El tiempo pasa. La vida no se detiene. Llega un nuevo cumpleaños.
De niños, o también de grandes, el cumpleaños es el momento de los
festejos. El pastel, las velas, las canciones, los aplausos, los
regalos...
En cada cumpleaños recordamos a los propios padres. Fueron ellos
quienes, desde su amor, se abrieron a la esperanza y a la vida. Fueron
ellos quienes soportaron días y noches de lloriqueos o de caprichos.
Fueron ellos quienes lavaron, compraron, levantaron, curaron, dieron de
comer a un pequeñuelo indefenso y necesitado.
Recordamos a otros familiares: hermanos, abuelos, tíos, primos,
sobrinos. En cada familia, ¡cuántas relaciones no sólo de carne y de
sangre, sino de afectos y de cariño sincero!
Recordamos a educadores: en una primaria con niños que jugaban y que
no sabían cómo escribir letras misteriosas, y en otras etapas de
formación, donde hombres y mujeres dieron lo mejor de sí mismos para
introducirnos en el mundo inmenso de la ciencia.
Recordamos a médicos, enfermeros, practicantes, farmacéuticos,
profesionales de la salud, que nos “cosieron” una herida profunda, que
nos dieron la medicina adecuada para curar una infección maligna, que
nos sonrieron para hacer más llevadero el momento de esa inyección tan
dolorosa.
Recordamos a catequistas, religiosas y laicos ejemplares; a
sacerdotes que nos dieron los sacramentos, sobre todo ese magnífico
regalo de la Eucaristía y ese encuentro purificador en cada confesión de
los pecados.
Recordamos, en definitiva, a Dios. Él quiso nuestra llegada al
mundo. Él quiso acompañarnos en tantas situaciones difíciles y en tantas
alegrías. Él quiso iluminar los momentos de oscuridad y de dudas. Él
quiso abrir ventanas de esperanza ante la pérdida de un empleo, el
inicio de una enfermedad, o las caídas en ese mal tan destructivo que se
llamada pecado.
Los festejos han terminado. Vuelve la vida ordinaria. El corazón ha
sentido algo parecido al perfume de jazmines y al canto de los
petirrojos: la belleza de una vida que inicia desde la bondad y que
avanza, día a día, hacia el encuentro eterno con el Padre que nos ama, y
con tantos seres queridos que fueron, o siguen siendo, faros de
esperanza y de alegría.
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P. Fernando Pascual LC