¿Perdonar? ¡Sí! Pero ¿cuánto?
El domingo pasado nos quedábamos en una comunidad de hermanos que se aman, se necesitan y se perdonan. Y, como siempre, todo tiene un límite: la paciencia cuando se resquebraja, las personas cuando nos desbordamos, el vaso que rebosa de agua, el río que se sale de madre, el sol cuando calienta abundantemente y… el perdón cuando nos parece un lujo.
Todos hemos tenido la experiencia de haber ofrecido el perdón y, a la vez, habernos quedarnos con una sensación de fracaso. Parece como si, aquel que perdona y olvida, es el que da su brazo a torcer. Pero Jesús, aun siendo Dios, nos enseña que la grandeza del hombre está en su capacidad perdonadora. El truco, o mejor dicho, el secreto, está en cerrar en más de una ocasión los ojos y, abrir con todas las consecuencias, el corazón.
El amar sin límites de San Pablo, se complementa con el perdonar sin límites del evangelio de este domingo.
Muchas veces solemos decir aquello de “perdono pero no olvido”. El perdón se hace más real y más puro cuando se desea para el otro todo lo mejor. El perdón, además de desatarnos de nuestros propios dioses, nos hace comprender, vivir, gustar y entender el gran amor que Dios siente por cada uno de nosotros. ¿Perdonas? Estás cerca de Dios. ¿No perdonas? Tu corazón no está totalmente ocupado por Dios.
El “sin límites” puede suponer en nuestra vida cristiana un imposible y un buscar justificaciones. A veces corremos el riesgo de creer, que Dios, entra en ese juego que nosotros mismos nos montamos. Como si se tratara de un partido de futbol donde, los hinchas de uno o de otro, pretenden que Dios les ayude frente al contrario.
En este domingo, Jesús, nos propone a las claras que nos dejemos de evasivas y que practiquemos aquello que emana del corazón de Dios por los cuatro costados: yo os perdono… haced también vosotros lo mismo.
Si muchas heridas permanecen abiertas y sangrando (en nuestras familias, sociedad, iglesia, comunidades, parroquias, política, etc.,) es en parte por la pobreza de nuestra fe. Por la falta de comunión con Dios. Por mirarnos demasiado a nosotros mismos y también cuando dejamos tirados en la cuneta a muchas personas que han hecho tanto por nosotros.
Cuando se vive íntimamente unido a Él, no hay obstáculo insalvable ni ofensa gigantesca. Es como aquel peregrino que, deseando llegar hasta el final de su trayecto, se dedicaba constantemente a mirar a su izquierda y a su derecha perdiendo ritmo, fuerzas e ilusión. Un compañero se le acercó y le dijo: si miras al horizonte te irá mucho mejor y llegarás antes.
Con el perdón ocurre algo parecido. Mirando a Dios, vemos a los que nos rodean con ojos de hermanos. Olvidando a Dios, surge un cierto aire de insatisfacción de todo y de todos. No podemos ir en solitario. Apostar por la Iglesia, por la comunidad, por la parroquia, por ser cristiano… nos exige y nos empuja a entrar por debajo del dintel del perdón. ¿Que muchas veces es imposible? ¡No si miramos a Dios! ¡Ay… si nos miramos a nosotros mismos!
© P. Javier Leoz