Dame de beber
Nos encontramos viviendo la Cuaresma. Preparando nuestro corazón para que pueda irradiar la luz de Cristo Resucitado en la Pascua. Esa luz que recibimos el día del Bautismo y que en la Confirmación prometimos no ocultarla jamás.
Uno de los signos de la Cuaresma es el desierto. Ese lugar inhóspito, deshabitado, silencioso, sin plantas, caracterizado por la falta de agua. Es el lugar de la soledad, del sufrimiento, del cansancio, de la oración…Dios habla en el silencio. Dios habita en la profundidad del corazón. Dios le habla a cada uno de manera tal que lo pueda comprender. Como un padre o una madre les hablan a sus hijos pequeños.
“Lo que embellece el desierto es que esconde un pozo en cualquier parte”. “Dame de beber”. “Tengo sed de esta agua”. Estas son palabras del Principito al aviador, cuando luego de una larga caminata a través del desierto, encuentran un pozo de agua. Y es a causa de este pedido que el aviador comprende qué era lo que el Principito deseaba. “Esa agua era más que un simple alimento. Había nacido de la caminata bajo las estrellas, del canto de la polea, del esfuerzo de sus brazos. Era buena para el corazón”. Al libro de Saint Exupéry siempre se le puede encontrar algo nuevo, por más que se haya leído y releído muchas veces.
Es duro soportar la sed. Sentir la necesidad de beber y no poder hacerlo por falta de agua. Jesús sintió sed más de una vez. Tenía las necesidades humanas porque es hombre. Es hombre y es Dios. San Juan nos habla en el Evangelio de la sed de Jesús, cuando un mediodía, cansado luego de una larga caminata rumbo a Galilea, se sentó junto al pozo de Jacob, en Samaría, (Juan 4,5-26) a esperar a una mujer samaritana. Porque, sin duda, no es casualidad el encuentro del Señor con esa mujer sino obra de la Providencia Divina. Ella va a buscar agua a ese pozo profundo y Jesús le dice: “Dame de beber”. La samaritana reacciona extrañada. No entiende cómo un judío habla con una mujer, samaritana para colmo, ya que la enemistad entre ambos pueblos existía desde mucho tiempo atrás. ¿Quién este hombre que le pide agua con humildad y que, paradójicamente, le asegura que él posee un agua viva capaz de apagar la sed para siempre? Y compara esa agua viva con un manantial interior que mana hasta la vida eterna. ¡Jesús es esa agua viva!
La mujer confunde las palabras del Señor y ve en ellas la posibilidad de no tener que volver al pozo a buscar agua. ¡Qué alivio! Ante el giro que va tomando la conversación, el Divino Maestro, toca ese lugar del corazón, ese desierto, esa profundidad, donde la mujer guarda su secreto, su historia personal, y le habla de su pasado y de su presente. Hay en ella asombro, silencio, sacudón de la conciencia.
¿Por qué esta mujer había tenido cinco maridos? ¿Había quedado cinco veces viuda? ¡Era alguien de mala fama? ¿La habían abandonado esos hombres? No lo sabemos. La samaritana desvía el tema hacia lo formal religioso, pregunta dónde se debe adorar a Dios, si donde lo hacen los samaritanos o en Jerusalén, como los judíos. Jesús le responde que el Padre quiere adoradores verdaderos. Dios es espíritu y por eso quienes lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad. Lo importante no es el lugar.
¡Qué transformación profunda produce en el alma de esta mujer el encuentro con Jesús, que deja todo, se olvida el cántaro y corre a contarles a sus vecinos lo sucedido! ¡Se convierte en apóstol! ¡Una mujer! ¡Una samaritana! Y ellos le creen. No es la misma mujer que iba todos los días al pozo. ¡Es una nueva mujer! Una mujer valiente. Que tiene el coraje, la fuerza para volver a empezar, a pesar de todo. Tiene esperanza.
Jesús tenía sed, pero fue más importante para él sacar a la mujer del pozo, de la oscuridad en que se encontraba, que saciar su sed. Volvieron los apóstoles con alimentos, que tampoco probó porque Él vino para hacer la voluntad del Padre. Ese es su manjar más delicioso. Y la voluntad del Padre es que todos los seres humanos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Timoteo 2,4). Para eso vino Jesús. Eso es lo urgente. Él, ayer a la samaritana, y hoy a cada uno de nosotros, le habla al corazón. Porque como le explicó el zorro al Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”.
© Ana María Casal