Madre, hoy he venido a visitar a tu Hijo en el Sagrario, pero siento
que no soy hoy la mejor compañía. Mi corazón está triste, con una
tristeza pesada y gris que, como humo denso, tiñe mis afectos y mis
sueños. Siento una gran soledad, no porque Jesús o tu, Madre querida, se
hayan alejado de mí, sino que soy yo la que no logra hallarlos.
-
Soledad, hija, soledad... Bien comprendemos esa palabra mi Hijo
y yo... soledad. Ven, entra con tu corazón al Sagrario y conversaremos
un poco. Sé bien que lo necesitas.
- Gracias, María, gracias. Yo sabía, en lo más íntimo del alma, en
ese pequeño rinconcito iluminado y eterno donde la tristeza no llega,
allí, sabía que podía contar contigo.
Y mi corazón, lento y pesado por mis pecados y olvidos, se va acercando al Sagrario.
Tú estás a la puerta y me abres. ¡Qué deliciosos perfumes percibe el alma cuando está cerca de ti!
Con gran sorpresa veo que, por dentro, el Sagrario es muchísimo más
grande de lo que parece y hay allí demasiados asientos desocupados,
demasiados...
Me llevas a un sitio, un lugar inundado de toda la paz que anhela mi
alma. Noto que tiene mi nombre, ¡Oh Dios mío, mi nombre!. Me duele el
corazón al pensar cuánto tiempo lo he dejado vacío.
-
Cuéntame, ahora, de tu soledad- me pides, Madre mía.
Pero ni una palabra se atreve a salir de mi boca. Por el bello y
sereno recinto del Sagrario, Jesús camina, mirando uno a uno los sitios
vacíos... Solo el más inmenso amor puede soportar la más inmensa
soledad.
Inmensa soledad que es larga suma de tantas ausencias. Y cada
ausencia tiene un nombre y sé, tristemente, que el mío también suma.
Entonces tu voz, María, me ilumina el alma:
-
El Sagrario es demasiado pequeño para tanta soledad. Tú no
puedes hacer más grande el Sagrario, pero sí puedes hacer más pequeña su
soledad.
Tus ojos están llenos de lágrimas y le miras a Él con un amor tan grande como jamás vi.
-
Hija, ¡Si supieras cuánto eres amada! ¡Si supieras cuánto eres
esperada!. Cada día, cada minuto, el Amor aguarda tus pasos,
acercándose, tu corazón, amándole, tu compañía, que hace más soportable
tanta espera.
Siento una dolorosa vergüenza por mis quejas. Cada Sagrario, en su
interior, es como todos los Sagrarios del mundo juntos. Miro a mi
alrededor y veo a muchas personas. Son todos los que, en este momento,
en todo el mundo, están acompañando a Jesús Sacramentado.
Cada uno con su cruz de dolor, tristeza, soledad, vacíos,
traiciones.. Y Jesús repite, para cada uno de ellos, las palabras de la
Escritura “Vengan a Mí cuando estén cansados y agobiados, que Yo los
aliviaré” Mt 11,28.
Y me quedo a tu lado, en mi sitio, Madre, esperando a Jesús que se
acerca. Me tomo fuerte de tu mano, para no caerme, para no decir nada
torpe e inoportuno, muy habitual en mi. Y allí me quedo, y el Maestro
sigue acercándose, y el perfume envuelve al alma y ahuyenta los grises
humos de mis penas.
Entonces, escucho en el alma tus palabras, Madre:
-
Ahora, ve a confesarte.
Sin preguntar nada, sin saber como terminará este encuentro, te hago
caso Madre. Me quedo cerca del confesionario, aunque aún no ha llegado
el sacerdote y la misa está por comenzar. Pero si tú lo dices, Madre,
seguro lo hallaré. En ese momento llega el sacerdote. Como él no daba la
misa, sino el obispo, tuve tiempo de prepararme bien para mi confesión,
que me dejó el alma tranquila y sin la pesada carga de mis pecados...
Me quedo pensando en Jesús, que venía a acercándose a mí, en el
Sagrario. Pero allí me doy cuenta de tu gesto, Madre querida. Tu me
ofrecías algo más. Tú me ofrecías el abrazo real y concreto de Jesús en
la Eucaristía, y para que mi alma estuviera en estado de gracia para
responder a ese abrazo, me pediste que fuera a confesarme.
¡Gracias Madre! Gracias por amarme y cuidarme tanto... ¡Qué hermosa
manera de terminar este encuentro con Jesús! ¡Con su abrazo real, bajo
la forma del Pan!
La misa ha comenzado. Siento que la soledad del Sagrario es un
poquito más pequeña, no mucho, pero sí mas pequeña... Y si mi compañía
alivió su soledad, seguro que la tuya, amigo que lees estas líneas,
también la aliviará. Y si invitas a un amigo a hacerle compañía... ¡Oh,
cuanto podemos hacer disminuir la soledad de Jesús en el
Sagrario!¡Cuánto puede Él, en su infinita Misericordia, colmar nuestras
almas de paz!
Hay un sitio en el Sagrario que tiene tu nombre y toda la paz que
ansías... y Jesús te espera, diciéndote “Ven a Mi, cuando estés cansado y
agobiado, que Yo te aliviaré”
Amigo, nos encontramos en el Sagrario.
NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María
Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que
siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que
estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se
le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o
expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin
intervención sobrenatural alguna."
Preguntas o comentarios al autor
María Susana Ratero.