domingo, 13 de diciembre de 2020

NO DEJES TU CONVERSIÓN PARA EL ÚLTIMO MOMENTO



 No dejes tu conversión para el último instante



¡Oh momento terrible, del cual depende la eternidad! Este es el que hacía temblar a los santos a la hora de la muerte, y les obligaba a exclamar: ¡Oh Dios mío! ¿En dónde estaré en pocas horas? Porque, como escribe San Gregorio, hasta el alma del justo se turba a las veces con el terror del castigo. ¿Qué será, pues, de la persona que hizo poco caso de Dios, cuando vea que se prepara el suplicio en el cual debe ser sacrificado? (Job. XXI, 20). Verá el impío con sus propios ojos la ruina de su alma, y beberá el furor del Todopoderoso, esto es, comenzará desde este momento a experimentar la cólera divina... Cuando el moribundo vea... un sudor frío correrá por sus miembros, y no podrá ni hablar, ni moverse, ni respirar. Sentirá que se acerca más y más el momento fatal; verá su alma manchada por los pecados; el juez que le espera, y el Infierno que se abre bajo sus plantas. Y en medio de estas tinieblas y de esta turbación, se hundirá en el abismo de la eternidad.

Es difícil, convertirse en el último momento, pero no es imposible. La norma es que como se vive se muere. Pero hay excepciones. Hay unos que en el último momento llegan a realizar un contrición perfecta, esto es arrepentirse por verdadero amor a Dios y otros también a confesarse sinceramente contritos. Ciertamente alcanzarán a salvarse. Lo sabemos por revelaciones privadas ¡Pero qué inconsciente es quien espera ser la excepción de la norma! ¿Cómo se puede calificar al insensato que deja para el final de su vida el arrepentimiento y la conversión, y en ello confía su destino eterno poniéndose en gravísimo riesgo de condenarse? ¿Tendrá tiempo? ¿Y si lo tiene, sus disposiciones serán sinceras? ¡Cuántas muertes accidentales o inminentes impiden al alma prepararse! Por ello el católico debe vivir siempre sin pecado, en gracia santificante, acudiendo para ello al confesionario con frecuencia y cumpliendo con las debidas condiciones para que esas confesiones sean válidas.

¡Jesús mío crucificado! no quiero esperar que llegue la hora de la muerte para abrazarte, sino que te abrazo desde ahora. Te amo más que a todas las cosas, y, por lo mismo, me arrepiento con todo el corazón de haberte ofendido y despreciado a Vos, que sos bondad infinita. Yo propongo amarte siempre, ayudado de tu gracia, y espero no ofenderte en adelante. Ayúdame, Dios mío, por los méritos de tu pasión sacrosanta, para que siempre te ame hasta disfrutar con Vos el cielo, la gloria eterna.

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