La
falta de un auténtico amor a la verdad es
lo que nos hace caminar por caminos de egoísmo.
|
Cada vez que en la Cuaresma
se nos presenta el grito de súplica, de
perdón por parte del pueblo de Israel, al
mismo tiempo está hablándonos de la
importancia que tiene la conversión
interior. La Escritura habla de que se han
cometido iniquidades, de que se han hecho
cosas malas, pero, constantemente, la
Escritura nos habla de cómo nuestro corazón
tiene que aprender a volverse a Dios nuestro
Señor, de cómo nuestro corazón tiene que
irse convirtiendo, y de cómo no puede haber
ninguna dimensión de nuestra vida que quede
alejada del encuentro convertido con Dios
nuestro Señor. Así es importante que
convirtamos y cambiemos nuestras obras, es
profundamente importante que también
cambiemos nuestro interior.
La Escritura nos habla de la capacidad de
ser misericordiosos, de no juzgar, de no
condenar y de perdonar. Esto que para
nosotros podría ser algo muy sencillo,
porque es que si me hiciste un daño, yo no
te lo tomo en cuenta; requiere del alma una
actitud muy diferente, una actitud de una
muy profunda transformación. Una
transformación que necesariamente tiene que
empezar por la purificación, por la
conversión de nuestra inteligencia.
Cuántas veces es el modo en el cual
interpretamos la vida, el modo en el cual
nosotros «leemos» la vida lo que nos hace
pecar, lo que nos hace apartarnos de Dios.
Cuántas veces es nuestro comportamiento: lo
que nosotros decimos o hacemos. Cuántas
veces es simplemente nuestra voluntad: las
cosas que nosotros queremos. ¡Cuántas
veces nuestros pecados y nuestro alejamiento
de Dios viene porque, en el fondo de nuestra
alma, no existe un auténtico amor a la
verdad! Un amor a la verdad que sea capaz de
pasar por encima de nosotros mismos, que sea
capaz de cuestionar, de purificar y de
transformar constantemente nuestros
criterios, los juicios que tenemos hechos,
los pensamientos que hemos forjado de las
personas. Cuántas veces, tristemente, es la
falta de un auténtico amor a la verdad lo
que nos hace caminar por caminos de egoísmo,
por caminos que nos van escondiendo de Dios.
Y cuántas veces, la búsqueda de Dios para
cada una de nuestras almas se realiza a través
de iluminar nuestra inteligencia, nuestra
capacidad de juzgar, para así poder cambiar
la vida. ¡Qué difícil es cambiar una vida
cuando los ojos están cerrados, cuando la
luz de la inteligencia no quiere reconocer dónde
está el bien y dónde está el mal, cuál
es el camino que hay que seguir y cuál el
que hay que evitar!
Uno de los trabajos que el alma tiene que
atreverse a hacer es el de cuestionar si sus
criterios y sus juicios sobre las personas,
sobre las cosas y sobre las situaciones, son
los criterios y los juicios que tengo que
tener según lo que el Evangelio me marca,
según lo que Dios me está pidiendo. Pero
esto es muy difícil, porque cada vez que lo
hacemos, cada vez que tenemos que tocar la
conversión y la purificación de nuestra
inteligencia, nos damos cuenta de que
estamos tocando el modo en el cual nosotros
vemos la vida, incluso a veces, el modo en
el cual nosotros hemos estructurado nuestra
existencia. Y Dios llega y te dice que aun
eso tienes que cambiarlo. Que con la medida
con la que tú midas, se te va a medir a ti;
que el modo en el cual tú juzgas la vida y
la estructuras, el modo en el cual tú
entiendas tu existencia, en ese mismo modo
vas a ser juzgado y entendido; porque el
modo en el cual nosotros vemos la vida, es
el mismo modo en el cual la vida nos ve a
nosotros.
Esto es algo muy serio, porque si nosotros
vamos por la vida con unos ojos y con una
inteligencia que no son los ojos ni la
inteligencia de Dios, la vida nos va a
regresar una forma de actuar que no es la de
Dios. No vamos a ser capaces de ver
exactamente cómo Dios nuestro Señor está
queriendo actuar en esta persona, en esta
cosa o en esta circunstancia para nuestra
santificación.
“Con la misma medida que midáis, seréis
medido”. Si no eres capaz de medir con una
inteligencia abierta lo que Dios pide, si no
eres capaz de medir con una inteligencia
luminosa las situaciones que te rodean, si
no eres capaz de exigirte ver siempre la
verdad y lo que Dios quiere para la
santificación de tu alma en todas las cosas
que están junto a ti, ésa medida se le está
aplicando, en ese mismo momento, a tu alma.
Qué importante es que aprendamos a
purificar nuestra inteligencia, a dudar de
los juicios que hacemos de las personas y de
las cosas, o por lo menos, a que los
confrontemos constantemente con Dios nuestro
Señor, para ver si estamos en un error o
para ver qué es lo que Dios nuestro Señor
quiere que saquemos de esa situación
concreta en la cual Él nos está poniendo.
Pero cuántas veces lo que hacemos con Dios,
no es ver qué es lo que Él nos quiere
decir, sino simplemente lo que yo le quiero
decir. Y éste es un tremendo riesgo que nos
lleva muy lejos de la auténtica conversión,
que nos aparta muy seriamente de la
transformación de nuestra vida, porque es a
través del modo en el cual vemos nuestra
existencia y vemos las circunstancias que
nos rodean, donde podemos estar llenando
nuestra vida, no de los criterios de Dios,
no de los juicios de Dios, sino de nuestros
criterios y de nuestros juicios. Además,
tristemente, los pintamos como si fuesen de
Dios nuestro Señor, y entonces sí que
estamos perdidos, porque tenemos dentro del
alma una serie de criterios que juzgamos ser
de Dios, pero que realmente son nuestros
propios criterios.
Aquí sí que se nos podría aplicar la
frase tan tremenda de nuestro Señor en el
Evangelio: “¡Ay de vosotros, guías
ciegos, que no veis, y vais llevando a los
demás por donde no deben!”. También es
muy seria la frase de Cristo: “Si lo que
tiene que ser luz en ti, es oscuridad, ¿cuáles
no serán tus tinieblas?”.
La conversión de nuestra inteligencia, la
transformación de nuestros criterios y de
nuestros juicios es un camino que también
tenemos que ir atreviéndonos a hacer en la
Cuaresma. ¿Y cuál es el camino, cuál es
la posibilidad para esta transformación? El
mismo Cristo nos lo dice: “Dad y se os dará”.
Mantengan siempre abierta su mente,
mantengan siempre dispuesto todo su interior
a darse, para que realmente Dios les pueda
dar, para que Dios nuestro Señor pueda
llegar a ustedes, pueda llegar a su alma y
ahí ir transformando todo lo que tiene que
cambiar.
Es un camino, es un trabajo, es un esfuerzo
que también nos pide la Cuaresma. No lo
descuidemos, al contrario, hagamos de cada día
de la Cuaresma un día en el que nos
cuestionemos si todo lo que tenemos en
nuestro interior es realmente de Dios.
Preguntémosle a Cristo: ¿Cómo puedo hacer
para verte más? ¿Cómo puedo hacer para
encontrarme más contigo?
La fe es el camino. Ojalá sepamos aplicar
nuestra fe a toda nuestra vida a través de
la purificación de nuestra inteligencia,
para que en toda circunstancia, en toda
persona, podamos encontrar lo que Dios
nuestro Señor nos quiera dar para nuestra
santificación personal.