Día de los fieles difuntos
Hablar de los
difuntos es hablar primeramente del hecho de la muerte. La verdad es que
todos estamos ciertos de que algún día tenemos que morir. A muchos este
pensamiento les causa terror y prefieren no pensar en ello. Nosotros,
como cristianos, sabemos que la muerte no es el final, sino un paso a
una vida mejor. “La vida no termina, sino que se transforma”, se nos
dice en el prefacio de la misa de difuntos. No se trata de un fácil
consuelo para tranquilizarnos, sino de una gran verdad, que nos debe
llenar de mucha paz y esperanza. A los santos el pensamiento de la
muerte les llenaba de gozo y alegría, porque es el encuentro con nuestro
Padre Dios. San Francisco de Asís la llamaba la “hermana muerte” y
deseaba que llegara pronto. San Pablo nos dice que es ganancia el morir.
Santa Teresa decía: “tan alta vida espero que muero porque no muero”.
Para ellos el morir es el entrar en la Luz y en la Paz.
No suele
ser ese nuestro anhelo, porque desgraciadamente estamos envueltos en
muchas miserias espirituales. El que está envuelto en pecados tiene
motivos para temer la muerte, porque después de la muerte está el
juicio. Entonces la solución es fácil, aunque para ello se necesite
energía y gracia de Dios: Hay que salir del pecado. Pero no nos tenemos
que contentar con no tener pecado grave, porque sería como andar en la
cuerda floja con gran peligro de caer. Por eso debemos aumentar la
gracia, llenarnos del amor a Dios y hacer muchos actos de virtud, sobre
todo de caridad.
Hoy nos invita la Iglesia a hacer muchos actos
de virtud y adquirir méritos espirituales, no sólo para nosotros, sino
pensando en los difuntos que los necesitan. Después de la muerte viene
el juicio y el encuentro con Dios. Habrá personas para las que ese
encuentro sea el comienzo de una felicidad sin fin. Pero la mayoría de
nosotros, aunque no estemos muy apartados de Dios, nos encontraremos
demasiado sucios por tantos pecadillos sin arrepentir y por tantas
acciones religiosas hechas con muy poco amor a Dios. Por eso deberemos
purificarnos. Es algo que querremos hacer con todo nuestro corazón para
poderle mirar a Dios con toda limpieza y amor.
Pero Dios es tan
bueno que nos permite unirnos de modo que nuestros méritos espirituales
sirvan a los difuntos para que puedan antes entrar en la gloria eterna.
Por esto la Iglesia en este día nos lo recuerda de una manera especial y
nos presenta el modo de poder ganar méritos con las oraciones y
sacrificios y especialmente con la participación en la Santa Misa. Esta
es nuestra fe, que proviene de los tiempos más antiguos, cuando los
cristianos ponían en sus primeras tumbas: “Ruega por mi”.
En la
muerte lo importante no es ella en sí, sino lo que trae, que es otra
vida. Vivamos en la gracia de Dios y nuestra esperanza será llena de
felicidad, como se nos dice en el Apocalipsis de aquellos que siguen al
Cordero, símbolo de Jesucristo: “Ya no tendrán hambre, ni tendrán ya
sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno, porque el
Cordero...los apacentará..., pues Dios enjugará toda lágrima de sus
ojos”.
Lo bueno de estos méritos que ofrecemos para los difuntos
es que les aprovecha a ellos sin que se nos quiten a nosotros. Para los
difuntos ya se les ha terminado el tiempo de poder merecer, que para eso
es esta vida mortal. Por eso nada más esperan nuestras súplicas y
méritos, que luego ellos mismos nos agradecerán y devolverán cuando
estén en el cielo gozando para siempre en la compañía de Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo.
Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la
vida”. Nos quiere decir hoy que su última palabra no es de muerte sino
de vida y vida eterna. Allí hay sitio para todos, como nos dice hoy
Jesús en el evangelio.
Recibido de Silverio Velasco
Recibido de Silverio Velasco