domingo, 3 de julio de 2011

FE DE OBRAS...


  Fe de obras



Hay una profunda diferencia entre estas dos clases de fe: Creer en alguien o creer en algo. 

La fe que salva, que cura y que da poder es una fe centrada en Dios como ser, más que una fe doctrinal. 

Es una fe que nace de una relación amorosa con Dios y que se refleja en buenas acciones y una vida correcta. 

Una fe viva es la fe que da fuerzas en las crisis y no se tambalea tan fácil cuando llegan las penas. 

Todo lo contrario de lo que pasa con una fe superficial y ocasional que se cae como árbol sin raíces en la tempestad. 

La fe actuante que yo necesito es aquella de la que habla así el apóstol Santiago en su carta: 

"Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta". 2, 26 

Con una fe viva puedo alejar los temores, puedo confiar y puedo esperar días mejores lleno de optimismo. 

MANOS DE CRISTO...

Manos de Cristo

Manos de Cristo, manos de carpintero
Yo no imagino aquellas manos forjando lanzas, forjando espadas
Ni diseñando nuevos modelos de bombarderos.
Aquellas manos, manos de Cristo
Fueron las manos de un carpintero.

Manos de Cristo encallecidas
Labrando cunas, haciendo arados, labrando vidas.
Yo no imagino aquellas manos
Entretenidas entre cañones, entre granadas
Aquellas manos encallecidas
Se encallecieron labrando vidas.

Manos de Cristo, manos divinas de carpintero.
Yo no imagino aquellas manos
Cristalizando tareas humanas
Sino forjando labor creadora
Aquellas manos, manos de obrero
Edificaron hora tras hora

Entre las manos felicitadas
Que hacen cruceros y bombarderos
No están las suyas!
Las suyas llevan marcas de clavos
Son manos heroicas, de sacrificio

Aquellas manos, manos sangrientas
Fuertes, nervudas, manos de acero
Son manos recias de carpintero
Que quietamente labran nuestras vidas.

ORACIÓN DE FE


SER MANSOS Y HUMILDES...


SER MANSOS Y HUMILDES...

Hoy nos trae el evangelio palabras muy hermosas de Jesús. Hay dos partes o dos temas: una oración agradecida y una invitación a seguirle en la humildad y en la  mansedumbre. Jesús pronuncia una oración; pero no es para pedir nada, sino para dar gracias a su Padre del cielo. Da gracias por algo que está constatando por experiencia: y es que los mensajes de salvación, que predica, lo captan los pobres y sencillos, mientras que los “sabios y entendidos” no lo llegan a entender. Estos son los que creen que no necesitan nada, que lo tienen todo solucionado, y sin embargo están aprisionados por el egoísmo, por los vicios, por la autosuficiencia.

Dios se revela principalmente a los sencillos, a los que tienen el corazón de pobre, porque no dejan que el egoísmo les prive la claridad de su mirada para percibir la naturaleza del Reino de Dios. No quiere decir que por el hecho de ser pobre u oprimido esté uno ya en el Reino de Dios; sino que las riquezas, sabiduría y grandeza, según el mundo, pueden constituir un grave obstáculo para el Reino de Dios, y que los pobres están en mejor condición de escuchar su mensaje.

Jesús da gracias a su Padre porque ve que hay muchas personas sencillas que captan en su corazón, con propósito de ponerlo en práctica, los mensajes del evangelio, mientras que la gente orgullosa se aparta. Cuando un predicador predica la palabra de Dios, si lo hace con humilde y sincero corazón, debería dar gracias a Dios, porque siempre hay alguna persona sencilla que está aceptando esa palabra.

Algo que los orgullosos judíos no querían comprender del mensaje de Jesús es sobre el sentido de Dios Amor y la salvación por medio de un Mesías sencillo y humilde. Los judíos siempre habían pensado que el Mesías debía ser triunfante y nacionalista, al estilo del rey David, o diplomático y rico como Salomón. Pero ya el profeta Zacarías, habla del Mesías, que se distingue por la humildad, la justicia y la paz. Esas características de Mesías humilde y pacífico se las atribuye Jesús a sí mismo y son signos del Reino de Dios, de modo que sus discípulos se deberán distinguir por esas virtudes, y el proyecto del Reino estará más al alcance de los pobres y de los excluidos.

Después Jesús hace una invitación para acoger a los que están fatigados y cargados. Y nos dice que su yugo es suave y su carga ligera. Para los que ven las opciones o exigencias evangélicas desde fuera, sin fe, es muy posible que estas cargas las vean abominables o insufribles; pero para quien tiene fe y se adentra en el mensaje de Jesús y lo acepta con amor, la paz y la mansedumbre se hacen más suaves, con la misma ayuda del Señor.

El yugo que Jesús impone no es ligero porque sea menos exigente, como si se tratase de una moralidad muy permisiva, sino porque El hace ligero el peso con su solidaridad y su participación. El es el primero entre los pobres, los sencillos y los mansos. Es el primero que carga con la cruz y hace más soportable al que le sigue en cercanía.

Ser manso significa ser violento con uno mismo, pero suave con los demás. Es saber vencer el egoísmo y odio que surge en el corazón para llenarlo de amor. Muchas veces echamos cargas sobre los demás. La actitud del discípulo de Cristo es ir quitando cargas o ayudando a sobrellevarlas. Es la ley del amor.

La misa del domingo debería ser como un descanso en Jesús. Es un acudir a Jesús en medio de las dificultades y cansancios de la semana para recibir paz en el alma. Hay ocasiones en que se pierde o disminuye el sentido de la vida. Nuestra fe nos dice que en la Eucaristía está Jesús presente. El es nuestra paz, es el descanso para el alma. No se trata de que se quiten los problemas, que quizá sigan, sino de poner amor en medio de esos problemas. Y al mismo tiempo que sirva para darle gracias a Dios por tantas cosas buenas que nos da continuamente.

Enviado por el P. Silverio Velasco (España)

ESPERAR MÁS ALLÁ DE LA TORMENTA


Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Esperar más allá de la tormenta
Creí que el viaje iba a ser sencillo. El día claro, el mar sereno. Los pronósticos eran buenos. La tormenta, sin embargo, ha llegado.
 




Las olas aumentan. El viento sopla fuerte. La nave sube y baja, como un juguete. El mareo domina a tripulantes y pasajeros.

Comienzo a tener miedo. Creí que el viaje iba a ser sencillo. El día claro, el mar sereno. Los pronósticos eran buenos.

La tormenta, sin embargo, ha llegado. Las seguridades dejan de serlo. Las olas golpean, una y otra vez, a la barca, que parecía fuerte y firme en los momentos de bonanza.

También la barca de la Iglesia sufre por las olas. Traiciones y pecados, ambiciones y envidias, lujurias y soberbias, rencores y apatías.

Fuera, críticas mordaces, llenas de rencor, deseosas de venganza. Dentro, la cobardía de los “buenos” que no lo eran, la desfachatez del hermano que traiciona por la espalda, la perfidia de quien se deja arrastrar por pasiones miserables sin alcanzar a percibir el daño que provoca en sus hermanos más frágiles.

Tengo miedo, sí, ante tantas críticas, ante tanto escándalo, ante tantas voces, ante tantos dedos inquisidores. Tengo miedo de mí mismo, porque nadie puede decir que no caerá donde otros han caído, porque yo puedo llegar un día a ser un traidor y un enemigo dentro de la barca de la Iglesia.

Luego, dentro, como un susurro, una voz me invita a confiar. “No temas”. ¿Quién la dice? ¿Desde dónde quiere darme confianza? ¿Por qué ahora ese sonido interior, casi imperceptible?

Es difícil recuperar el valor cuando las olas arrecian y cuando parece que no hay manera de controlar la nave. Pero si recordamos que Dios es omnipotente, que la gracia vence el pecado, que la última palabra de la historia la pronunciará el Cordero sacrificado, entonces surgen fuerzas que no son humanas, que vienen de los cielos...

El miedo ha quedado a un lado. La invitación de Cristo a no temer brilla con una belleza indescriptible. Es la hora de esperar a pesar de la tormenta.

Empezamos nuevamente a trabajar, como siervos inútiles pero disponibles, para que el Evangelio pueda dar esos frutos de amor y de esperanza que tanto necesita cada corazón humano.
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