzó desde niño a ofrecerlas en satisfacción de nuestros pecados, principiando desde entonces a hacer de Redentor. Él mismo reveló a un siervo suyo, que desde el primer momento de su vida hasta la muerte siempre padeció; y padeció tanto por los pecados de cada uno de nosotros, que si hubiese tenido tantas vidas cuantos son los hombres, tantas veces habría muerto de dolor, a no haberle conservado Dios la vida, para padecer más.
¡Oh! ¡Y qué martirio tuvo siempre el amante corazón de Jesús, al ver todos los pecados de los hombres! Dice Santo Tomás que este dolor de Jesucristo en conocer la ofensa del Padre, y el daño que del pecado debía después provenir a las almas de él mismo amadas, sobrepujó al dolor de todos los pecadores contritos, aún de aquellos que murieron de puro dolor. Sí, porque ningún pecador ha amado jamás a Dios y a su propia alma tanto, cuanto Jesús amaba al Padre y a nuestras almas. De aquí es, que aquella agonía padecida por el Redentor en el huerto a la vista de todas nuestras culpas, de cuya satisfacción se había encargado, la padeció ya desde el vientre materno: Pobre soy yo, y en trabajos desde mi juventud (Sal. 87). Así por boca de David predijo de sí nuestro Salvador, que toda su vida debía ser un continuo padecer. De esto deduce san Juan Crisóstomo, que nosotros no debemos afligirnos de otra cosa que del pecado; y que así como Jesús por los pecados nuestros fue afligido en toda su vida; así nosotros que los hemos cometido, debemos tener un continuo dolor, acordándonos de haber ofendido a un Dios que tanto nos ha amado.
Santa Margarita, no más, basta, el Señor ya te ha perdonado. ¡Cómo! Respondió la Santa: ¿Cómo pueden serme bastantes las lágrimas derramadas y el dolor por aquellos pecados que afligieron a mi Jesús durante toda su vida?