Meditaciones de Adviento
Reveló Jesucristo a la venerable Águeda de la Cruz, que estando en el seno de María, la que mayor dolor le causó entre todas las penas, fue ver la dureza de los corazones de los hombres, que habían de menospreciar después de su redención las gracias que había venido a derramar sobre la tierra.
Y este sentimiento, bien pronto lo expresó él mismo por boca de David en las palabras del salmo, comúnmente entendidas por los santos Padres, según las explica san Isidoro; y es como sigue: Dum descendo in corrupiionem, esto es, cuando desciendo a tomar la naturaleza humana tan corrompida de vicios y de pecados, Padre mío, parece que dijera el Verbo divino, yo voy a vestirme de carne, y luego a derramar toda mi sangre por los hombres; pero ¿qué provecho habrá en ella?
La mayor parte de los hombres no harán caso de esta mi sangre, y seguirán ofendiéndome como si nada hubiese yo hecho por su amor.
Esta pena fue aquel cáliz amargo del cual pidió Jesús al eterno Padre le librase. ¡Qué cáliz! ¡Ver tanto desprecio de su amor! Esto le hizo aun clamar sobre la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
Reveló el Señor a santa Catalina de Sena, que el desamparo de que se lamentó era el ver que su Padre había de permitir que su pasión y su amor hubieran de ser desestimados de tantos hombres por quienes moría. Esta misma pena, pues, atormentaba a Jesús niño en el seno de María, al mirar desde allí tanta costa de dolores, de ignominias, de sangre y de una muerte cruel y afrentosa, con tan poco fruto.
Vio ya entonces el santo Infante aquello que decía el Apóstol de muchos, o más bien la mayor parte, los cuales habían de hollar la sangre del Hijo de Dios, tenerla por vil y profanarla, ultrajando la gracia que esta misma sangre les adquiría.
Pero si hemos sido del número de estos ingratos, no desesperemos. Jesús al nacer viene ofreciendo la paz a los hombres de buena voluntad, como hizo anunciarlo por los Ángeles.
Mudemos, pues, nuestra voluntad, arrepintiéndonos de nuestros pecados, y proponiendo amar a este buen Dios; así hallaremos la paz, esto es, la amistad divina.
(San Alfonso María de Ligorio)
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