¡Estemos alegres!
En estos días, ya cercanos a la Navidad, hay muchas cosas que nos invitan a la alegría. Y está muy bien. Desgraciadamente muchos se quedan sólo en la parte externa, material. Y, como son cosas pasajeras y a veces muy deficientes, la alegría se deshace como un pedazo de hielo puesto al calor del sol. En este domingo 3º de Adviento la Iglesia quiere que en la misma liturgia resuene la palabra alegría. Hoy lo vemos un poco en las tres lecturas. En la primera sentimos al profeta Isaías que invita a la esperanza alegre, a pesar de que el pueblo está en el destierro, porque Dios, que es nuestro creador, no puede querer en definitiva el mal, sino la alegría, para la cual debemos colaborar con el arrepentimiento y el acercarnos al Señor.
San Pablo en la segunda lectura es más explícito y nos dice: “Estad siempre alegres”. A veces nos empeñamos en creer que Dios quiere el mal para nosotros. Es necesario que afiancemos nuestra fe en Dios, que es nuestro Creador bondadoso y que por lo tanto desea siempre nuestro bien y nuestra felicidad. Este mundo es imperfecto, porque es de paso, y hay dificultades, que son para todos, buenos y malos; pero para el que está con Dios, en todo sabe hallar la alegría de corazón, aunque sepa que la perfección de la felicidad estará en la vida futura. Pero si se busca la alegría por caminos que no llevan a Dios, al final sólo se halla la infelicidad y la tristeza. La experiencia de las personas entregadas a Dios nos dice que el hecho de conocer a Cristo y vivir con Él es una fuente continua de alegría. Ello requiere diálogos con Dios Padre, o con Cristo, que nos espera en la Eucaristía.
La tristeza nace del egoísmo, de buscar compensaciones materiales, que muchas veces no llegan. La alegría es verdadera, cuando uno procura hacer alegres a los demás. Este es uno de los grandes mensajes de Navidad. La alegría perfecta es un don de Dios; por eso hay que estar en continua acción de gracias. Como salmo responsorial de este día, nos presenta el “Magnificat” de la Santísima Virgen. Ella siente su alma desbordar de gozo, que quiere transmitir a su prima Isabel, y ante ella proclama la grandeza del Señor. En ese momento se siente agradecida y humilde.
Esta virtud de la humildad aparece, para nuestro ejemplo, en la figura de San Juan Bautista, que hoy nos trae el evangelio. Juan no era la luz, sino que daba testimonio de la luz. Fueron gentes importantes a preguntarle quién era y él declaró que no era un profeta, aunque su misión era hablar a favor de otro. Para esto se requiere mucha humildad o conocimiento de la realidad. Tanta humildad, que afirmaba no ser digno ni de “desatar la sandalia del Mesías”. Su mensaje era: “Preparad el camino”. Hoy, en las vísperas de la Navidad, también nos dice a nosotros que preparemos el camino. Para ello debemos estar en una especie de “desierto”, que significa un cierto silencio en nuestro interior. Hay muchos que en estos días navideños sólo quieren mucho ruido, mucha bulla externa; pero con ello no dejan que penetre el mensaje de Jesús.
San Juan se parecía a los motoristas que van por delante de una carrera ciclista anunciando que la carrera ya viene. A la gente no le interesa mirar a los motoristas, sino sólo saber que ya vienen los ciclistas, que es lo que quieren ver. Así a veces nos quedamos sólo con los festejos externos de la Navidad y no atendemos para nada a aquel que realmente festejamos en la Navidad, que es Jesús, Dios hecho hombre.
Es lo que les decía el Bautista a aquellos sacerdotes y levitas: “En medio de vosotros hay uno que no conocéis”. ¡Cuántas veces se puede decir esto a muchos cristianos en la Navidad! En medio de tanto ruido y gasto no conocen al Redentor. Nos empeñamos a veces en ver tinieblas donde hay luz y esplendor. La Navidad es el mensaje de Dios, que se hace hombre por amor. Dios muestra su compasión y misericordia y nos enseña que, a pesar de los sufrimientos de esta vida, su mensaje es de optimismo y alegría para los que están dispuestos a acogerle en su corazón.
(P. Silverio Velasco)
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