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sábado, 12 de abril de 2014

EL QUE ES FIEL A MIS PALABRAS NO MORIRÁ PARA SIEMPRE

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
"El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre"
Sábado quinta semana de Cuaresma. Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento.
 

La cercanía a la Semana Santa va haciendo que la Iglesia nos vaya presentando a Jesucristo en contraposición con sus enemigos. En el Evangelio de hoy se nos presenta la auténtica razón, la razón profunda que lleva a los enemigos de Cristo a buscar su muerte. Esta razón es que Cristo se presenta ante los judíos como el Enviado, el Hijo de Dios. Este conflicto permanente entre los dirigentes judíos y nuestro Señor, se convierte también para nosotros en una interrogación, para ver si somos o no capaces de corresponder a la llamada que Cristo hace a nuestra vida.

Cristo llega a nosotros, y llega exigiendo su verdad; queriendo mostrarnos la verdad y exigiéndonos que nos comportemos con Él como corresponde a la verdad. La verdad de Cristo es su dignidad, y nosotros tenemos que reflexionar si estamos aceptando o no esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos que llegar a reflexionar si en nuestra vida estamos realizando, acogiendo, teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor.

Cristo es el que nos muestra, por encima de todo, el camino de la verdad. Cristo es el que, por encima de todo, exige de los cristianos, de los que queremos seguirle, de los que hemos sido redimidos por su sangre, el camino de la verdad.

Nuestro comportamiento hacia Cristo tiene que respetar esa exigencia del Señor; no podemos tergiversar a Cristo. No podemos modificar a Cristo según nuestros criterios, según nuestros juicios. Tenemos necesariamente que aceptar a Cristo.

Pero, a la alternativa de aceptar a Cristo, se presenta otra alternativa -la que tomaron los judíos-: recoger piedras para arrojárselas. O aceptamos a Cristo, o ejecutamos a Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra vida tal y como Él es en la verdad, o estamos ejecutando a Cristo.

Esto podría ser para nosotros una especie de reticencia, de miedo de no abrirnos totalmente a nuestro Señor Jesucristo, porque sabemos que Él nos va a reclamar la verdad completa. Jesucristo no va a reclamar verdades a medias, ni entregas a medias, ni donaciones a medias, porque Jesucristo no nos va a reclamar amores a medias. Jesucristo nos va a reclamar el amor completo, que no es otra cosa sino el aceptar el camino concreto que el Señor ha trazado en nuestra vida. Cada uno tiene el suyo, pero cada uno no puede ser infiel al suyo.

Solamente el que es fiel a Cristo tiene en su posesión, tiene en su alma la garantía de la vida verdadera, porque tiene la garantía de la Verdad."El que es fiel a mis palabras no morirá para siempre".

Nosotros constantemente deberíamos entrar en nuestro interior para revisar qué aspectos de mentira, o qué aspectos de muerte estamos dejando entrar en nuestro corazón a través de nuestro egoísmo, de nuestras reticencias, de nuestro cálculo; a través de nuestra entrega a medias a la vocación a la cual el Señor nos ha llamado.
Porque solamente cuando somos capaces de reconocer esto, estamos en la Verdad.

Debemos comenzar a caminar en un camino que nos saque de la mentira y de la falsedad en la que podemos estar viviendo. Una falsedad que puede ser incluso, a veces, el ropaje que nos reviste constantemente y, por lo tanto, nos hemos convencido de que esa falsedad es la verdad. Porque sólo cuando permitimos que Cristo toque el corazón, que Cristo llegue a nuestra alma y nos diga por dónde tenemos que ir, es cuando todas nuestras reticencias de tipo psicológico, todos nuestros miedos de tipo sentimental, todas nuestras debilidades y cálculos desaparecen.

Cuando dejamos que la Verdad, que es Cristo, toque el corazón, todas las debilidades exteriores —debilidades en las personas, debilidades en las situaciones, debilidades en las instituciones—, y que nosotros tomamos como excusas para no entregar nuestro corazón a Dios, caen por tierra.

Nos podemos acomodar muchas cosas, muchas situaciones, muchas personas; pero a Cristo no nos lo podemos acomodar. Cristo se nos da auténtico, o simplemente no se nos da. "Se ocultó y salió de entre ellos". En el momento que los judíos se dieron cuenta de que no podían acomodarse a Cristo, que tenían que ser ellos los que tenían que acomodarse al Señor, toman la decisión de matarlo.

A veces en el alma puede suceder algo semejante: tomamos la decisión de eliminar a Cristo, porque no nos convence el modo con el que Él nos está guiando. Y la pregunta que nace en nuestra alma es la misma que le hacen los judíos: "¿Quién pretendes ser?". Y Cristo siempre responde: "Yo soy el Hijo de Dios".

Sin embargo, Cristo podría regresarnos esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes ser? ¿Quién pretendes ser, que no aceptas plenamente mi amor en tu corazón? ¿Quién pretendes ser, que calculas una y otra vez la entrega de tu corazón a tu vocación cristiana en tu familia, en la sociedad? ¿Por qué no terminar de entregarnos? ¿Por qué estar siempre con la piedra en la mano para que cuando el Señor no me convenza pueda tirársela?

Cristo, ante nuestro reclamo, siempre nos va a responder igual: con su entrega total, con su promesa total, con su fidelidad total.

Las ceremonias que la Iglesia nos va a ofrecer esta Semana Santa no pueden ser simplemente momentos de ir a Misa, momentos de rezar un poco más o momentos de dedicar un tiempo más grande a la oración. La Semana Santa es un encuentro con el misterio de un Cristo que se ofrece por nosotros para decirnos quien es. El encuentro, la presencia de Cristo que se me da totalmente en la cruz y que se muestra victorioso en la resurrección, tenemos que realizarla en nuestro interior. Tenemos que enfrentarnos cara a cara con Él.

Es muy serio y muy exigente el camino del Señor, pero no podemos ser reticentes ante este camino, no podemos ir con mediocridad en este camino. Siempre podremos escondernos, pero en nuestro corazón, si somos sinceros, si somos auténticos, siempre quedará la certeza de que ante Cristo, nos escondimos. Que no fuiste fiel ante la verdad de Cristo, que no fuiste fiel a tu compromiso de oración, que no fuiste fiel en tu compromiso de entrega en el apostolado, que no fuiste fiel, sobre todo, en ese corazón que se abre plenamente al Señor y que no deja nada sin darle a Él.

Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a dar totalmente. Cada Eucaristía es el signo de la fidelidad de la promesa de Dios: "Yo estaré contigo todos los días hasta el fin del mundo". Dios no se olvida de sus promesas. Y cuando vemos a un Dios que se entrega de esta manera, no nos queda otro camino sino que buscarlo sin descanso.

Buscarlo sin descanso a través de la oración y, sobre todo, a través de la voluntad, que una vez que ha optado por Dios nuestro Señor, así se le mueva la tierra, no se altera, no varía; así no entienda qué es lo que está pasando ni sepa por dónde le está llevando el Señor, no cambia.

Dios promete, pero Dios también pide. Y pide que por nuestra parte le seamos fieles en todo momento, nos mantengamos fieles a la palabra dada pase lo que pase. Romper esto es romper la verdad y la fidelidad de nuestra entrega a Cristo.

Que la Eucaristía abra en nuestro corazón una opción decidida por nuestro Señor. Una opción decidida por vivir el camino que Él nos pone delante, con una gran fidelidad, con un gran amor, con una gran gratitud ante un Dios que por mí se hace hombre; ante un Dios que tolera el que yo muchas veces haya podido tener una piedra en la mano y me haya permitido, incluso, intentar arrojársela. Y sobre todo, una gratitud profunda porque permitió que mi vida, una vez más, lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar, consciente de que el Señor nunca olvida sus promesas.



  • Preguntas o comentarios al autor
  • P. Cipriano Sánchez LC 

    martes, 8 de abril de 2014

    NO TE ACOSTUMBRES AL MILAGRO QUE ES DIOS

    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    No te acostumbres al milagro que es Dios
    Martes quinta semana de Cuaresma. No pierdas la capacidad de apreciar lo que significa la presencia de Dios en tu vida.
     
    No te acostumbres al milagro que es Dios
    Nm 21, 4-9
    Jn 8, 21-30

    La Cuaresma, como camino de conversión y de transformación, es al mismo tiempo, una exigencia de una firme decisión de frente a Dios nuestro Señor. La Cuaresma nos pone delante lo que nosotros tenemos o podríamos elegir: con Dios o contra Él; junto a Él o separados de Él. Esta decisión no simplemente se convierte en una elección que hacemos, sino es una decisión que tiene una serie de repercusiones en nuestra vida.

    El ejemplo de la Serpiente de Bronce que nos pone el Libro de los Números, no es otra cosa sino una llamada de atención al hombre respecto a lo que significa alejarse de Dios. Cuando el pueblo se aleja de Dios aparece el castigo de las serpientes venenosas. Dios, al mismo tiempo, les envía un remedio: la Serpiente de Bronce.

    En ese mirar a la Serpiente de Bronce está encerrado el misterio de todo hombre, que tiene que terminar por elegir a Dios o por apartarse de Él. Está en nuestras manos, es nuestra opción el hacer o no lo que Dios pide.

    Esta misma situación es la que vivían los hebreos de cara a Dios en medio de las adversidades, en medio de las dificultades: los hebreos se encontraban en el desierto y estaban hartos del milagro cotidiano del maná y de las dificultades que tenían, lo que hace que el pueblo murmure contra Dios. Algo semejante nos podría pasar también a nosotros: ser un pueblo que se acostumbra al milagro cotidiano y acaba murmurando contra Dios, como les pasó a los judíos de la época de nuestro Señor: acostumbrados, se cegaron al milagro que era tener frente a ellos, ni más ni menos, que a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

    También nosotros podemos ser personas que acaban por acostumbrarse al milagro: El milagro «tan normal» de la vida de Dios en nosotros a través del Bautismo y a través de la Eucaristía. El milagro «tan normal» del constante perdón de nuestro Señor a través de la confesión, a través de nuestro encuentro con Él. El milagro «tan normal» de la Providencia de nuestro Señor que está constantemente ayudándonos, sosteniéndonos, robusteciendo nuestro corazón.

    Y cuando uno se acostumbra al milagro, acaba murmurando, acaba quejándose, porque ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que significa la presencia de Dios en su vida. Ha perdido ya la capacidad de apreciar lo que puede llegar a indicar la transformación que Dios quiere para su vida.

    La Cuaresma son cuarenta días en los cuales Dios nos llama a la conversión, a la transformación. Cada Evangelio, cada oración, cada Misa durante la Cuaresma no es otra cosa sino un constante insistir de Dios en la necesidad que todos tenemos de convertirnos y de volvernos a Él. Sin embargo, pudiera ser que nos hubiésemos acostumbrado incluso a eso; como quien se acostumbra a ser amado, como quien se acostumbra a ser consentido y se transforma en caprichoso en vez de agradecido, porque así es el corazón humano.

    La constante llamada a la conversión, la constante invitación a la transformación interior —que es la Cuaresma—, nos puede hacer caprichosos, superficiales e indiferentes con Dios, en lugar de hacernos agradecidos. Y, cuando se presenta el capricho, aparece la queja y la rebelión en contra de Dios, y aparece también la ceguera de la mente y la dureza de la voluntad: “Ellos no comprendieron que les hablaba el Padre”. Los judíos habían llegado a cerrar su mente y endurecer su voluntad de tal manera que ya ni siquiera comprendían lo que Jesucristo les estaba queriendo transmitir. ¡Qué tremendo es esto en el alma del hombre! ¡Qué efectos tan graves tiene!

    Jesús, en el Evangelio de hoy, nos dice: “Si no creen que Yo soy, morirán en sus pecados”. En la vida no tenemos más que dos opciones: abrirnos a Dios en el modo en el cual Él vaya llegando a nuestra vida, o morir en nuestros pecados. Es la diferencia que hay entre levantarse o quedarse tirado; entre estar constantemente superándose, siguiendo la llamada que Dios nuestro Señor nos va haciendo de transformación personal, de cambio, de conversión, o vernos encerrados, encadenados cada vez más por nuestros pecados, debilidades y miserias.

    Preguntémonos: ¿Dónde encuentro dificultades para superarme? ¿En mi psicología, en mi afectividad, en mi temperamento, en mi amor, en mi vida de fe, en mi oración? Muy posiblemente lo que me falta en esa situación no sea otra cosa sino la capacidad de poner a Dios nuestro Señor como centro de mi existencia. Creer que Cristo verdaderamente es Dios, creer que Cristo verdaderamente va a romper esa cadena. Recordemos que Cristo necesita de nuestra fe para poder romper nuestras cadenas; Cristo necesita de nuestra voluntad abierta y de nuestra inteligencia dispuesta a escuchar, para poder redimir nuestra alma; Cristo necesita nuestra libertad.

    Quizá en esta Cuaresma podríamos haber seguido muchas tradiciones, hecho ayuno, vigilias, sacrificios y oraciones, pero a lo mejor, podríamos habernos olvidado de abrir nuestra libertad plenamente a Dios. Podríamos habernos olvidado de abrir de par en par nuestro corazón a Dios para dejar que Él sea el que va guiándonos, el que nos va llevando y el que nos libra —como dice el Evangelio— de morir en nuestros pecados. Es decir, el que nos libra de la muerte del alma, que es la peor de todas las muertes, producida no por otra cosa, sino por el encadenarse sobre nosotros nuestras debilidades, miserias y carencias.

    No hay otro camino, no hay otra opción: o rompemos con esas cadenas, creyendo en Cristo, o nuestra vida se ve cada vez más encerrada y enterrada. A veces podríamos pensar que el egoísmo, el centrarnos en nosotros, el intentar conservarnos a nosotros mismos es una especie de liberación y de realización personal y la única salida de nuestros problemas; pero nos damos cuenta que cuanto más se encierra uno en uno mismo, más se entierra y menos capacidad tiene de salir de uno mismo.

    El Evangelio de hoy nos dice al final: “Después de decir estas palabras, muchos creyeron en Cristo”. Después de que Cristo habla de la presencia de Dios en su alma y en su vida, la fe en los discípulos hace que ellos se adhieran a nuestro Señor. Vamos a preguntarnos también nosotros: ¿Cómo es mi fe de cara a Jesucristo? ¿Cómo es mi apertura de corazón de cara a Jesucristo? ¿Cuál es auténticamente mi disponibilidad? ¿Soy alguien que busca echarse cadenas todos los días, que busca encerrarse en sí mismo, que no permite que Dios nuestro Señor toque ciertas puertas de su vida?

    No olvidemos que donde la puerta de nuestra vida se cierra a Dios, ahí quien reina es la muerte, no la superación; ahí quien reina es la oscuridad, no la luz. A cada uno de nosotros nos corresponde el estar dispuestos a abrir cada una de las puertas que Dios nuestro Señor vaya tocando en nuestra existencia. Estamos terminando la Cuaresma, preguntémonos: ¿Qué puertas tengo cerradas? ¿Qué puertas todavía no he abierto al Señor? ¿En qué aspectos de mi personalidad no he permitido al Señor entrar?

    Ojalá que nuestro Señor, que viene a nuestro corazón en cada Eucaristía, sea la llave que abre algunas de esas puertas que podrían todavía estar cerradas. Es cuestión de que nuestra libertad se abra y de que nuestra inteligencia nos ilumine para poder encontrar a Dios nuestro Señor; para poder librarnos de esa cadena que a veces somos nosotros mismos y que impide el paso pleno de Dios por nuestra vida.

    Se acerca la Pascua, que es el paso de Señor, el momento en el cual Dios pasa entre su pueblo para liberarlo de sus pecados, nuestras puertas deben estar abiertas. Ojalá que el fruto de esta Cuaresma sea abrirnos verdaderamente a nuestro Señor con generosidad, con libertad, con la inteligencia que nos es necesaria para seguirlo sin ninguna duda y sin ningún miedo, para que Él nos entregue la vida eterna que Él da a los que creen en Él.


  • Preguntas o comentarios al autor
  • P. Cipriano Sánchez LC 

    lunes, 7 de abril de 2014

    NADA TEMO SEÑOR, PORQUE TÚ ESTÁS CONMIGO

    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo
    Lunes quinta semana de Cuaresma. Cristo nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.
     
    Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo
    El camino de conversión, que es la Cuaresma, tiene como todo camino, un inicio; y como todo camino, tiene también un final. La Cuaresma se enfrenta en esta semana con su última semana. El Domingo de Ramos, que es cuando celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, estaremos celebrando también el momento en el cual termina la Cuaresma para dar inicio a la Semana Santa. En ese momento podríamos simplemente quedarnos con la idea de haber dicho: una Cuaresma más que pasó por nuestra vida, cuarenta días más. O preguntarnos: ¿Cómo aproveché este camino? ¿Realmente le saqué fruto a toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se me fue, como se me van tantas otras cosas?

    La liturgia, en el salmo responsorial, nos habla de un sentimiento que tendría que estar presente en nuestro corazón: “Nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”. Todos sabemos que la Cuaresma es un llamamiento muy serio a la conversión, es una llamada muy exigente a transformar la vida; no la podemos dejar igual después de la Cuaresma. Nosotros podríamos asustarnos al ver el programa de conversión que se nos propone y al darnos cuenta de lo que significa convertir la propia personalidad, convertir los propios sentimientos, convertir la propia inteligencia, convertir la propia voluntad, cambiar totalmente la propia existencia.

    Esta conversión se nos podría hacer un camino tan impracticable, una cumbre tan elevada, que en el corazón puede llegar a aparecer el miedo. Un miedo que nos hace incapaces de poder transformar nuestra vida, un miedo que, incluso, nos puede hacer rebeldes contra las mismas necesidades de transformación, y entonces quedarnos, a la hora de la hora, con el miedo, con la rebeldía y sin la transformación.

    ¡Qué serio es esto!, porque puede ser que nuestra vida se nos esté yendo como agua entre los dedos y no terminar de afianzar la transformación que nosotros necesitamos llevar a cabo en nuestra alma, y no terminar de consolidar en nuestra alma la exigencia de una auténtica transformación cristiana.

    ¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos llamados a la conversión! Cuántas veces hemos escuchado el “arrepiéntete” y, sin embargo, ¿dónde estamos en este camino? Creo que el Evangelio de hoy podría ser para todos nosotros algo muy significativo, porque Jesucristo nos habla de cómo todos tenemos esa presencia, de una forma o de otra, del alejamiento de Dios: el pecado en nuestro corazón.

    El episodio de la mujer adúltera es un episodio en el cual Jesucristo se encuentra no tanto con la realidad del pecado, cuanto con la visión que el hombre tiene del propio pecado. Por una parte están los acusadores, los hombres que dicen: “Esta mujer es adúltera y por lo tanto debe ser condenada a muerte por lapidación”. Por otra parte está la mujer que, evidentemente, también está en pecado.

    Qué fuerte es el hecho de que Jesús se atreva a cuestionar la legitimidad que tienen todos esos hombres de castigar a esa mujer, cuando ellos mismos están en pecado. Sin embargo, todos ellos iban a convertirse en jueces y en ejecutores de una ley, pensando que actuaban con plena justicia, como si el pecado no estuviese en ellos. Y Jesús desenmascara, con la habilidad y sencillez que a Él le caracteriza, la capacidad que tenemos los hombres en nuestro interior de torcer las cosas para creernos justos cuando no lo somos, cuando ni siquiera hemos rozado la capacidad de conversión que tenemos. De creernos limpios cuando, a lo mejor, ni siquiera hemos tocado un poco el misterio de nuestra auténtica conversión interior.

    Este relato del Evangelio del domindo nos habla de un Jesús que nos llama, que nos invita a atrevernos a sumergirnos en la realidad de nuestra conversión: “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”. No dice que la mujer ha hecho bien, simplemente les pregunta si se han dado cuenta de cuál es la justicia, la santidad que hay en cada una de sus almas: primero dense cuenta de esto y luego pónganse a pensar si pueden tirarle piedras a alguien que está en pecado. “Antes de ver la paja del ojo ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”.

    La conversión supone la valentía de profundizar dentro de la propia alma. La conversión supone la valentía de entrar al propio corazón, como Jesús entra dentro del alma de estos hombres para que se den cuenta que todos tienen pecado, que ninguno de ellos puede llegar a tirar ni siquiera una piedra. Pero, muchas veces, lo que nos acaba pasando cuando rozamos el misterio de la conversión de nuestra alma, cuando tocamos el misterio de que tenemos que transformar comportamientos, afectos, actitudes, criterios, pensamientos, juicios, es que nos da miedo y nos echamos para atrás y preferimos no tenerlo delante de los ojos.

    ¿Quién se atrevería a bajar hasta lo más profundo del propio corazón si no es acompañado de Dios nuestro Señor? ¿Quién se atrevería a tocar lo tremendo de las propias infidelidades, de los propios egoísmos, de todo lo que uno es en su vida, si no es acompañado por Dios? La pregunta más importante sería: ¿Ya has sido capaz de bajar, acompañado de Dios nuestro Señor, a lo profundo de tu corazón? ¿Ya has sido capaz de tocar el fondo de tu vida para verdaderamente poder convertirte?

    ¡Cuántos esfuerzos de conversión hemos hecho a lo largo de nuestra vida! Cuántas veces hemos intentado transformarnos, y no lo hemos logrado, porque nunca hemos bajado hasta el fondo de nuestra alma, porque nunca nos hemos atrevido a tomar a Jesús de la mano y permitirle que nos cure. Como el médico que, para poder curar nuestra enfermedad, tiene que llegar a la raíz de la misma, no puede conformarse simplemente con aplicar una cura superficial.

    Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos todavía transformado muchas cosas y seguimos teniendo egoísmos, perezas, flojeras, miedos y tantas otras cosas, por lo menos hayamos conseguido la gracia, el don de Dios, de permitirle bajar con nosotros hasta el fondo de nuestro corazón, para que desde ahí, Él empiece a sanarnos, Él empiece a transformarnos, Él empiece a cambiarnos. “Aunque atraviese por cañadas oscuras nada temo, Señor, porque Tú estás conmigo”.

    ¡Cuántas veces lo más oscuro de nuestras vidas es nuestro corazón! No oscuro porque esté muy manchado, sino oscuro porque ha sido poco iluminado; porque preferimos dejar las cosas como están para no tener que cambiar algunas actitudes. Hemos de entrar y tocar con sinceridad el fondo de nuestro corazón para que Cristo nos quite los miedos que nos impiden llegar hasta el fondo, para así poder transformar verdadera y cristianamente toda nuestra vida.

    Que ésta sea la gracia principal que hayamos adquirido en esta Cuaresma en la que el Señor, una vez más, nos ha llamado a la conversión y, sobre todo, nos ha llamado a tenerle en lo profundo de nosotros mismos.



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  • P. Cipriano Sánchez LC 

    sábado, 5 de abril de 2014

    CADA UNO DE NOSOTROS ES UN GRANO DE TRIGO

    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    Cada uno de nosotros es un grano de trigo
    Quinto domingo de Cuaresma. Los que quieren echarse a perder, se guardan para sí mismos en el egoísmo; y los que se entregan, acaban por dar fruto.
     
    Cada uno de nosotros es un grano de trigo

    Podremos hacer muchas cosas o tener grandes posesiones, pero nunca debemos perder de vista que lo importante es el bien que hacemos a los demás. Ésa tiene que acabar siendo nuestra más importante y auténtica riqueza.

    Dios ama al que da con alegría, y en el Evangelio escuchábamos una parábola de nuestro Señor sobre este darse. Darse significa que, como el grano de trigo, uno tiene que caer en la tierra y pudrirse para dar fruto. Es imposible darse con comodidad, es imposible darse sin que nos cueste nada. Al contrario, el entregarse verdaderamente a los demás y el ayudar a los demás siempre nos va a costar.

    Vivimos en un mundo de muchas comodidades, y no sé si nosotros seríamos capaces de resistir el sufrimiento, cuando cosas tan pequeñas, tan insignificantes, a veces nos resultan tan dolorosas. La fe nos pide ser testigos de Cristo en la vida diaria, en la caridad diaria, en el esfuerzo diario, en la comprensión diaria, en la lucha diaria por ayudar a los demás, por hacer que los demás se sientan más a gusto, más tranquilos, más felices. Ahí es donde está, para todos nosotros, el modo de ser testigos de Cristo.

    Tenemos que entregarnos auténticamente, entregarnos con más fidelidad, entregarnos con un corazón muy disponible a los demás. Cada uno tiene que saber cuál es el modo concreto de entregarse a los demás. ¿Cómo puedo yo entregarme a los demás? ¿Qué significa darme los demás?

    Ciertamente, para todos nosotros, lo que va a significar es renunciar a nuestro egoísmo, renunciar a nuestras flojeras, renunciar a todas esas situaciones en las que podemos estar buscándonos a nosotros mismos.

    Jesucristo nos dice en el Evangelio que todo aquél que se busca a sí mismo, acabará perdiéndose, porque acaba quedándose nada más con el propio egoísmo. La riqueza de la Iglesia es su capacidad de entrega, su capacidad de amor, su capacidad de vivir en caridad. Una Iglesia que viviese nada más para sí misma, para sus intereses, para sus conveniencias sería una Iglesia que estaría viviendo en el egoísmo y que no estaría dando un testimonio de fe. Y un cristiano que nada más viva para sí mismo, para lo que a uno le interesa, para lo que uno busca, sería un cristiano que no está dando fruto.

    Dios da la semilla, a nosotros nos toca sembrar. Dios nos ha dado nuestras cualidades, a nosotros nos toca desarrollarlas; Dios nos ha dado el corazón, el interés, la inteligencia, la voluntad, la libertad, la capacidad de amar; pero el amar o el no amar, el entregarnos o no entregarnos, el ser egoístas o ser generosos depende sola y únicamente de nosotros.

    Es en la generosidad donde el hombre es feliz, y es en el egoísmo en donde el hombre es auténticamente desgraciado. Aunque a veces la generosidad nos cueste y nos sea difícil; aunque a veces el ser generosos signifique el sacrificarnos, es ahí donde vamos a ser felices, porque sólo da una espiga el grano de trigo que cae en la tierra y se pudre, se sacrifica, mientras que el grano de trigo que se guarda en un arcón acaba estropeándose, se lo acaban comiendo los animales o echándose a perder.

    Cada uno de nosotros es un grano de trigo. Reflexionemos y preguntémonos: ¿Quiero echarme a perder o dar frutos? Y recordemos que sólo hay dos tipos de personas en esta vida: los que quieren echarse a perder y se guardan para sí mismos en el egoísmo; o los que entregándose, acaban por dar fruto.


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  • P. Cipriano Sánchez LC 

    CRISTO ES REDENTOR PORQUE ES HIJO DE DIOS

    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    Cristo es redentor porque es Hijo de Dios
    Sábado cuarta semana de Cuaresma. Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos.
     
    Cristo es redentor porque es Hijo de Dios


    La liturgia de estos días nos va hablando de cómo Jesús se va encontrando cada vez más ante un juicio. Un juicio que Él hace sobre el mundo y, al mismo tiempo, un juicio que el mundo hace sobre Él. El juicio que el mundo hace sobre Él se define en la fe, y por eso dirá: "Si no creen que Yo soy". Ese juicio, que se define en la fe, es el juicio del hombre que tiene que acabar por aceptar la presencia de Dios tal y como Él la quiere poner en su vida, porque mientras el hombre no acepte esto, Jesucristo no podrá verdaderamente salvarlo.

    Cristo es acusado, y por eso dirá: "Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre conocerán lo que Yo soy". Pero, al mismo tiempo es juez, y es Él mismo el que realiza el veredicto definitivo sobre nuestro pecado.

    El juicio que nosotros hacemos sobre Cristo se resume en la cruz. Dios envía a su Hijo, y el mundo lo crucifica; Dios realiza la obra de la redención a través del juicio que el mundo hace de su Hijo, es decir de la cruz.

    Esto es para nosotros un motivo de seria reflexión. El darnos cuenta de que nuestro juicio sobre Cristo es un juicio condenatorio, porque lo llevan a la cruz.

    Nuestros pecados, nuestras debilidades, nuestras miserias, reconocidas o no, son las que juzgan a Cristo. Y lo juzgan haciéndolo que tenga que ser levantado y muerto por nosotros. Ésa es nuestra palabra sobre Cristo; pero, al mismo tiempo, tenemos que ver cuál es la palabra de Cristo sobre nosotros. Jesús dirá: "Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo soy". Ese "Yo soy", no es simplemente un pronombre y un verbo, "Yo soy" es el nombre de Dios. Cuando Cristo está diciendo "Yo soy", está diciendo Yo soy Dios.

    La cruz es la que nos revela, en ese misterio tan profundo, la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, porque la cruz es el camino que Dios elige, que Dios busca, que Dios escoge para hacer que nuestro juicio sobre Él de ser condena, se transforme en redención. Ésa es la moneda con la que Dios regresa el comportamiento del hombre con su Hijo.

    Hay situaciones en las que, por nuestros pecados y por nuestras debilidades, vivimos en la obscuridad y en la amargura. Parecería que la expulsión de la comunión con Dios, que produce todo pecado, sería la auténtica respuesta de Dios al hombre, y, sin embargo, no es así. La auténtica respuesta de Dios al hombre es la redención. Mientras que el hombre responde a Dios juzgando, condenando y crucificando a su Hijo, Dios responde al hombre con un juicio diferente: la redención, el perdón. Pero para eso nosotros necesitamos ponernos en manos de Dios nuestro Señor.

    Cristo constantemente nos está diciendo que Él es redentor porque es Hijo de Dios. Es decir, Él es el redentor porque es igual al Padre. "Yo soy", no me ha dejado solo, yo hago siempre lo que a Él le agrada. Ése es Cristo. Por eso es nuestro redentor. Cristo no es solamente alguien que se solidariza con nosotros, con nuestros pecados, con nuestras debilidades; Cristo es, por encima de todo, el Hijo de Dios, enviado al mundo para salvarnos.

    Tenemos urgencia de descubrir esto para hacer de Cristo el primero. Único y fundamental punto de referencia; criterio, centro y modelo de toda nuestra vida cristiana, apostólica, espiritual y familiar, para que verdaderamente Él pueda redimir nuestra vida personal, para que Él pueda redimir la vida conyugal de los esposos cristianos, para que Él pueda redimir la vida familiar, para que Él pueda redimir la vida social de los seglares cristianos, porque si Cristo no se convierte en punto de referencia, no podrá redimirnos.

    Se acerca la Semana Santa, que son momentos en los que podríamos quedarnos simplemente en una contemplación sentimental de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, cuando lo que está sucediendo en la Semana Santa es que Cristo se convierte en el juez y Señor de la historia, en el único que puede vencer a lo que destruye a la historia, que es la muerte. Cristo, vencedor de la muerte, se convierte así en el Señor de toda la historia y de toda la humanidad; en juez de toda la historia de la humanidad, y lo hace a través de la cruz, por lo que se transforma de condena en redención.

    Seamos capaces de ir cristianizando cada vez más nuestros criterios, de ir cristianizando cada vez más nuestros comportamientos y de ir haciendo de nuestro Señor el punto de referencia de nuestra existencia. Que nuestra fe, nuestra adhesión, nuestro ponernos totalmente del lado de Cristo se conviertan en la garantía de que nosotros no muramos en nuestros pecados, sino que hagamos de la condena que sobre ellos tendría que cernirse, redención; y del castigo que sobre ellos tendría que caer en justicia, hagamos misericordia en nuestros corazones.


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  • P. Cipriano Sánchez LC 

    jueves, 3 de abril de 2014

    MARÍA DE BETANIA SIGUIÓ A CRISTO POR AMOR

    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    María de Betania siguió a Cristo por amor
    Jueves cuarta semana de Cuaresma. Jesús, cuando ve un alma generosa no la deja en buenos deseos sino que la une a Él.
     
    María de Betania siguió a Cristo por amor

    Reflexionaremos en el gesto que tiene María de Betania con Jesucristo nuestro Señor cuando ella unge a Jesús, según narra San Juan. Este Evangelio, en el que María realiza la unción de Jesús, nos habla de una mujer que ha puesto totalmente, sin reticencias de ningún tipo y con mucha firmeza, su corazón en Jesucristo. Lo que la lleva a dar testimonio público de agradecimiento para nuestro Señor.

    Esta mujer se presenta ante el mundo como fiel seguidora de Jesucristo. Es un gesto de amor, de gratitud, pero que en el fondo, es un gesto profundo de compromiso; porque la unción compromete a María a estar cada vez más cerca de Cristo.

    ¿Cuáles son los detalles que María de Betania muestra? Delante de todos, toma una libra de perfume de nardo puro, muy caro, unge los pies de Cristo y los seca con sus cabellos. No mide su gratitud con Aquél que es objeto de su amor. Es alguien que está convencida del bien que Cristo ha hecho en su vida, porque Cristo ha hecho un cambio profundo en ella. Detrás de todo está la sensibilidad profunda que la lleva a no medir su gratitud.

    El gesto de la mujer, que es el gesto de una profunda gratitud, es el fruto de un corazón comprometido, que no sólo quiere recibir, sino dar agradecimiento. Esta dimensión cambia totalmente el gesto, porque hace de un gesto común, un detalle de amor, de donación personal, de compromiso.

    Siendo Jesús un hombre discreto, que no gusta de honores, deja que María lo haga, porque Jesús ve en su corazón el compromiso personal que ella tiene con Él. Dice Jesús: “Déjala que lo guarde para el día de mi sepultura”, la estoy uniendo al misterio más grande, que es mi donación personal por la salvación de los hombres. Jesús une ese darse de María de Betania al misterio de su cruz, al gesto de su don personal en la cruz; hace que esa mujer se asocie al don que Él va a dar en la cruz. Jesús llama de esta forma al amor a María de Betania: la llama a seguirlo con decisión hasta la sepultura; hasta compartir con Él el misterio de su pasión.

    Así es Jesús. Jesús, cuando ve a un alma generosa no la deja en buenos deseos sino que la une a Él. Esto es lo que el Señor ve en todas las almas a las que llama a un mayor compromiso, a las que pide un paso más de entrega: ve un corazón como el de María de Betania.

    “A Mí no siempre me tendréis”. Ésta es la segunda dimensión con la que Jesús mira a María de Betania. La dimensión de una mujer que ha captado que seguir a Cristo es un compromiso exigente, firme, sin remilgos. María quizá no había entendido quién era Cristo, pero había experimentado que seguirlo a Él no puede dejar indiferente su vida, que para seguirlo tiene que transformar hasta las fibras más íntimas de su corazón. Es un implícito acto de adoración a Cristo, de adoración a Alguien que la une a su misterio doloroso, a su misterio de don al hombre, a Alguien que se convierte para ella en una persona.

    Cristo es una persona que me ha unido a su misión redentora y que además es mi Señor. Al ser llamados, no nos podemos quedar con el buen deseo de amarlo, tenemos que llegar a la dimensión de que Cristo es el Señor, el Creador Todopoderoso, y que, además, me ha querido unir a su don a la humanidad, al misterio de salvación que es su entrega por cada uno de los hombres.

    Si es grande el misterio de su llamada, es más grande el misterio de la respuesta de María, que se entrega en ese momento, se pone a su disposición ante la llamada a hacer del amor a Cristo un amor personal, y hacer de la decisión por Cristo una opción y una decisión eficaz, sin otro límite que el del propio corazón. Esta opción nace de la conciencia profunda de haber hecho la experiencia profunda de Cristo en su alma.

    El gesto de María no tendría sentido si no fuera fruto del conocimiento personal de su opción por Cristo. Los gestos debemos llenarlos de sentido. Nuestra opción por Cristo debe tener un sentido en todas partes: en casa, en el apostolado, en la sociedad, porque los mismos gestos tienen diferente contenido, porque es una opción ofrecida a Jesucristo nuestro Señor por amor a Él.

    Cada uno de nosotros tiene que ser consciente de que, por el bautismo, es una persona más unida a Cristo, porque en cada gesto, en cada detalle que hace, hay una particular donación de su vida a Jesucristo.

    En nuestras vidas hay los mismos gestos, pero el amor es diferente, porque amamos con más profundidad, porque hemos sido unidos más a la sepultura del Señor, a la redención de Cristo, al misterio de la salvación de la humanidad.

    Cristo es dado a la humanidad. En cierto sentido, María de Betania, por su experiencia de Cristo, es también dada a Cristo. María es de Cristo porque ha tocado, ha descubierto la dimensión personal del Señor, y para ella ser cristiana no es pertenecer a una religión, sino enamorarse de una persona, tener arraigada en el corazón a una persona. Ser cristiano es seguir a Cristo, es amar a una persona, seguirla y vivir según esa persona. Es un compromiso distinto, sobre todo cuando vemos que el compromiso nace de dos dones: el don de Cristo a mi vida y el don de mi vida a Cristo para la salvación de la humanidad, en mi ambiente, en mi casa, con los míos.

    Pidámosle a Jesucristo que la unción en Betania tenga sentido en nuestras vidas, porque de la opción personal por Cristo depende todo lo que hagamos. Debemos ver a María de Betania como la mujer que ve a su Señor, se une a Él, se acerca a Él y lo experimenta personalmente.


  • Preguntas o comentarios al autor
  • P. Cipriano Sánchez LC 

    domingo, 30 de marzo de 2014

    EL PADRE SABE LO QUE TE HACE FALTA



    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    El Padre sabe lo que te hace falta
    Lunes cuarta semana de Cuaresma. ¿Qué es lo que nosotros estamos dándole a Dios en nuestra existencia?


    Cuaresma es el tiempo de conversión del corazón. Cuaresma es el tiempo de regreso a Dios. Esto tendría que inquietarnos para ver si efectivamente estamos regresando a Dios no solamente las cosas que Él nos ha dado, sino si nosotros mismos estamos regresando a Dios. 

    Podríamos decir que cada uno de nosotros es un don de Dios para uno mismo; la vida es un don que Dios nos da. ¿Cómo estamos regresando ese don a Dios? Esta conversión del corazón, ese regresar a Dios, ese volver a poner a Dios en el centro de la vida, ¿cómo lo estoy haciendo? ¿Hasta qué punto puedo decir que realmente nuestro Señor está recibiendo de mí lo que me ha dado? 

    Cuando nos enfrentamos con nuestra vida, con nuestros dolores, con nuestras caídas, con nuestras miserias, con nuestros triunfos y gozos, podría darnos miedo de que no estuviésemos en la condición de dar al Señor lo que Él espera de nosotros. Miedo de que no estuviésemos en la situación de regresar, con ese corazón convertido, todo lo que el Señor nos ha dado a nosotros. 

    Jesús en el Evangelio dice: “El Padre sabe lo que les hace falta antes de que se lo pidan”. Dios nuestro Señor sabe perfectamente qué es lo que necesitamos en ese camino de conversión hacia Él. Sabe perfectamente cuáles son los requerimientos interiores que tiene nuestra alma para lograr una verdadera conversión del corazón. 

    Yo me pregunto si a veces no tendremos miedo de este conocimiento que Dios tiene de nosotros. ¿No tendremos miedo, a veces, de que el Señor puede llegar a conocer lo que necesitamos? 

    Sin embargo, debemos dejar que el alma se abra a su mirada. En la oración que el Señor nos enseña en el Evangelio y que repetimos en la Misa: “Padre nuestro, que estás en los cielos”, nos llama a confiar plenamente en el Señor, a pedirle que Él sea santificado y que venga a vivir en nosotros su Reino. Es la oración de un corazón que sabe pedir a Dios lo que Él le dé y que se abre perfectamente para que el Señor le diga lo que necesita. 

    ¡Cuántas veces a nosotros nos puede faltar esto! Deberíamos exigirnos que nuestra vida vuelva a Dios con una confianza plena; que se adhiera a Dios sólo y únicamente como el único en quien de veras se puede confiar. 

    Creo que ésta podría ser una de las principales lecciones de conversión del corazón. 

    ¿Qué es lo que nosotros estamos dándole a Dios en nuestra existencia? ¿Con qué fecundidad estamos dándole a Dios en nuestra vida? Si al examinarnos nos damos cuenta de que nos faltan muchos frutos, si al examinarnos nos damos cuenta de que no tenemos toda la fecundidad que tendríamos que tener, no tengamos miedo, Dios sabe lo que necesitamos, y Dios sabe qué es lo que en cada momento nos va pidiendo. ¿Por qué si Dios lo sabe, no dejarme totalmente en sus manos? ¿Por qué, entonces, si Dios lo sabe, no ponerme totalmente a su servicio en una forma absoluta, plena, delicada? 

    Precisamente esto es la auténtica conversión del corazón. La conversión del corazón en la Cuaresma no va a ser hacer muchos sacrificios; la conversión del corazón en la Cuaresma es llegar al fondo de nosotros y ahí abrirnos a Dios nuestro Señor y ponernos ante Él con plenitud. 

    Vamos a pedirle a Dios que sepamos regresarle todo lo que nos ha dado, que sepamos hacer fecundo en nuestro corazón ese don que es nuestra vida cotidiana, ese don que somos nosotros mismos para cada uno de nosotros. Que esa sea nuestra intención, nuestra oración y sobre todo, el camino de conversión del corazón. 

    sábado, 29 de marzo de 2014

    CRISTO QUE NOS LLAMA A LA CONVERSIÓN DEL ESPÍRITU


    Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
    Cristo que nos llama a la conversión del espíritu
    Sábado tercera semana Cuaresma. ¿Qué esfuerzo he hecho para que Cristo sea el centro de mi vida?


    La experiencia de buscar convertir nuestro corazón a Dios, que es a lo que nos invita constantemente la Cuaresma, nace necesariamente de la experiencia que nosotros tengamos de Dios nuestro Señor. La experiencia del retorno a Dios, la experiencia de un corazón que se vuelve otra vez a nuestro Señor nace de un corazón que experimenta auténticamente a Dios. No puede nacer de un corazón que simplemente contempla sus pecados, ni del que simplemente ve el mal que ha hecho; tiene que nacer de un corazón que descubre la presencia misteriosa de Dios en la propia vida. 

    Durante la Cuaresma muchas veces escuchamos: “tienes que hacer sacrificios”. Pero la pregunta fundamental sería si estás experimentando más a Dios nuestro Señor, si te estás acercando más a Él. 

    En la tradición de la Iglesia, la práctica del Vía Crucis —que la Iglesia recomienda diariamente durante la Cuaresma y que no es otra cosa sino el recorrer mentalmente las catorce estaciones que recuerdan los pasos de nuestro Señor desde que es condenado por Pilatos, hasta el sepulcro—, necesariamente tiene que llevarnos hacia el interior de nosotros mismos, hacia la experiencia que nosotros tengamos de Jesucristo nuestro Señor. 

    Tenemos que ir al fondo de nuestra alma para ahí ver la profundidad que tiene Dios en nosotros, para ver si ya ha conseguido enraizar, enlazarse con nosotros, porque solamente así llegamos a la auténtica conversión del corazón. Al ver lo que Cristo pasó por mí, en su camino a la cruz, tengo que preguntarme: ¿Qué he hecho yo para convertir mi corazón a Cristo? ¿Qué esfuerzo he hecho para que mi corazón lo ponga a Él como el centro de mi vida? 

    Frecuentemente oímos: “es que la vida espiritual es muy costosa”; “es que seguir a Cristo es muy costoso”; “es que ser un auténtico cristiano es muy costoso”. Yo me pregunto, ¿qué vale más, lo que a mí me cuesta o lo que yo gano convirtiéndome a Cristo? Merece la pena todo el esfuerzo interior por reordenar mi espíritu, por poner mis valores en su lugar, por ser capaz de cambiar algunos de mis comportamientos, incluso el uso de mi tiempo, la eficacia de mi testimonio cristiano, convirtiéndome a Cristo, porque con eso gano. 

    A la persona humana le bastan pequeños detalles para entrar en penitencia, para entrar en conversión, para entrar dentro de sí misma, pero podría ser que ante la dificultad, ante los problemas, ante las luchas interiores o exteriores nosotros no lográramos encontrarnos con Cristo. 

    Nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días si queremos en la Eucaristía; nosotros, que tenemos a Jesucristo si queremos en su Palabra en el Evangelio; nosotros, que tenemos a Jesucristo todos los días en la oración, podemos dejarlo pasar y poner otros valores por encima de Cristo. ¡Qué serio es esto, y cómo tiene que hacer que nuestro corazón descubra al auténtico Jesucristo! 

    Dirá Jesucristo: “¿De qué te sirve ganar todo el mundo, si pierdes tu alma? ¿Qué podrás dar tú a cambio de tu alma?” Es cuestión de ver hacia dónde estamos orientando nuestra alma; es cuestión de ver hacia dónde estamos poniendo nuestra intención y nuestra vida para luego aplicarlo a nuestras realidades cotidianas: aplicarlo a nuestra vida conyugal, a nuestra vida familiar, a nuestra vida social; aplicarlo a mi esfuerzo por el crecimiento interior en la oración, aplicarlo a mi esfuerzo por enraizar en mi vida las virtudes. 

    Cuando en esta Cuaresma escuchemos en nuestros oídos la voz de Cristo que nos llama a la conversión del espíritu, pidámosle que sea Él quien nos ayude a convertir el corazón, a transformar nuestra vida, a reordenar nuestra persona a una auténtica conversión del corazón, a una auténtica vuelta a Dios, a una auténtica experiencia de nuestro Señor. 

    jueves, 27 de marzo de 2014

    ANTE LAS TENTACIONES

    Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
    Ante las tentaciones
    ¿Por qué somos tentados? Porque somos libres, porque se abren ante nosotros mil posibilidades.
     
    Ante las tentaciones


    La tentación nos resulta algo familiar. Tenemos tentaciones en casa o en el trabajo, durante el día o en medio de la noche, en verano o en invierno, a solas o con otros.

    Cada tentación nos ofrece algo que se presenta como agradable, ventajoso, más o menos fácil. Se trata de saltarse una norma para ser más eficaces, o de apartarse del deber para disfrutar un rato placentero, o de pisotear a un rival para empezar la conquista de un anhelado puesto de trabajo.

    Ante la promesa de un resultado ventajoso, el corazón cae fácilmente en el diálogo con la tentación. Surgen las preguntas y los razonamientos. ¿De verdad es algo tan malo? ¿No seré un poco escrupuloso? Total, no hago mucho daño a otros. Además, hoy en día todos lo hacen. Por una vez no pasa nada...

    Tras la caída, la tentación nos muestra su mentira. Porque no es hermoso lograr un triunfo a costa de la herida que hemos causado en un familiar cercano. Ni siente uno alegría verdadera si, después de haber visto una película divertida, recuerda que ha dejado de lado la petición de ayuda de un enfermo.

    Otras veces no somos capaces de reconocer el veneno escondido en cada tentación, ni siquiera tras la caída. Porque en el fondo de nuestras almas hay un deseo extraño de independencia, de rebeldía, de vivir al margen de Dios.

    En unas líneas de su libro "Jesús de Nazaret", Benedicto XVI explicaba otras dimensiones propias de la tentación que facilitan el engaño:

    Es propio de la tentación adoptar una apariencia moral: no nos invita directamente a hacer el mal, eso sería muy burdo. Finge mostrarnos lo mejor: abandonar por fin lo ilusorio y emplear eficazmente nuestras fuerzas en mejorar el mundo. Además, se presenta con la pretensión del verdadero realismo. Lo real es lo que se constata: poder y pan. Ante ello, las cosas de Dios aparecen irreales, un mundo secundario que realmente no se necesita.

    Luego el Papa Ratzinger señalaba ese núcleo profundo que se esconde en cada tentación:

    La cuestión es Dios: ¿es verdad o no que Él es el real, la realidad misma? ¿Es Él mismo el Bueno, o debemos inventar nosotros mismos lo que es bueno? La cuestión de Dios es el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana. ¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: ésta es la cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús.

    Sí: detrás de cada tentación se esconde la pregunta sobre Dios. ¿Cómo lo veo? ¿Cómo pienso mi vida ante Él? Algunos no pueden responder, simplemente porque han excluido a Dios del horizonte humano. Otros no quieren responder, porque prefieren lanzarse al activismo sin tener que confrontarse con Alguien a quien rendir cuentas.

    Pero en el fondo, ni la negación de Dios ni el activismo salvaje resuelven el problema de las tentaciones. ¿Por qué somos tentados? Porque somos libres, porque se abren ante nosotros mil posibilidades, porque hay en cada corazón un desorden que intenta arrastranos hacia el mal, la injusticia, el egoísmo.

    Las tentaciones no son, ciertamente, la última palabra de la historia humana. Más allá de ellas, una voz respetuosa y cercana nos invita a aceptar el Amor de Dios y a vivir según el hermoso ideal del cristianismo.

    Desde que Cristo vino al mundo, es posible no sólo levantarse tras una caída, sino también decir un "no" claro y firme ante cada tentación. Un "no" que es, en el fondo, un gran "sí": un "sí" al amor a Dios y a los hermanos.


  • Preguntas o comentarios al autor
  • P. Fernando Pascual LC 

    ALCANZAR LA INALCANZABLE ESTRELLA




    Autor: Antonio Gil-Terrón Puchades | Fuente: www.antoniogilterron.com 
    Alcanzar la inalcanzable estrella
    La felicidad no estriba en tener, sino en dar; en dar y darse, desinteresadamente, con amor y sin condiciones


    Había un hombre que todos los días –al rezar- le decía a Dios: “¿Cómo permites, Señor, que haya tanta injusticia y maldad en el Mundo, sin hacer nada por remediarlo? Y un día Dios le respondió: - «El mal, como el bien, nace de la propia libertad de elección del hombre. Y sí que hago por remediarlo: Te he enviado a ti y a otros muchos como tú, siglo tras siglo, para que despertéis la conciencia de los hombres, luchéis contra la injusticia, y defendáis al oprimido. ¿Qué has hecho tú?».

    Para un servidor, la felicidad es más un camino que una meta. Una vez que aceptemos y seamos capaces de dar sentido a los sinsabores de la vida, es entonces cuando realmente podremos llegar a alcanzar la estrella inalcanzable; un estado de paz con nosotros mismos que nos liberará de todo miedo y ansiedad. Y si eso aún no fuera la felicidad, lo cierto es que comenzará a asemejársele.

    No es lo mismo amar que querer. Amar es generosidad y entrega incondicional. El verbo querer es activamente posesivo, y así podemos llegar a creer – equivocadamente - que la felicidad estriba en la posesión particular de personas o cosas, cuando – realmente - la posesión en sí misma, no el amor, lleva la espina de la amargura en su esencia; el miedo a la pérdida de lo poseído. 

    No, no es eso. La felicidad no estriba en tener, sino en dar; en dar y darse, desinteresadamente, con amor y sin condiciones.

    En esta vida podemos luchar contra el dolor, o sufrirlo. Nosotros, con nuestros actos u omisiones, somos los que elegimos entre ayudar o ser objeto de ayuda. Entre dar, o tener que pedir.

    La primera elección, la de "ayudar", es consciente y voluntaria; la segunda, la de "ser objeto de ayuda", es involuntaria, al acabar "siendo objeto de ayuda", precisamente todos aquellos que – desde siempre y en su insolidaridad - intentan escurrir el bulto frente a la desgracia ajena.

    Tú eliges. Eres libre.

    LOS PERSONAJES DE LA PASIÓN: ¿EN CUÁL TE REFLEJAS?





    Autor: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Catholic.net
    Personajes de la Pasión: ¿en cuál te reflejas?
    Todos estamos reflejados en alguno o en algunos de los personajes de la Pasión de Cristo
    Personajes de la Pasión: ¿en cuál te reflejas?
    Personajes de la Pasión: ¿en cuál te reflejas?
    La Pasión de Cristo hay que leerla en directo, en vivo y como protagonistas. Nadie puede pasar por esas impresionantes páginas y quedar igual.

    Todos estamos reflejados en alguno o en algunos de los personajes de la Pasión de Cristo.

    ¿Es que acaso no hemos tenido algún gesto hermoso con nuestro hermano, ese Cristo viviente, como hizo la Verónica con Cristo? ¿No hemos ayudado nunca a alguien a llevar la cruz, cualquier cruz, sea física o moral, como el Cireneo con Jesús?

    ¿No es verdad que también a veces nos hemos comportado como Pedro, que le niega, o como Judas, que lo traiciona villanamente, o como los demás que lo abandonan? ¿Esos soldados y esbirros que azotan cruelmente a Jesús no nos recuerdan que en alguna ocasión hemos sido así con nuestro prójimo?

    Sin duda alguna que muchas veces podemos compararnos con san Juan evangelista, fieles a Cristo hasta la cruz. O como María, la tierna Madre que fue un sostén para su Hijo amado.

    Pilato hemos sido tantas veces, al lavarnos las manos cobardemente y no defender a Cristo ante los demás. Y también Anás y Caifás, hombres prepotentes y soberbios, que por envidia condenan a Cristo. Y nosotros, por envidia, nos deshicimos de “ese” que nos caía mal.

    En la Pasión de Cristo nos vemos reflejados un poco todos los hombres de ayer, de hoy y de siempre. La Pasión la vive Cristo por nosotros, a causa de nosotros y en lugar de nosotros.

    Ojalá que al repasar estos personajes sintamos una profunda pena y dolor inmenso, por haber ofendido a Cristo, y, sobre todo, un deseo sincero de acercarnos a Cristo, pedirle perdón y aceptar de nuevo su amistad.

    Cristo, perdónanos. Cristo, acéptanos de nuevo como amigos. Cristo, aquí nos tienes.






    Capítulo 1: Judas, el traicionero

    Sí, el que besó a Jesús y lo traicionó. Sí, el escogido por Cristo por amor para ser seguidor, compañero, apóstol de primera fila de Jesús. Sí, el que vio los milagros de Jesús y escuchó las palabras bondadosas y pacificadoras de Jesús y partió el pan de la mesa muchas veces con Jesús en la intimidad de un almuerzo.

    Adentrémonos un poco en le alma de Judas. ¿Desde cuándo trama la traición? ¿Por qué llegó a este extremo? ¿Quién o que le empujo a ello? ¿Qué ganó con la traición?


    I. Con el beso de Judas se inicia la Pasión. Jesús sintió como una quemadura en el rostro. ¡Fue traicionado por uno de sus íntimos, fue totalmente doloroso para Jesús!

    En algunos lugares de México existen Cristos que de talla, cubiertos de heridas, que lleva en la mejilla una llaga especialmente honda, llena de sangre, que llaman el beso de Judas.

    Este beso son las heridas que Jesús recibe en la casa de sus amigos.


    II. Judas era de Karioth, de la región de Judea. Él bajó a Galilea, al lago en Cafarnaún para oír la palabra de Jesús... Era uno más de los judíos que anhelaba la liberación de los romanos y de toda esclavitud. ¿Será este el Mesías? -se decía de Jesús.

    Judas era doble. No era transparente como Natanael. Por lo que colegimos del Evangelio Judas tenía dobles intenciones desde el inicio.

    ¿Será un espía del Sanedrín? De hecho tenía contactos con Caifás.

    ¿Será un zelote que buscaba un libertador político? Como Jesús le defraudó, decidió canjearlo por la libertad de Barrabas.

    ¿Sería un ladrón que vio en Jesús la forma de hacerse rico robando de la “bolsa” del grupo?

    Judas era doble por eso nunca podremos conocer realmente sus intenciones más profundas.



  • ¿Por qué traicionó al Maestro?
  • ¿Por qué con un beso?
  • ¿Por qué en la noche, y en el huerto de Gethsemaní?
  • ¿Por qué llevó toda esa turba de gente con palos y garrotes?
  • ¿Por qué después de traicionarle se suicida, se mata, se ahorca?


    III. Treinta monedas de plata. Dentro de las leyes de Moisés, cuando el buey de una persona embestía a un esclavo, el dueño del animal debía pagar una compensación 30 siclos de plata al propietario del esclavo y luego matar al animal.

    ¡Treinta monedas! ¡El precio de un esclavo!

    ¿Es que hoy no hay gente que vende a Cristo incluso por menos? ¿Es que acaso no le he traicionado yo alguna vez?


    IV. Sigue la pregunta: ¿por qué Judas traiciono a Jesús? Se han escrito kilómetros de páginas sobre Judas. Ningunas se ponen de acuerdo. Todos elucubran.

    Solo Dios conoce el corazón del hombre.

    Judas no era peor ni mejor que los demás apóstoles, a la hora de ser elegido. Todos tenían sus zonas de luz y sus rincones oscuros.

    ¿Qué le pasó a Judas, con la convivencia continua de Jesús, que era el Sol del mediodía, sin ocaso, sin eclipse?

    ¿Qué le pasó a Judas, con el trato continuo de Jesús, que era todo amor, y solo amor compasivo, tierno y misericordioso?

    Tal vez, cada día iba alejándose de Jesús, el corazón de Judas ya no comulgaba con el mensaje de Jesús, con las ideas de Jesús, con las actitudes de Jesús. ¿Cómo era el mensaje de Jesús, las ideas de Jesús y las actitudes de Jesús, que tanto detestaba Judas?

    ¡El amor!

    Judas no quiso abrirse al amor. Un amor que perdona, que hace el bien, que busca el bien, que no tiene en cuenta el mal, que vence el mal con el bien, que sabe darse sin medida a los demás, que nunca piensa en sí mismo, que está pendiente sólo del otro.

    Judas, tal vez, no aguantó la luz y el calor de tanto amor que despedía Jesús.

    Tanto amor de Jesús le quemaba, le irritaba el corazón a Judas... Es como si yo tuviera una herida y me colocan alcohol para curarme: me escuece mucho, me quemo, me molesta, pero sé que esa herida curará.

    Judas llevaba esa herida abierta, con pus. Una herida provocada por el egoísmo: sólo pensaba en sí mismo. Ese egoísmo le llevaba a alejarse de Jesús, a alejarse de los demás, a pensar sólo en su beneficio: ¿qué ganaré si sigo a Jesús?

    Jesús quiso curar su herida terrible del corazón de Judas. Pero Judas se resistió. No aguantó el amor de Jesús. Curiosamente no soportó tanto amor de Jesús. ¡No puede ser! ¿Por qué sigue amándome, si yo soy tan mezquino? ¿Por qué sigue echándome salvavidas, si yo no lo amo?

    Y creció en el corazón de Judas el odio, que es sentimiento pervertido del amor; El amor de Jesús rebotaba en el corazón de Judas, y lo hacía más duro, más pétreo.

    Judas, ¡ábrete al amor de Jesús! ¿No ves que Él te quiere? ¿No sientes que Él te ama? ¿No escuchas su dulce voz de Pastor que quiere atravesarte con sus silbos amorosos?

    Tal vez el drama de Judas fue éste: ¡poco a poco se fue distanciando del corazón de Jesús... y aunque estaba a dos o tres metros, físicamente, sin embargo, espiritualmente estaba a años luz, a muchas leguas de Jesús!

    Y cuando uno enfría el amor a Cristo, comienza a crecer el egoísmo, abierto a disfrazado, que sólo piensa en sí mismo, sólo se busca a sí mismo, sólo está pendiente de sí mismo, sólo se ama a sí mismo.

    Por eso Judas no llegó a la traición, a ese beso de traición de la noche a la mañana... sino progresivamente, poco a poco... Alejándome de la luz, voy entrando en la oscuridad de la noche: “y era de noche”... Alejándome del amor, voy entrando en el túnel del desamor y del odio: “a quién yo besa, ese es. Prendedle... Alejándome de la paz, voy entrando en el espiral del remordimiento: “y a él, a Judas, le remordió la conciencia. Fue y se ahorcó”.

    Ahora entendemos un poco más por que no le interesaron las 30 monedas de plata... por qué se ahorcó... no pudo abrirse, no quiso abrirse al amor misericordioso de Jesús. No toleraba más los ojos dulces de Jesús. No aguantaba más esa voz tierna de Jesús. No soportaba más esas manos cariñosas de Jesús dispuestas a levantar al caído.






  • Capítulo 2: Pedro ¿roca?

    ¿Qué pasó a esta Roca? En un momento de flaqueza, Pedro resquebrajó su Roca.


    I. MÁS QUE AMOR A PEDRO LE FALTÓ VALENTÍA

    Quiso dar vida por Cristo, pero a la hora de la hora fue cobarde, tuvo miedo, prefirió salvar su pellejo.

    Pedro en el laboratorio de su corazón tenía dos sentimientos mezclados: amor y miedo.

    Porque amaba a Cristo, no huyó después de que Jesús fue atado y apresado. Y porque estaba atenazado por el miedo siguió a Jesús de lejos.

    Porque tenía miedo, negó a Jesús tres veces, cobardemente. Pero porque amaba a Jesús, salió fuera y lloró amargadamente su pecado de traición al Maestro.

    ¡Qué distinto a Judas!

    Esa mirada tierna y misericordiosa de Jesús: “Y Jesús lo miró”, se le clavó en lo profundo del corazón de Pedro; pero no era una mirada de reproche sino de compasión. Una mirada que pareció decirle: Simón, yo he rogado por ti. Fue una mirada alentadora, misericordiosa. Una mirada que le decía: “Pedro, ¿a dónde vas? No te separes de mí. Sígueme.

    Le miró con la misma ternura que cuando le llamó a seguirle. Vaya que conocía Pedro esa hermosa y cautivadora mirada de Jesús. Con esa mirada, Pedro comprendió la gravedad de su pecado.

    No creamos que la caída de Pedro fue leve. No. Pedro cayó en un pecado gravísimo.

    Conocía a Jesús.

    Era el primer Papa, por tanto, el jefe del grupo.

    Fue distinguido por Jesús como uno de los tres discípulos predilectos.

    Mintió con juramento, maldijo.

    Cayó muy hondo.

    Pero lo hermoso de Pedro es que se arrepintió, si abrió al amor de Jesús, a ese sol espléndido de Jesús y volvió la claridad a su alma.


    II. REFLEXIONEMOS

    ¿Por qué Pedro cayó de esa manera? ¿Por qué fue tan cobarde? ¿Por qué negó a Jesús tres veces?

    Principalmente, confió mucho en sí mismo. Es lo que llamamos pecado de presunción: “yo no te abandonaré jamás... aunque todos, yo no... estoy dispuesto de ir contigo a la muerte”. Se hacía el valiente, el vanidoso, el presuntuoso, muy pagado de sí mismo, creidillo.

    En segundo lugar, se durmió en la oración. Es decir, aflojó en la oración. Cuando uno afloja en la oración, automáticamente pierde fuerza y peso espiritual. Y sin fuerzas, cualquier viento o contrariedad me derrumba.

    En tercer lugar, porque se metió en la boca del lobo, en el atrio, donde estaban aprovechando la leña del árbol caído. ¡Qué imprudente!

    ¡Presunción, desidia, imprudencia!


    III. ¿CÓMO SALIÓ DE TODO ESTO?


  • La mirada de Cristo.
  • El canto del gallo.
  • El amor de su corazón.

    La mirada de Cristo le hizo reflexionar donde estaba caído.

    El canto del gallo le lanzó fuera del peligro.

    El amor de su corazón le hizo llorar amargadamente, con un corazón arrepentido. ¡Le había fallado al Maestro, al Amigo, al Señor, al Buen Pastor!

    La Roca de Pedro, comenzó a tener grietas. ¿Por qué nos extrañamos a lo largo de la historia de la Iglesia? Los instrumentos que Jesús escoge son débiles. Desde el punto de vista exclusivamente humano, hubiera tenido Jesús razones para excluir a Pedro, para excluirnos a nosotros. Pero Jesús mira el corazón contrito, humillado, humilde, arrepentido... y Él nos da su perdón y su gracia.

    Señor, danos el don de contrición para llorar nuestras faltas y pecados. Danos dolor de amor por haberte ofendido. Y ayúdanos a levantarnos, a acercarnos a ti, a pedirte perdón y a volver a comenzar. Amén.





  • Capítulo 3: Anás

    I. Entremos ahora en la casa de Anás, el suegro del Sumo Sacerdote Caifás. Había sido sumo Sacerdote también.

    Llevaban a Jesús maniatado, descalzos los pies, gacha la cabeza, conducido con la soga que sujetaba su cuello, como un animal. Era a las tres o cuatro de la mañana de ese Viernes terrible.

    Había en torno a él risas y cuchicheos de satisfacción: la cosa había resultado en realidad más fácil de lo que todos se esperaban.

    Iban llegando a la casa de Anás gentes intima de los pontífices, envueltos en blancas vestiduras.


    II. Lo llevaron a Anás para hacer tiempo, dado que el proceso en casa de Caifás, su yerno, tenía que comenzar por regla general de día.

    Anás, pues, lo juzgaría privadamente mientras se organizaba oficialmente el tribunal.

    Anás había convertido a su familia en una gran mafia de la que el, Anás, era el padrino todopoderoso.

    Anás, aunque para los judíos era el Sumo Sacerdote, no ejercía el cargo. Se lo había dejado a su yerno Caifás.

    Anás era un hombre puntilloso en el cumplimiento externo de sus funciones; pero escéptico y agnóstico; pues no cría en nada que no redundara en interés personal.


    III. Ahora están frente a frente: Anás y Jesús. Anás le estudia a Jesús. Y se pregunta qué podía haber inducido a este desconocido a creerse el Salvador del mundo.

    Se alegró de no ser él, Anás, quién debía juzgarle. Y comenzó a hacerle muchas preguntas:


  • ¿Qué era lo que predicaba?
  • ¿Dónde lo había aprendido?
  • ¿Quiénes eran sus discípulos?
  • ¿Qué pretendía hacer con ellos: una sociedad secreta?

    Jesús digno, dueño de sí mismo: “Yo siempre he hablado públicamente y ante todo el mundo. He predicado siempre en las sinagogas y en el templo, donde todos los judíos se reúnen. A escondidas nunca he dicho nada. ¿Por qué me interrogas a mí? Interroga a quienes me han oído, pregúntales qué es lo que yo he dicho. Ellos lo saben” .

    La respuesta de Jesús desde el punto de vista jurídico era perfecta: según el derecho judío un acusado no tenía que dar testimonio de sí mismo; sólo era válida una acusación sobre testigos ajenos y fidedignos. Jesús, pues, descalificaba así a Anás por salirse de los procedimientos legales.

    Un silencio embarazoso siguió a las palabras de Jesús. Anás no se esperaba esto. Anás estaba acostumbrado a otro tipo de actitudes en sus súbditos: sumisión, desaliento, servilismo, miedo.

    ¡Y este campesino se atrevía a dejarle públicamente en ridículo! Con una punta de clarísima ironía le recordaba cuáles eran los verdaderos procedimientos legales.

    Anás se sintió desarmado... y no quiso que aquella “insolencia” quedara sin respuesta o sin castigo.

    Y quien no tiene razones, ¿a qué se atiene? A la violencia. Uno de sus siervos, tal vez mirado por el mismo Anás, dio una bofetada a Jesús, golpeándole en plena boca: “¿así respondes al pontífice?”.

    Era la primera vez que una mano humana golpeaba físicamente a Jesús. Antes, en el huerto, había sufrido empellones. Luego había sido arrastrado por tirones de soga. Ahora era su propio rostro quien conocía la violencia humana.

    Jesús, quedó digno, sereno. Miró, tal vez a Anás, esperando que reprochara aquella acción indigna. Era bajo y cobarde golpear a un hombre maniatado; era injusto tratar a un simple acusado como a un criminal convicto y confeso.

    Anás se sintió satisfecho de aquella villanía... que le sacó de su gran apuro.

    Por eso Jesús se volvió discretamente a quien le había golpeado y con una impresionante dignidad dijo mansamente: “Si he hablado mal, dime en qué. Y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?

    Si antes, se sintió humillado Anás; ahora mucho más. ¿Quién era ese hombre que respondía mansamente, con lógica y calma asombrosa?

    “Este hombre no siente miedo frente a mí”. ¿Quién será?

    Y en verdad, sintió miedo Anás. Ese extraño pavor supersticioso que domina a los ilustres la primera vez que se encontraban con alguien verdaderamente más grande que ellos.

    Prefirió, por ello, desembarazarse cuanto antes de él. Se levantó nervioso. Y dio órdenes de que se lo devolvieran a Caifás, su yerno, que era, en definitiva, el verdadero responsable de este absurdo e injusto juicio.

    Anás pasará a la historia como el prototipo de hombre que hace valer sus derechos de “autoridad jubilada”, para humillar a los demás, darse importancia... y como no pudo, recurrió a la violencia baja y propia de villanos.

    Y Jesús nos da ejemplo de mansedumbre ante quienes nos traten con despotismo, violencia e injusticia. Sólo así, seremos más grandes que quien se rebaja a tales procedimientos indignos.




  • Capítulo 5: Pilato

    Ya los sumos sacerdotes decidieron la muerte de Jesús, el asesinato del hombre más justo de la historia.

    Ahora se encaminan al palacio del gobernador Pilato para sacarle la ejecución, dado que sólo el poder civil podría dar muerte a alguien. Estaban seguros de lograrla, porque sabían que Pilato era débil.

    Le llevaron con el punto más fuerte: “Jesús se dice el Mesías”. Para un romano, esa palabra oía a revolución inminente.

    Y se lo llevaron tempranito, antes de que el tribuno Pilato comenzase las audiencias habituales.

    Pero mientras se hacía completamente de día, Jesús esperó.

    Serían entre las 6 y las 8 de la mañana cuando llegaron ante Pilato. Hicieron bajar a Pilato de su cómodo asiento y estancia, porque los sumos sacerdotes judíos no podrían subir para no con contaminarse, dado que era la casa de un pagano. ¡Qué hipocresía! No querían contaminarse para poder conocer la Pascua, y, sin embargo, tenían el corazón pervertido, contaminado de odio, malquerencia y el deseo de matar a un inocente


    I. ¿QUIÉN ES ESTE PILATO?

    Nos encontramos ante una de las figuras más enigmáticas de la historia, un personaje con tantos con tantos rostros.

    Era el quinto procurador romano, que dirigió Palestina, desde que Roma se adueñó de estas tierras.

    Es una persona con doble personalidad. Por una parte muestra un enorme desinterés y casi un fastidio de verse mezclado en un asunto que no le interesa y que considera una querella intestina con el seno de un pueblo -el judío- al que desprecia. Por otro lado -y aquí está la otra personalidad- parece gustarle el tener la ocasión de mostrarse superior a sus enemigos, los sacerdotes judíos. Le agrada el que tengan que acudir a él, humillarse, y parece paladear el placer de retrasar su respuesta a lo que le piden.

    Al exterior, como buen político, parece frío e indiferente: por eso, pregunta, inquiere, da la impresión de estarse haciendo el interesante. Podía haberse limitado, sin más, a confirmar la sentencia del Sanedrín, pero prefiere comenzar de nuevo el juicio desde el principio: ¿qué acusación traéis contra este hombre?

    Los sacerdotes judíos esperaban que se limitara a firmar, sin hacer más historias.
    Pero Pilato es astuto: “Si, os molesta a nosotros, juzgadle según nuestra ley”. Este Jesús no me ha alborotado el país, es pacífico, no tengo quejas de mis policías. ¡Un punto a favor de Pilato!

    Los Sumos Sacerdotes judíos tienen muy claro su objetivo: dar muerte a Jesús desembarazarse de Jesús. Por eso lanzan acusaciones –ya no tanto religiosas (¿qué le interesaban a Pilato?) sino políticas y sociales: “Lo hemos hallado amotinando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César y diciendo qué él es el Mesías rey”. ¡Parte mentira y parte verdad!

    Los argumentos están bien elegidos para impresionar al gobernador Pilato.

    Pilato es astuto e investiga a fondo y pide al reo.


    II. SE ENCUENTRA PILATO CON JESÚS

    A solas sin esa jauría de acusadores.

    Comienza Pilato con una pregunta: “¿Tú eres el rey de los judíos?”.

    Jesús declara que su realeza trasciende las instituciones humanas. No viene a hacer competencia al César. Su reino no es de este mundo.

    Ya se daba cuenta Pilato de que Jesús era un rey distinto.

    Viene sin hombres, sin gloria, sin vestimenta fina... sin escolta... deshecho.

    No cede al entusiasmo de las multitudes.

    No se deshace en elogios de Roma, para ganarse puntos.

    Sí, Jesús es Rey. ¡Pero muy distinto a los reyes de aquí abajo! Su trono fue primero un pesebre en Belén... y después una cruz.

    De esta primera entrevista con Jesús, Pilato sacó esta conclusión: este hombre es inocente, no encontró en él ninguna culpa.

    Le dejó sólo y salió para decir, a los judíos “yo no encuentro nada”

    Los judíos seguían incitando a Jesús contra Pilato. Pilato vuelve a entrar y le pregunta “¿no dices nada?”.

    Jesús guardaba silencio. Este silencio le confirmó aún más en la inocencia del acusado.

    Salió el gobernador otra vez y comprobó la diferencia entre la serenidad del reo y la exaltación y falta de ponderación de quienes pedían su muerte.

    Pilato estaba plenamente convencido de la inocencia de Jesús; y así lo manifestó por tercera vez: “No encuentro en Él ningún delito”.

    En el comienzo del juicio estaban claramente a su favor. Después, por cobardía, irá cediendo terreno, hasta encontrarse completamente perdido.

    El Señor será finalmente condenado por un hombre cobarde, que no quiso enemistarse con Roma, para no perder el puesto de gobernador.

    Pilato si hubiese querido, podría haber encontrado abundantes testigos que habrían probado la inocencia de Jesús.


  • Aquel ciego.
  • Aquel paralítico.
  • A la chica resucitada... Todos los de Naín.
  • Todos los que fueron testigos de la multiplicación de los panes.

    Pero Pilato no estaba preocupado por la verdad y la justicia; quería salir del enredo. Estaba ya harto. Además, no quería perder puntos ante Roma.


    III. ¿QUÉ DEBEMOS APRENDER DE PILATO?

    1° Pilato fue cobarde. No debemos ser cobardes, como Pilato. Tendremos muchas ocasiones en la vida para ser valientes y no dejarnos llevar por “el qué dirán”. Hay que pedir a Dios la valentía de los primeros seguidores de Jesús que eligieron dar la vida por Jesús, antes que traicionarle, herirle, fallarle.

    2° Pilato no supo aceptar la verdad. Para él la realeza no es verdad, sino poder.
    Que nosotros seamos amigos de la verdad, busquemos y defendamos la verdad por encima de todo...

    Pero Pilato quiso darse un respiro y mandó al reo, al enterarse de que era galileo, al palacio de Herodes, rey de Idumea del sur de Judea, pero que mandaba en la Galilea, al norte. Por ese entonces Herodes estaba haciendo una visita a Jerusalén.




  • Capítulo 6: Herodes

    Vamos al palacio de Herodes, el zorro.

    ¿Cómo estaría Jesús? Cansado físicamente, psicológicamente deshecho. Parecía un juguete que se iban pasando de mano en mano.

    Herodes había oído hablar de Jesús. Pero como siempre vivía en su palacio, cómodo, entre desenfrenos y orgías, nunca vio a Jesús por los caminos. 

    Hagamos el retrato de Herodes.


    I. Estaba ansioso de oír a Jesús

    Pero era sólo curiosidad; pues era un hombre supersticioso, sensual, frívolo. Pretendió servirse de Jesús como diversión de la fiesta. 

    Quiso sacarle algunos números de magia milagrera, le hizo mil preguntas. Preguntas para satisfacer a su corte ansiosa de novedades, que rompieran la monotonía de sus desenfrenos y aburrimientos.

    Pero Jesús no le respondía nada ¡Qué contraste entre la verbosidad de Herodes y el silencio de Jesús!

    Jesús ha hablado:

    - Con maestros de Israel, como Nicodemo.
    - Con escribas y fariseos.
    - Con el mismo Pilato.
    - Con el ciego que pedía limosna.
    - Con la mujer samaritana.
    - Con pobres y potestades.

    No rechazó nunca a nadie. Buscó el diálogo con las gentes. A todos les hablaba en su lenguaje.

    Pero a Herodes no le habló. Jesús no venía con sus milagros a divertir, sino a salvar.

    Él, que era La Palabra y estaba sediento de conversar con los hombres, calla; ¿Por qué? ¿Es que no me oyen?

    ¡Dios no habla, cuando es tratado como una cosa más!

    Señor, yo sé que no hay mejor interlocutor que Tú; nadie nos ha escuchado con tanta atención que Tú; nadie nos ha tomado tan en serio que Tú. Tus palabras son las más enriquecedoras, acertadas, alentadoras. Una sola palabra tuya, Señor, sana, aquieta, consuela, purifica, orienta. El diálogo contigo siempre enriquece y llena de paz.

    Pero a Herodes no le dirigiste ni una sola palabra. No quisiste desperdiciar ni una de tus sagradas palabras con ese pobre hombre Herodes, que no tenía fondo, ni valores humanos, ni éticos, ni religiosos. Sólo vivía para sus placeres y fiestas.

    A un metro de Jesús... y no sabía a quién tenía adelante. ¡Qué lastima!


    II. ¿Qué debemos evitar de Herodes?

    Herodes tenía un alma hueca, llena sólo de diversiones, de juergas, de orgías. Cuidar nuestras diversiones y fiestas, no sea que nos vaciemos tanto que después el Señor, ni siquiera se digne dirigirnos una sola palabra como le pasó a Herodes.

    Tratemos con más respeto a Jesús en la Iglesia, en la misa, con el silencio, la atención, la concentración.

    Aprovechemos el Sagrario para intimar con Jesús y hablarle de nuestras cosas íntimas y profundas, hasta hacerle a Jesús el amigo íntimo de nuestra alma.



    Capítulo 7: Barrabás

    Herodes, enfurecido porque Jesús no le hizo caso, no le divirtió... le manda a Pilato de nuevo, pero con una capa blanca, como indicando que allá va un loco. ¿Quién será el verdadero loco?

    Y se encontró de nuevo Jesús con Pilato. La primera cosa que hizo Pilato en esta segunda entrevista con Jesús fue reconocer la inocencia de Jesús, pero de esta manera: “Así que, después de castigarle, lo soltaré”. ¿Por qué lo va a castiga, si es inocente Jesús?

    Además el castigo no era una pena leve, sino la terrible flagelación:

    Le desnudaron.

    Le azotaron Su Sacratísimo Cuerpo... hasta dejarlo lleno de cicatrices, ensangrentado.

    Pilato pensaba que con este escarmiento esos judíos y sumos sacerdotes se quedarían conformes. ¡Qué va! Ellos querían a toda costa la muerte de Cristo, y esta muerte en la cruz, que era el suplicio más horrible e infamante en ese entonces.

    Pilato seguía inventando nuevas maneras de soltar a Jesús. Se acordó, que cada año, por la Pascua, soltaba un preso, el que pedían, para demostrar benevolencia y clemencia. Pensó Pilato que el pueblo votaría a Jesús. Pero los sumos sacerdotes ya habían hecho su campaña para que no votaran a Jesús, sino al otro, a Barrabás.

    No creamos que fue una muestra de amor de Pilato. No. Era, más bien, una forma mezquina de dejar en libertad a un inocente. No le liberaba en razón de la justicia, sino por el privilegio de la Pascua. El hecho mismo de compararle con Barrabás, un bandolero, criminal, asesino, significaba una grave ofensa a Jesús.

    Al oír Pilato que la gente pidió a Barrabás, se quedó helado. “¿Y qué haré con Jesús llamado el Cristo?”.

    ¡Qué pregunta tan importante! Con esta pregunta Pilato abdicaba prácticamente de su potestad de juez y se la regalaba a una multitud enloquecida.

    Aquella turba había perdido todos los frenos, más de la mitad de esa turba era partidaria de Barrabás, que estaban allí por el indulto pascual.

    Se oyeron aquellas voces terribles que golpearon con tanta fuerza al alma del Señor: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale!

    ¿Por qué? -se preguntaba Pilato. Puro rencor, envidia. No había otras razones.
    ¡Es el pago de tanto amor, de tantos desvelos de Jesús para con los hombres! ¡No le querían! ¡Le odiaban! 

    ¡Jesús y Barrabás! El Señor, con la cabeza baja, codo a codo con el asesino. El mismo Barrabás estaba admirado por haber sido preferido al dulce Maestro de Galilea.

    Crecía el tumulto, y Pilato tuvo miedo. Quiso quitarse de encima a esta turba enfurecida.

    Pero aún no quería ceder a la multitud y buscó una nueva componenda: se volvió a los guardias que escoltaban a Jesús y les mandó que lo azotaran, al mismo tiempo que daba órdenes de que soltaran a Barrabás.

    Pilato fue cediendo poco a poco. No fue él quien mandaba... le mandaron los demás ¡Cuántas veces nos pasa a nosotros que no somos nosotros los que mandamos en nuestra vida, nuestra inteligencia y voluntad, lo más noble que tenemos, sino la peor parte de nosotras: nuestras pasiones, miedos!




    Capítulo 8: Los soldados de Pilato

    Pilato mandó flagelar a Jesús con el fin de mover a compasión a la turba en un último intento de liberarlo de la muerte. Era tan brutal este castigo que estaba prohibido por ley aplicarlo a los ciudadanos romanos. Los judíos no daban más de 40 golpes. Pero Jesús fue azotado por romanos o mercenarios, y éstos no tenían límites. Dependía de la resistencia de los verdugos.

    Utilizaban el flagellum de correas, que solía tener en sus extremos huesos o bolas de plomo, e incluso puntas de hierro, que se clavaban en las carnes del azotado.

    El reo era atado por las muñecas a una columna baja, quedando el pecho apoyado sobre la parte superior y las espaldas desnudas para recibir los golpes, que alcanzaban hasta el vientre y el pecho, y aun el rostro. A veces la flagelación causaba la muerte del desgraciado.

    En la Sábana Santa se aprecia que las huellas de la flagelación de Jesús se hallan distribuidas por todo el cuerpo, y no sólo por la espalda. Pueden contarse hasta 90 golpes de flagelo.

    Jesús quedó deshecho y temblando. Sentía la vergüenza de la desnudez. Su cuerpo era el de un hombre. Su miedo el de un hombre. Su soledad, en medio de esa jauría era soledad de un hombre. Sangraba por todas partes. El cabello, tal y como se ve en las huellas de la Sábana Santa, está lleno de regueros de sangre, unos finos y otros más gruesos. Toda la cabeza se halla repleta de pequeñas heridas punzantes, causadas por la corona de espinas que cubría hasta lo más alto del cuero cabelludo hiriendo todo él, desde la frente hasta la nuca. Los regueros de sangre más gruesos, corresponden a las principales venas y arterias cerebrales, de la frente y la sien.

    Él había dicho: “amad a los que os odian”. Silbó el cuero del látigo en el aire. “Haced el bien a los que os maldicen... ofreced la mejilla izquierda a quienes os abofeteen en la derecha”.

    Después de la flagelación, vinieron las burlas; le escupían, le ponen en la mano una caña... le quitaban la caña, le golpeaban la cabeza... le daban bofeteadas.

    Le humillaron como a un tonto que no se defendía.

    El más hermoso de los hijos de los hombres perdió su belleza, hecho un gusano.

    Cuando estemos mal, o suframos, tengamos a este Jesús sufriente como compañía.

    Él nos mirará con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas y olvidará sus propios dolores para consolar los nuestros.

    Rápido nuestra alma recuperará la paz y la serenidad, y encontraremos fuerzas para seguir adelante.

    La gente esperaba fuera. Entonces salió Pilato y les mostró a Jesús. Apenas se tenía un pie. Estaba desfigurado, encogido por los golpes, el rostro con la saliva de los soldados y lleno de cardenales por las bofeteadas y los palos.

    Llevaba un manto de púrpura y la corona de espinas.

    Y les dijo Pilato: “Ahí tenéis al hombre, el hombre peligroso que decís vosotros. ¿Qué daño puede hacer?”.

    Nada más verlo los sumos pontífices comenzaron a gritar con gran violencia: ¡Crucifícalo, crucifícalo!

    Pilato les respondió: Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no encuentro culpa en él. El procurador se ha venido abajo por completo. No esperaba esta reacción de la multitud.

    En medio de la confesión, los judíos sacan a relucir el verdadero motivo por el que le había condenado el Sanedrín: decía ser el Hijo de Dios, el Mesías esperado.

    Pilato se lavó las manos y dijo: “Soy inocente de esta sangre”. Sus manos inocentes, pero su boca condenó a Jesús. Su cooperación en la muerte de Cristo fue cooperación formal... la material se la dejó a sus soldados.

    ¡Jesús condenado a muerte!

    Jesús deseaba esta hora... para esto había venido. Va a la muerte con toda lucidez. Por encima de sus dolores físicos y morales desea cumplir la voluntad de su Padre y así rescatar a los hombres del pecado.

    Obedeció a su Padre hasta dar la vida en la Cruz.



    Capítulo 9: Camino al Calvario

    I. El PESO DE LA CRUZ

    Con la cruz a cuestas, este Cordero inocente, va camino al degüello.

    Llevaba el palo transversal de la cruz, atado por detrás sobre los omoplatos. Este peso y esta posición, con los brazos sujetos al palo, hacían bascular terriblemente a Jesús cuando andaba. En esta postura le resultaba difícil mantener el equilibrio, con lo que caía con frecuencia al suelo, siempre de cara y sin poder protegerse con las manos, parando el golpe con la nariz y el rostro. En la Sábana Santa se descubrieron unas grandes contenciones y cardenales, y unos arañazos largos y profundos en la zona alta de la espalda, por culpa de ese palo transversal. ¡Por si hubiera sido poco la flagelación, los azotes!

    Muchos le miraban con pena y desconcierto; para otros, el cortejo de aquel condenado a muerte, tenía un cierto aire festivo.

    A muchos los conocía. Eran hombres y mujeres a quienes había hecho algún milagro, algún favor, algún beneficio. ¡Qué ingratos somos los hombres! ¡Qué rápidamente nos olvidamos de quienes nos han hecho algún bien!

    ¡Qué dolor para Jesús! Al peso de la cruz se une el peso de la ingratitud, del desprecio, de la humillación. Y todo esto le hace caer varias veces.

    De nosotros esperaba compasión, ayuda, solidaridad... y sólo recibió desprecio, desinterés y ofensas.

    Pero durante este trayecto penoso y terrible, encontró el alivio, el consuelo de su madre, de Juan, de Simón de Cirene, y de unas buenas mujeres.


    II. EL ENCUENTRO CON SU MADRE

    Quedó sobrecogida por el estado en que se encontraba su Hijo. Al principio casi no lo reconoció... por las caídas, los golpes, la falta de aliento y de agua.

    El dolor de María alcanzó la cima en la Pasión, donde participó de modo singular de la Redención llevada a cabo por su Hijo.

    ¿Qué se dijeron María y Jesús? Se miraron. Quizá intercambiaron alguna palabra. Su madre animó a su Hijo para que siguiera adelante en el camino de la cruz.

    Cada corazón, el de María y el de Jesús, vierte en el otro su propio dolor. El de ambos estaba lleno de amargura, de pena, de dolor.

    “¡Oh vosotros cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor!”.

    María contempla la soledad de su Hijo. Casi todos le han abandonado. Y le consuela a su Hijo. ¡Qué dulce consuelo! ¡Cómo alivió a Jesús este encuentro con su madre!

    ¡Jesús esperaba y deseaba este encuentro! ¡Cuántos recuerdos de infancia! Belén, Egipto, Nazaret... ahora la quiere aquí, en el Calvario.

    Yo también la necesito a María es esos momentos de oscuridad, de noche, de dificultad, de dolor. Cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así tengo yo que clamar: ¡No me dejes, madre!


    III. SIMEÓN DE CIRENE

    Jesús estaba muy débil y se veía tropezar con frecuencia. Parecía que no iba a llegar a la cima. Y quienes le habían condenado tenían mucho interés en que llegase con vida hasta la cruz. Querían un hombre crucificado, no un cadáver para enterrar.

    Por eso, a uno que pasaba le obligan a llevar el travesaño. Le obligan, porque no hubo nadie con entrañas.

    ¿Dónde estaban los apóstoles para echarle una mano? Nadie se presentó. 

    Jesús sintió alivio físico, con la ayuda del Cireneo . Le agradeció con una mirada, con un gesto. Primero, la llevó con enojo y fatiga... y poco a poco, su ira se derretía ante los ojos mansos y serenos de aquel hombre que, nada tenía que ver con los condenados corrientes. Primero, enojo. Después piedad, y finalmente amor. 

    Simón nunca llegó a imaginar que aquel sería el día más grande de su vida. ¡Ayudó al Hijo de Dios en su camino hacía la cruz! Podemos pensar que participaría en el descendimiento y estaría cerca de María.

    Yo también puedo ser Cireneo de Jesús, ayudando a quién lleva una cruz más grande que la mía. 


    IV. LAS SANTAS MUJERES

    “Lloraron y se lamentaban por él”. Más no podían hacer. No tenían ni voz ni voto.

    Jesús se despreocupa de su dolor, y las consuela. Siempre olvidado de sí mismo y volcado a los demás. ¡Cuánto nos cuesta a nosotros esto! Nuestro dolor nos hunde y nos cierra a los demás.

    La tradición nos habla de la Verónica. ¡Otro consuelo para Jesús! Cada vez que yo enjugo el rostro de algún hermano necesitado, se lo hago a Jesús y en mi alma queda estampada la figura de Cristo.


    V. EL BUEN LADRÓN

    Cuánta verdad se esconde detrás de las palabras: “He venido a buscar a los pecadores”. No desaprovechó ni un minuto de su vida para abrir su corazón al pecador.

    Ahora, ya en la cruz, se encuentra con dos ladrones. O mejor, estos ladrones tienen la suerte de encontrarse con Jesús ahí, en el Calvario.

    Nadie que se acerque a Jesús queda indiferente: o le acepta y le ama, o le odia y le desprecia. No hay término medio.

    Uno de ellos, es mal ladrón, se une a los insultos de todos, con blasfemias. No dejó que Cristo tocase la profundidad de su alma. No se abrió a Jesús y a su cruz salvadora, sanadora, purificadora. Se cerró. El otro, el buen ladrón, se abrió a Jesús.

    En primer lugar le llama el ladrón le llama con el dulce nombre de Jesús. ¡Qué familiar le resulta Jesús! Sin duda que había oído hablar de él. ¿Quién no había oído hablar de Jesús en ese tiempo? ¿Y también en este tiempo?

    En segundo lugar, le pide al menos un recuerdo en el Reino: “Acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino”. Quiere decir que es un judío creyente, que había tenido un proceso de conversión progresivo, que culminaba ahora aquí junto a la Cruz de Cristo, junto a Cristo en la cruz. El dolor y el encuentro con Cristo Crucificado le había empujado a la conversión moral y religiosa. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.

    Estas palabras del ladrón fueron un gran consuelo para Jesús. Y realmente este ladrón robó un pedazo de cielo y el corazón de Jesús. Sus palabras fueron para Jesús una bocanada de oxígeno en aquella tarde cerrada a todo consuelo.

    Y Jesús no sólo le promete un recuerdo, sino que le da el don de los dones: el cielo: “Hoy estarás conmigo...” ¡Qué misericordia la de Jesús!

    Un ladrón arrepentido fue el primer santo canonizado por el mismo Jesús. ¡Qué bien aprovechó este hombre su última oportunidad!

    El fruto y el premio a nuestros sufrimientos, si los unimos a Jesús, es el cielo. Y el cielo es estar con Jesús, disfrutando de su presencia suave, tierna y llena de amor. ¡EL cielo es un premio!


    VI. EL CENTURIÓN

    Jesús acaba de morir, después de una terrible agonía. Y ocurren fenómenos extraordinarios: las tinieblas cubren hasta la hora nona, el velo del templo se rasgó en dos partes, la tierra tembló y las piedras se partieron. Todo esto revela la magnitud de la muerte de Jesús. Dice san Jerónimo que las tinieblas expresan el luto del universo por su Creador, la protesta de la naturaleza contra la muerte injusta de su Señor.

    El velo que se rasga significa que concluyó la antigua ley.

    Las multitudes, al ver todo esto, se llenaron de temor. Tomaron conciencia de que algo muy grande había sucedido. Muchos se volvían a la ciudad golpeándose en el pecho.

    El centurión, romano, que había ejecutado la sentencia se llenó de un santo temor que hizo una hermosa confesión: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

    Fue un santo temor lo que le llevó a la fe, o al menos, a los inicios de la fe. También algo muy grande había sucedido en su alma: un terremoto, el velo cayó... y se abrió el cielo en su corazón.

    El centurión es uno de los primeros frutos de la muerte de Cristo en aquellos mismos que le habían crucificado. 

    ¡Qué duda cabe que se bautizaría y sería un cristiano que guardó como un tesoro las pertenencias de Jesús que le habían tocado en suerte en el reparto!

    ¡Cuántos hombres necesitan como este centurión un terremoto en el alma, como un aviso, para que crean en Jesús!

    ¡Cuántos tenemos el alma dura como piedra, y necesitamos este terremoto que rompa nuestra piedra!

    Necesitamos ese santo temor, que nos haga comprender la gravedad de nuestro pecado, como ofensa a Dios nuestro Señor, y la posibilidad real que tenemos de perder a Dios eternamente, si no cambiamos de vida.

    Y al santo temor hay que añadir el amor.

    El amor nos hará apresurar los pasos hacía Dios, y el santo temor nos hará ir mirando adónde ponemos los pies para no caer.


    VII. JOSÉ DE ARIMATEA Y NICODEMO

    Dos hombres ricos. Fariseos cumplidores de la ley. Abiertos a la verdad. Pero miedosos. Les comía el respeto humano.

    Se dieron cuenta de que el juicio de Jesús tenía cariz injusto... y no movieron prácticamente un dedo. Tal vez, alguna frase para ablandar al tribunal, pero nada eficaz. Tenían miedo.

    En vida, nada por Jesús.

    Y una vez muerto, se desviven por Jesús.

    La regala José su jardín y un sepulcro.

    Y Nicodemo le trae aromas y su dolor y pena.

    Son prototipos de los cristianos cobardes, que temen el que dirán, que aman más su fama y su pellejo que a Jesús, que ciertamente no arriesgan nada por Jesús.

    Ciertamente José no había dado el consentimiento a la sentencia del Sanedrín. Es verdad. Pero tampoco hizo nada eficaz para salvar a Jesús. ¿Por qué ahora tanta diligencia para ofrecer su jardín, un sepulcro nuevo, un lienzo sin estrenar?

    Nicodemo lo mismo: llevó mirra y áloe en abundancia. ¡33 Kilos! Un gesto de piedad. Está bien. Pero, ¿y en vida?

    Tal vez la muerte de Jesús le fue abriendo a la fe. Y después fueron discípulos audaces de Cristo. 



    Capítulo 10: Personajes de la Pasión: Conclusión


    El sufrimiento y la Pasión de Cristo no han terminado.

    Cada vez que pecamos conscientemente estamos renovando la Pasión de Cristo, su Getsemaní y su Calvario, la flagelación y la coronación de espinas, los golpes y los insultos.

    ¿Cuándo dejará Cristo de sufrir? Cuando nos decidamos a serle fieles, cueste lo que cueste. Cuando nos decidamos a ser santos, santos de verdad, en nuestro día a día, y en el cumplimiento de nuestros deberes de estado, y en la fidelidad a los mandamientos de Dios.

    Cristo tiene corazón y por eso sufre cada una de nuestras ingratitudes y desprecios. Y no hay derecho. Él es el Amigo incondicional, el Salvador de todos. Nunca nos ha ofendido en nada. ¿Por qué vamos a herirle nosotros? Recuerda lo que le dijo Jesús a santa Margarita María de Alacoque: “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y no recibe de ellos sino ingratitudes y desprecios; al menos tú, ámame”. 

    Te lo dice a ti y a mí: “Al menos tú, ámame”.

    Cristo quiere amigos que le amen, que le echen una mano en la gran empresa de la redención de la humanidad. ¿Serás tú uno de ellos? ¿O quieres ser uno de tantos que le clavan espinas en su noble cabeza, le escupen su cara sacrosanta, se ríen de Él villanamente, le azotan cruelmente su bendito cuerpo, y pisotean su sangre purificadora?

    No te desalientes si hasta ahora no has sido un amigo fiel de Cristo. Puedes serlo desde hoy, si quieres.

    Acércate a Cristo, pídele perdón desde lo más hondo de tu corazón, y proponle seguirle, amarle, defenderle y hablar de Él por todas partes.

    Sé tú consuelo para Cristo. Enjúgale su rostro con tu vida fervorosa. Dile que prefieres morir antes que ofenderle gravemente.

    Entonces, sí puedes llamarte auténtico amigo de Cristo, el Hijo de Dios vivo.



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