Meditaciones de Adviento
Considera la grande amargura de que debía sentirse afligido y oprimido el corazón de Jesús en el seno de María en aquel primer instante en que el Padre le propuso la serie de trabajos, desprecios, dolores y agonías que había de padecer en su vida, para librar a los hombres de sus miserias.
Ya Jesús había dicho por el profeta Isaías: El Señor me levanta por la mañana, y yo no me resisto, mi cuerpo di a los que me herían (Is. 50, 4); como si dijera: Desde el primer momento de mi concepción, mi Padre me hizo entender su voluntad de que yo llevase una vida de penas, para ser al fin sacrificado sobre la cruz.
Y ¡Oh almas! Todo lo acepté por vuestra salvación, y desde entonces entregué mi cuerpo a los azotes, a los clavos y a la muerte. Pondera aquí que cuanto padeció Jesucristo en su Pasión, todo se le puso delante, estando aún en el vientre de su Madre, y todo lo aceptó con amor; pero al hacer esta aceptación, y al vencer la natural repugnancia de los sentidos ¡Oh Dios! ¡Qué angustias y opresión no padeció el corazón de Jesús! Comprendió bien lo que primeramente había de sufrir, con estar encerrado por nueve meses en aquella cárcel oscura del vientre de María; con las humillaciones y penalidades del nacimiento, siendo el lugar de este una gruta fría que servía de establo a las bestias; con haber de pasar después treinta años entretenido en el taller de un artesano: al ver, por fin, que había de ser tratado por los hombres de ignorante, de esclavo de seductor, y reo de muerte, las más infame y dolorosa que se daba a los malvados.
Todo, pues, lo aceptó el Redentor nuestro en todos los momentos, y en todos ellos venía a padecer reunidas en sí mismo todas las penas y abatimientos que después había de sufrir hasta la muerte.
Continuamente tuvo a la vista vergüenza, especialmente aquella que debía causarle algún día verse despojado, desnudo, azotado y colgado de tres garfios de hierro, terminando así su vida entre vituperios y las maldiciones de aquellos mismos por quienes moría.
Se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y ¿Por qué? Por salvar a nosotros miserables pecadores.
(San Alfonso María de Ligorio)
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