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El crucifijo que habló a san
Francisco (Asís, Italia) |
Su Santidad el Papa Juan
Pablo II oró ante la Cruz de San Damián y ante la tumba de santa Clara (Asís,
1993)
Una experiencia que marcó a Francisco para toda su
vida
Un día de otoño de 1205, mientras oraba, el Señor le prometió a
Francisco que pronto daría respuesta a sus preguntas. A los pocos días, paseando
por los alrededores de Asís, pasó junto a la antigua iglesia de San Damián y,
conmovido por su estado de inminente ruína, entró a rezar, arrodillándose con
reverencia y respeto ante la imagen de Cristo crucificado que presidía sobre el
altar. Y, estando allí, le invadió, más que otras veces, un gran consuelo
espiritual. Con los ojos arrasados en lágrimas, pudo ver como el Señor le
hablaba desde la cruz y le decía: "Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba?
Anda, pues, y repárala".
Tembloroso y sorprendido, él contestó: "De muy
buena gana lo haré, Señor". Luego se ensimismó y quedó como arrebatado, en medio
de la iglesia vacía. Fue tal el gozo y tanta la claridad que recibió con
aquellas palabras, que le pareció que era el mismo Cristo crucificado quien le
había hablado.
Todos los biógrafos coinciden en calificar de éxtasis o
visión la experiencia de San Damián. Santa Clara escribe que fue una "visita del
Señor", que lo llenó de consuelo y le dió el impulso decisivo para abandonar
definitivamente el mundo. A esta visión parece referirse San Buenaventura,
cuando refiere que el santo, tras el encuentro con el leproso, estando en
oración en un lugar solitario, tras muchos gemidos e insistentes e inefables
súplicas, mereció ser escuchado y se le manifestó el Señor en la cruz. Y se
conmovió tanto al verlo, y de tal modo le quedó grabada en el corazón la pasión
de Cristo, que, desde entonces, a duras penas podía contener las lágrimas y los
gemidos al recordarla, según confió él mismo, antes de morir. Y entendió que
eran para él aquellas palabras del Evangelio: "Si quieres venir en pos de mí,
niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme" (Mt 16, 24).
Tomás de Celano
y los Tres Compañeros sitúan esta experiencia en San Damián. Según ellos, cuando
el Señor le habló desde el crucifijo, Francisco experimentó un cambio interior
que ni él mismo acertaba a describir. El corazón se le quedó tan llagado y
derretido de amor por el recuerdo de la pasión, que desde entonces llevó
grabadas en su interior las llagas de Cristo, mucho antes de que se le
manifestaran en la carne. Por eso, añade San Buenaventura, "ponía sumo cuidado
en mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que llevaba impresa dentro de
su corazón rodease también su cuerpo por fuera. Todo eso lo practicaba ya cuando
aún no se había apartado del mundo, ni en el vestir ni en la manera de vivir".
Se refiere a un cilicio, a un tejido muy basto, hecho de gruesos nudos, que
empezó a llevar ceñido a la cintura, debajo de la ropa. Desde entonces será tal
su austeridad, y tantas las mortificaciones a lo largo de su vida, que, sano o
enfermo, apenas condescendió en darse gusto, hasta el extremo de reconocer, poco
antes de morir, que había tratado con poco miramiento al "hermano
cuerpo".
Descripción del crucifijo de
San Damián
El crucifijo que habló a Francisco es hoy uno de los más
conocidos y reproducidos del mundo. Se trata de un icono románico-bizantino del
s. XII, de autor umbro desconocido y clara influencia sirio-oriental. Es de
madera de nogal recubierta con una basta tela, sobre la que pintaron con colores
vivos las figuras de Cristo y otros personajes de la Pasión. Sin el pedestal,
mide 2’10 metros de alto por 1’30 de ancho.
En 1257, cuando las clarisas
abandonaron San Damián, se lo llevaron consigo al nuevo monasterio de Santa
Clara construido para ellas en Asís , donde lo conservaron durante siglos en la
sacristía. En 1958, 20 años después de ser restaurado por Rosario Aliano, fue
expuesto al público en la capilla de San Jorge. Después del terremoto de
septiembre de 1997 el icono ha sido sometido a una nueva restauración, y allí
sigue expuesto a la devoción de todos, libre ya del vidrio y del marco que antes
lo contenía.
He aquí algunas claves para comprender el significado de
este icono bizantino del siglo XII:
El Cristo de San Damián está vivo y
sin corona de espinas, pues es el Cristo resucitado y glorioso que ha vencido a
la muerte.
El paño de lino orlado de oro recuerda las vestiduras de los
sacerdotes del Antiguo Testamento (Ex 28, 42).
Su postura expresa un
gesto de acogida y parece abrazar a todo el universo.
Sus ojos no miran
al espectador, sino que se dirigen al Padre, invitándonos también a nosotros a
hacer lo mismo mediante la conversión.
Los 33 personajes que lo rodean
representan la comunión de los santos de todos los tiempos.
Jesús, con
los pies sobre fondo negro, parece que asciende del abismo.
La sangre de
Cristo chorrea sobre los personajes que lo rodean, para indicar que han sido
lavados y salvados por su Pasión.
La sangre de los pies cae sobre seis
personajes apenas reconocibles, que podrían ser: San Juan Bautista, San Miguel,
San Pablo y San Pedro, San Damián y San Rufino, patrón de Asís.
En cada
extremo de los brazos transversales de la cruz hay tres ángeles que muestran a
Cristo: son los mensajeros de la Buena Noticia.
Los personajes bajo los
brazos de Jesús están todos en la luz, son hijos de la luz.
Tienen todos
la misma estatura, pues son "hombres perfectos", que han alcanzado "plenamente
la talla de Cristo" (Ef 4, 13).
Si se mira bien, sus rostros son como el
de Cristo, pues en ellos ha sido restaurada la "imagen y semejanza de Dios"
original.
Juan y María están en el puesto de honor, a la derecha de
Cristo. El discípulo muestra y recoge la sangre del costado de Cristo. María
manifesta dolor, pero también serenidad y admiración por la resurrección y por
el nuevo hijo que su Hijo le acaba de encomendar.
El manto blanco de la
Virgen simboliza pureza, y las piedras preciosas que lo adornan son los dones
del Espíritu Santo. El vestido rojo oscuro representa el amor. La túnica morada
bajo el vestido recuerda que María es la nueva Arca de la Alianza (la del
Antiguo Testamento estaba cubierta con un paño de ese color).
A la
izquierda de Jesús están Maria Madgalena y María de Santiago, que parecen
preguntarse: ¿Quién nos abrirá el sepulcro?. Junto a ellas, el Centurión
confiesa la humanidad y divinidad de Cristo: "Verdaderamente, este hombre era el
Hijo de Dios".
Detrás del Centurión asoma el rostro de quien encargó el
crucifijo y otras tres personas que evocan al Pueblo de Dios.
Bajo los
personajes mayores, hay dos pequeños, uno a cada lado, que representan a los
romanos y judíos que crucificaron a Jesús: el romano es un soldado con la lanza
y la esponja.
A la izquierda de las piernas de Cristo se ve el gallo de
Pedro, que recuerda nuestra debilidad e invita a la vigilancia. Pero también
simboliza al sol naciente, Cristo, cuya luz se difunde por toda la
tierra.
Sobre la tablilla con la inscripción "Rex iudeorum", en un
círculo rojo, vemos a Cristo que sube al cielo, vestido de blanco, con estola
dorada y una cruz luminosa en la mano, señal de victoria. El círculo expresa
perfección y representa la plenitud de la gloria, donde lo reciben diez ángeles
festivos.
La mano del Padre, en lo más alto del crucifijo, se encuentra
en un semicírculo. La otra mitad no se puede ver, pues Dios Padre no tiene
rostro, es un
misterio.
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