No es bueno perderse en la ensoñación de un futuro grandísimo.
Queremos ser mejores, queremos superarnos pero haciendo algo que realmente sea toda una proeza, ¡que se vea!
Queremos alcanzar la perfección y la santidad, pero...eso será
"mañana" porque ahora estamos muy ocupados, tenemos miles de problemas.
Tal vez cuando estos se resuelvan. Si nos falta salud, cuando estemos
bien. Si estamos cansados, cuando tengamos mejor ánimo.
Todos nuestros buenos propósitos se quedan en "eso", para un mejor
momento, para "mañana"... Y la vida se nos va y no nos damos cuenta que
es, esa vida, que son la suma de los instantes, de las horas, los días y
los años en que vamos dejando pasar todas y cada una de las pequeñas
cosas que podrían ser fruto de nuestra santidad.
En las cosas pequeñas está la verdadera santificación si las sabemos
vivir, si sabemos convertir lo ordinario en lo extraordinario.
Si queremos realizar este milagro en nuestra vida pensemos en
Cristo. Fue Dios tanto en la cruz como cuando niño ayudando a su Madre
en las cosas del hogar, obedeciendo a José en el trabajo humilde y
sencillo de la carpintería, en unas mil cosas pequeñas con las que fue
formando su vida hasta hacerse hombre.
Es difícil que siguiendo los pasos de Cristo dejemos todo y nos
lancemos a predicar, a ser apóstoles recorriendo el mundo. Es difícil
que seamos mártires por defender nuestra fe - que si los hay y su vida
es una entrega total - pero nosotros sí lo podemos imitar en lo que fue
su vida oculta en la rutina de todas las cosas de todos los días, esas
que nos parecen tan insignificantes, tan simples que no les damos la
mayor importancia.
En nuestro diario convivir con los demás, ¿por qué no somos más
tolerantes, más generosos? ¿por qué pensamos siempre en nosotros y en
todo lo que nos satisface?. Si en todas las cosas, por pequeñas que
sean, ponemos el máximo esfuerzo de hacerlas bien, el resultado será la
suma de todas ellas que nos darán, al final de la jornada, un día bueno,
un día santo.
Las cosa simples, pequeñas, vendrán a nosotros, saldrán a nuestro
paso en el diario vivir y es entonces cuando tenemos que tener el ánimo
presto, la voluntad decidida. El momento heroico de saltar de la cama, a
su hora, para no llegar tarde y cumplir con nuestro deber; ese trabajo
que tanto nos fastidia hacerlo con gusto, con amor; esa sonrisa al
compañero, ese buscarle alguna virtud en vez de dejarnos llevar por la
fácil pendiente de la crítica; ese saber escuchar; ese templar la
voluntad no saboreando la golosina que nos ofrecen; ese saber esperar un
rato más para saciar nuestra sed; esa valentía de no escudarnos en la
mentira fácil; esa forma de estar siempre dispuestos a servir en vez de
ser servidos; ese ofrecer cualquier contrariedad, incomodidad o dolor,
para que estas cosas adquieran su verdadero valor y no se pierdan; esa
paciencia ante las personas o cosas que quieren sacarnos de quicio; esa
esperanza, esa fe, ese amor; ese toque de alegría en nuestra rutina; esa
paz que tenazmente pretendemos poner o dejar en el corazón de los
demás; esa conformidad para las cosas inevitables, aceptándolas,
aprendiendo a decir en todos los momentos: "Hágase Tu Voluntad, Señor"
No esperamos a ese "mañana" cuando todas las cosas estén en perfecto estado y a nuestro gusto.
Empecemos hoy, ahora, en este mismo momento.
Antes de que nos podamos dar cuenta se nos presentará la oportunidad
de santificarnos en estas cosas tan nuestras de todos los días. En las
cosas simples, en las cosas pequeñas, esas, que no nos dan más, esas
son, las que harán que nuestra vida merezca ser vivida en todo lo que
vale.
Hay una y mil cosas que creemos que nos darán la felicidad pero no
nos damos cuenta de que en cuanto logramos lo que deseábamos pasamos
inmediatamente a anhelar otra cosa para ser felices. Y es que las cosas
que nos llegan de afuera, del exterior, no nos satisfacen plenamente
pues es en nuestro interior donde tenemos que experimentar el verdadero
valor de cada cosa. Muchas veces las grandes victorias, los grandes
triunfos, los grandes acontecimientos nos dejan más vacíos que una
pequeña cosa, casi insignificante pero que vino a inundar nuestra alma
de una sensación profunda de felicidad.
Una caricia, una sonrisa, una frase amable, una mirada tierna,
alguien que se paró a escucharnos, un beso, una palabra de aliento, una
tarde soleada, una carta o mensaje de alguien que está lejos, el estreno
de unos zapatos o de un vestido que fue un sacrificio comprar, un
encuentro con alguien que hacía mucho tiempo que no veíamos, un perdón,
una reconciliación, ver un capullo convertido en flor, mirar la lluvia
que lava y moja las hojas de los árboles, el olor a tierra húmeda y
barbechada, una puesta del sol, contemplar el mar y sus cambiantes olas,
la caricia de la brisa al tardecer, una noche estrellada, sentir una
mano pequeñita y confiada en la nuestra, saber que en nuestro hogar hay
alguien que nos espera con amor, tener la fortuna de una sincera y buena
amistad... en fin tantas y tantas cosas que no nos dan más, que no les
damos el valor que tienen y que dejamos pasar sin darles importancia y
que son ellas las que, sin hacerse notar, nos dan la felicidad.
Esa felicidad sencilla y simple pero inmensamente grandiosa de las
cosas pequeñas. Aprendamos a ser felices con ellas pues el que sabe
aprisionarlas y gozarlas, bien puede decir que encontró la mágica
fórmula para ser feliz. No las dejemos ir sin darles el valor que
tienen.