Se
nos ha habituado a pensar que, al hablar de la Santísima Trinidad,
hemos de concebir algo totalmente oscuro e ininteligible. ¡Por algo es
un misterio! Más aún, es –por así decirlo— el misterio por antonomasia
de nuestra fe, el “misterio de los misterios”. Pero, en vez de plantear
el tema en términos de raciocinio o de especulación teológica, yo
prefiero mil veces más tratarlo desde un punto de vista mucho más
“humano” y personal, si se me permite la expresión. No que la razón no
lo sea. Pero yo creo que es mucho más palpitante, cercano y vivencial
cuando lo contemplamos con el corazón y bajo el prisma del amor.
Y es que el misterio de la Santísima Trinidad, más que para ser
especulado, es para ser amado y vivido en nuestra interioridad. Al
menos, a mí me parece que así es mucho más sabroso y “digerible”. La
razón es, por lo general, más fría e impersonal. Mientras que el amor es
todo lo contrario.
Pues bien, la Santísima Trinidad es un misterio de amor. Es más, es
el misterio del “Amor de los amores” –como cantamos en un hermoso
motete—. Dios, que “habita en una luz inaccesible” –como nos dice san
Pablo en su carta a Timoteo (I Tim 6, 16)— se nos ha querido revelar por
medio de su Palabra: Dios, en lo más profundo de su intimidad, es una
comunión de personas divinas unidas por el amor. Más aún, son esas
mismas personas que son el Amor personificado: el Padre, que es el amor
creador; el Hijo, que es el amor redentor; el Espíritu Santo, que es el
amor santificador. Pero, además, es un amor recíproco entre ellos
mismos; un amor subsistente y personal. Un solo Dios verdadero y tres
Personas distintas, cuya vida y existencia es puro Amor. Una relación de
amor. Y el amor crea una comunión de personas. Como en el matrimonio y
en la familia, pero en un grado infinito y divino. El amor es, por
naturaleza, unidad y fecundidad. Esto es, en esencia, el misterio de la
Santísima Trinidad.
Y, ¿cómo explicarlo? Es muy difícil encontrar las palabras justas.
Más fácil lo podremos comprender a la luz de la propia experiencia del
amor que con un discurso racional, aunque sea filosófica y
teológicamente muy correcto. ¿Quién de nosotros no sabe lo que es el
amor? Todos lo hemos experimentado muchas veces en nuestra propia vida:
hemos sentido el calor y la ternura de una madre; la fuerza y seguridad
que nos infunde el amor de un padre; el cariño de una hermana o de una
amiga; el gozo de la compañía y de la fidelidad de un hermano o de un
amigo verdadero; y la dulzura incomparable del amor de una esposa o de
un esposo, de unos hijos.
Aristóteles definía la amistad como “una misma alma en dos cuerpos”.
Y el poeta latino Horacio llamaba a Virgilio, su gran amigo, “dimidium
animae meae”, “la mitad de mi alma”. Grandes poetas, literatos, músicos y
artistas de todos los tiempos han ofrecido su tributo a la amistad. Y
han reservado sus mejores canciones y sus notas más líricas para cantar
la belleza del amor humano. Sin duda alguna, éste es el tema que más ha
inspirado a los hombres a lo largo de la historia, sea en el arte, en la
poesía o en la propia vida. Decía Dante Alighieri que “es el amor el
que mueve el sol, el cielo y las estrellas”. Y el poeta Virgilio
afirmaba: “amor vincit omnia”, “el amor es capaz de vencer todos los
obstáculos”. Y tenían toda la razón.
Y es que el amor es lo más grande, lo más noble, lo más bello, lo
más maravilloso; en una palabra, lo más sagrado del ser humano. Por eso,
con el amor no se juega y éste se merece los mayores sacrificios con
tal de conservar toda su pureza y su fragancia virginal.
San Juan nos dejó una estupenda definición de Dios: “Deus Charitas
est”, “¡Dios es Amor!” (I Jn 4, 8). No se expresó en conceptos
racionales, sino en un vocabulario propio del corazón. También lo otro
pudo haber sido muy correcto. Pero también, sin duda, más frío e
impersonal.
Como aquellas definiciones que dio Aristóteles sobre Dios: “El motor
Inmóvil”, “el Acto puro”, “la Inteligencia más perfecta”. O incluso
aquella definición teológica y metafísica de santo Tomás de Aquino: “el
único Ser necesario, absoluto y trascendente”, “el mismo Ser
subsistente”. Pues sí. Es verdad. Pero, ¿no nos gustan y nos dicen
inmensamente más las palabras propias del amor?
Y llegados a este punto, sería interminable la lista de experiencias
que todos tenemos sobre el amor… Como decía san Juan al final de su
Evangelio, “ni todos los libros del mundo serían suficientes para
poderlas contener”. Y es que el amor no se puede explicar con conceptos o
con raciocinios filosóficos. Se siente. Se experimenta. Así también es
Dios.
Sí. Lo más maravilloso y sagrado del hombre es el amor. Y también lo
más divino. Por eso, a Dios podemos encontrarlo en lo más profundo de
nuestro ser, en lo más recóndito de nuestro espíritu. Dios allí habita.
Los más altos pensadores de la humanidad así lo experimentaron. Séneca,
aquel famoso filósofo romano de origen cordobés, aun sin ser cristiano,
llegó a expresarse de esta manera: “sacer intra nos spiritus sedet,
malorum bonorumque nostrorum observator et custos. In unoquoque virorum
bonorum habitat deus”. En nuestra lengua cervantina sonaría así: “un
espíritu sagrado reside dentro de nosotros, y es el observador y el
guardián de nuestros males y de nuestros bienes. En cada alma virtuosa
habita Dios” (Epístolas morales, núm. 41).
San Pablo, por su parte, nos recuerda que “somos morada de la
Santísima Trinidad, templos vivos de Dios y del Espíritu Santo” (I Cor
3, 16). Así fue como nos lo prometió nuestro Señor la noche de su
despedida: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y
vendremos a él y en él haremos nuestra morada” (Jn 14, 23).
¡Éste es el núcleo más bello del misterio de la Santísima Trinidad! Y
lo más maravilloso es que también nosotros hemos sido llamados a
participar de esta vida íntima de Dios, que es amor. Y nos adentraremos
en el seno de la Trinidad Santísima en la medida de nuestra vida de
gracia y de nuestra caridad, que es el grado de amor sobrenatural en
nuestra alma.