Redacción ACI Prensa
En su último día en Eslovaquia, el Papa Francisco presidió la Santa Misa en la explanada del Santuario Nacional de Šaštin, basílica dedicada a Nuestra Señora de los Siete Dolores, patrona del país.
Durante su homilía el Papa Francisco pidió no olvidar que “no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida”, pues Jesús ha venido para llevar “luz donde hay tinieblas, haciéndolas salir al descubierto y obligándolas a rendirse”.
Antes de finalizar hizo un llamado a mirar a la Virgen Madre Dolorosa, para así “abrirnos a una fe que se hace compasión, que se hace comunión de vida con el que está herido, el que sufre y el que está obligado a cargar cruces pesadas sobre sus hombros”.
A continuación el texto completo de la homilía:
En el templo de Jerusalén, los brazos de María se extienden hacia los del anciano Simeón, que puede acoger a Jesús y reconocerlo como el Mesías enviado para la salvación de Israel. En esta escena contemplamos quién es María: es la Madre que nos da al Hijo Jesús. Por eso la amamos y la veneramos. Y el pueblo eslovaco acude con fe y devoción a este Santuario nacional de Šaštín, porque sabe que es Ella la que nos da a Jesús. En el logo de este Viaje apostólico hay un camino dibujado dentro de un corazón que está coronado por la cruz: María es el camino que nos introduce en el Corazón de Cristo, que ha dado la vida por amor a nosotros.
A la luz del Evangelio que hemos escuchado, podemos mirar a María como modelo de la fe. Y reconocemos tres características de la fe: el camino, la profecía y la compasión.
En primer lugar, la fe de María es una fe que se pone en camino. La joven de Nazaret, apenas recibido el anuncio del Ángel, «se fue rápidamente a la región montañosa» (Lc 1,39) para ir a visitar y ayudar a Isabel, su prima. No consideró un privilegio el haber sido llamada a convertirse en Madre del Salvador, no perdió la alegría sencilla de su humildad por haber recibido la visita del Ángel, no se quedó quieta contemplándose a sí misma entre las cuatro paredes de su casa. Al contrario, vivió el don recibido como una misión a cumplir, sintió la exigencia de abrir la puerta y salir de su casa, dio vida y cuerpo a la impaciencia con la que Dios quiere alcanzar a todos los hombres para salvarlos con su amor. Por eso María se puso en camino. A la comodidad de la rutina prefirió las incertidumbres del viaje; a la estabilidad de la casa, el cansancio del camino; a la seguridad de una religiosidad tranquila, el riesgo de una fe que se pone en juego, haciéndose don de amor para el otro.
También el Evangelio de hoy nos hace ver a María en camino, hacia Jerusalén, donde junto con José su esposo presenta a Jesús en el templo. Y toda su vida será un camino detrás de su Hijo, como primera discípula, hasta el Calvario, a los pies de la cruz. María camina siempre.
Así, la Virgen es modelo de la fe de este pueblo eslovaco, una fe que se pone en camino, animada siempre por una devoción sencilla y sincera, peregrinando siempre en busca del Señor. Y, caminando, ustedes vencen la tentación de una fe estática, que se contenta con cualquier rito o tradición antigua, y en cambio salen de ustedes mismos, llevan en la mochila las alegrías y los dolores, y hacen de la vida una peregrinación de amor hacia Dios y los hermanos. ¡Gracias por este testimonio! Y, por favor, ¡sigan en camino!
Cuando la Iglesia se detiene se enferma, cuando los sacerdotes se detienen enferman al pueblo de Dios.
La fe de María también es una fe profética. Con su misma vida, la joven de Nazaret es profecía de la obra de Dios en la historia, de su obrar misericordioso que invierte la lógica del mundo, elevando a los humildes y dispersando a los soberbios (cf. Lc 1,52). Representante de todos los “pobres de Yahvé”, que gritan a Dios y esperan la venida del Mesías, María es la Hija de Sion anunciada por los profetas de Israel (cf. So 3,14-18), la Virgen que concebirá al Dios con nosotros, el Emmanuel (cf. Is 7,14). Como Virgen Inmaculada, María es icono de nuestra vocación. Como Ella, estamos llamados a ser santos e irreprochables en el amor (cf. Ef 1,4), siendo imagen de Cristo.
La profecía de Israel culmina en María, porque Ella lleva en el seno a Jesús, la Palabra de Dios hecha carne. Él realiza plena y definitivamente el designio de Dios. De Él, Simeón dijo a la Madre: «Este niño está puesto para que muchos caigan y se eleven en Israel, y como un signo de contradicción» (Lc 2,34).
No olvidemos esto: no se puede reducir la fe a azúcar que endulza la vida. Jesús es signo de contradicción. Ha venido para llevar luz donde hay tinieblas, haciéndolas salir al descubierto y obligándolas a rendirse. Por eso las tinieblas luchan siempre contra Él. Quien acoge a Cristo y se abre a Él resurge, quien lo rechaza se cierra en la oscuridad y se arruina a sí mismo. Jesús les dijo a sus discípulos que no había venido a traer paz sino una espada (cf. Mt 10,34). En efecto, su Palabra, como espada de doble filo, entra en nuestra vida y separa la luz de las tinieblas, pidiéndonos que decidamos. Ante Jesús no se puede permanecer tibio, con “el pie en dos zapatos”. Acogerlo significa aceptar que Él desvele mis contradicciones, mis ídolos, las sugestiones del mal; y que sea para mí resurrección, Aquel que siempre me levanta, que me toma de la mano y me hace volver a empezar.
También Eslovaquia necesita hoy estos profetas. También vosotros obispos. No se trata de ser hostiles al mundo, sino “signos de contradicción” en el mundo. Cristianos que saben mostrar con su vida la belleza del Evangelio, que son tejedores de diálogo allí donde las posiciones se endurecen, que hacen resplandecer la vida fraterna allí donde a menudo en la sociedad hay división y hostilidad, que difunden el buen perfume de la acogida y de la solidaridad allí donde los egoísmos personales y colectivos predominan con frecuencia, que protegen y cuidan la vida donde reinan lógicas de muerte.
Por último, María es la Madre de la compasión. Su fe es compasiva. Aquella que se definió “la sierva del Señor” (cf. Lc 1,38) y que, con materna solicitud, se preocupó de que no faltara el vino en las bodas de Caná (cf. Jn 2,1-12), compartió con el Hijo la misión de la salvación, hasta el pie de la cruz. En ese momento, en el angustioso dolor vivido en el Calvario, Ella comprendió la profecía de Simeón: «Y a ti, una espada te traspasará el alma» (Lc 2,35). El sufrimiento del Hijo agonizante, que cargaba sobre sí los pecados y los padecimientos de la humanidad, la atravesó también a Ella. Jesús desgarrado en la carne, hombre de dolores desfigurado por el mal (cf. Is 53,3); María desgarrada en el alma, Madre compasiva que recoge nuestras lágrimas y al mismo tiempo nos consuela, señalándonos la victoria definitiva en Cristo.
Y María Dolorosa al pie de la cruz simplemente permanece. Está al pie de la cruz. No escapa, no intenta salvarse a sí misma, no usa artificios humanos y anestésicos espirituales para huir del dolor. Esta es la prueba de la compasión: permanecer al pie de la cruz. Permanecer con el rostro surcado por las lágrimas, pero con la fe de quien sabe que en su Hijo Dios transforma el dolor y vence la muerte.
Y también nosotros, mirando a la Virgen Madre Dolorosa, nos abrimos a una fe que se hace compasión, que se hace comunión de vida con el que está herido, el que sufre y el que está obligado a cargar cruces pesadas sobre sus hombros. Una fe que no se queda en lo abstracto, sino que penetra en la carne y nos hace solidarios con quien pasa necesidad. Esta fe, con el estilo de Dios, humildemente y sin clamores, alivia el dolor del mundo y riega los surcos de la historia con la salvación.
Queridos hermanos y hermanas, que el Señor siempre les conserve el asombro y la gratitud por el don de la fe. Y que María Santísima les obtenga la gracia de que vuestra fe siempre siga en camino, tenga el respiro de la profecía y sea rica de compasión.