Autor: P. Eduardo María Volpacchio | Fuente: Algunas Respuestas
Enojados con Dios
En nuestros días es frecuente encontrar personas –demasiadas– enojadas con Dios...
El motivo concreto puede ser muy variado: porque se ha muerto un ser querido, se tiene una enfermedad, las finanzas tocan fondo, no se tiene el trabajo que se desearía... Es decir, culpan a Dios por lo que les hace sufrir.
Esto los lleva a mirarlo con desconfianza y recelo, apartarse de Él, sentirse ofendidos porque se sienten maltratados por Dios. Por tanto, no se sienten obligados a rendirle culto, ni amarlo: es como si pensaran que Dios los ha odiado primero…
No niegan su existencia, sino que la rechazan de su vida; saben que existe, pero no quieren saber nada con Él. Es como si pusieran a Dios en penitencia… Le exigen explicaciones y que los trate mejor.
Pero… hay más de un problema… Con esta actitud inmadura –caprichosa– se perjudican a sí mismos. Es como el chiquito que enojado con sus padres, les dice ofendido “y ahora no como”, como si el no cenar causara un daño a sus progenitores… Así se impiden a sí mismo encontrar el sentido del sufrimiento que los agobia y conseguir la paz; y se alejan de quien puede hacerlos felices.
Analicemos en cuatro pasos la respuesta a estos enojos:
1. Dios no tiene la culpa... de las enfermedades, de la maldad de los hombres, de los desastres naturales...
Si crees en Dios y lo que Dios ha revelado en el cristianismo, entonces deberías saber que Dios creó el hombre para ser feliz, y que el pecado original introdujo en el mundo la muerte, el dolor, el error y el desorden interior en la persona humana. Ese mundo feliz creado por Dios ha sido ensuciado y arruinado por el pecado del hombre (el de todos, incluyendo los tuyos y los míos). La culpa no es de Dios, es de Adán, de Eva y de todos los que pecamos…
Dios ha hecho al hombre libre. Y eso es bueno, ya que sólo así podemos amar y alcanzar la plenitud, aunque suponga un riesgo... El mal uso que el hombre haga de su libertad no es culpa de Dios.
2. Dios no es ajeno a nuestro dolor: quiso asumir el sufrimiento.
Lejos de desentenderse de los hombres después de su pecado, Dios se propuso repararlo. Para eso lo asumió, se hizo hombre para sufrir con nosotros y para nosotros. No tenemos un Dios que no sabe lo que es sufrir... sino un Dios que experimentó el sufrimiento en su naturaleza humana. Por eso nos entiende, sabe lo que es sufrir. Pero además, ese sufrimiento suyo no fue estéril, sino redentor: lo convirtió en un acto de amor (Dios es amor, por eso todo lo que "toca" lo convierte en amor). Y así lo hizo valioso: a partir de Jesús, quien sufre, puede unir su dolor al suyo, y así -convirtiéndolo en un acto de entrega personal por amor- salvar a los hombres con su dolor.
En el problema del dolor más que el por qué, lo que interesa, lo esencial, es el para qué...
Quien sufre no está solo, Dios está cerca de él. Su cercanía supone un gran consuelo y llena de paz. El enojo con Él, sólo nos priva de esta liberación.
3. El sufrimiento tiene sentido y valor.
El dolor angustia y aplasta cuando no tiene salida… cuando un queda encerrado en su propio sufrimiento.
Mucho depende de cómo se viva el dolor: si se lo vive con bronca y resentimiento, resulta destructivo. Si se lo vive con sentido y amor, es liberador.
La esperanza hace una gran diferencia: un dolor cerrado en mí mismo, sin salida, se hace insoportable; o un dolor con sentido, lleva más allá de nosotros mismos, se sabe fecundo; entonces, es posible sufrirlo serenamente, llenos de paz.
En el Calvario había tres cruces. En el medio, la de Jesús, que fue a ella voluntariamente: “Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo” (Jn 10,18). A su lado, dos condenados. A la derecha, uno alcanza el paraíso (gracias a la cruz resultó ser un condenado muy poco condenado…, allí encontró la liberación definitiva). A la izquierda, otro se muere de asco y odio... Dos cruces junto a Jesús, el mismo sufrimiento físico, dos actitudes distintas, dos modos de vivir el dolor, dos resultados diametralmente opuestos. Cada uno elige qué actitud tomar…
El sufrimiento tiene sentido: hay que encontrarlo. Cuesta… ya que el dolor obnubila la mente y oscurece la visión. No es fácil, pero Dios está más cerca del que sufre: quien lo busca, lo encuentra.
Como enseña el Papa Francisco:
“La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos su mirada para darnos luz”. (Enc. Lumen Fidei, n. 57).
4. Enojarse con Dios no solo carece de sentido sino que es muy contraproducente...
Solo en Dios podemos encontrar la felicidad, de manera que enojarse con Dios es enojarse con la fuente de nuestra propia felicidad... y esto no parece una cosa muy inteligente para hacer…
Es entendible que una persona que sufre esté shockeada, y que sienta una gran rebeldía. Pero debería serenarse y procurar manejar razonablemente esa rebeldía.
¿Cómo superar estos enojos…?
Buscar en la luz de la fe, la luz para encontrar su sentido. Por ese camino –marcado por la humildad– encontrará primero resignación (paso fundamental); entonces la esperanza despertará la aceptación, que llevará a ofrecer el dolor y ofrecerse a uno mismo en él. Y entonces, brillará el amor: encontrará el amor de Dios, que siempre estuvo a tu lado, también cuando nosotros procurábamos espantarlo con nuestro enojo…
No parece que nos convenga enfrentarnos con quien puede dar sentido y valor a nuestro sufrimiento, con quien puede darnos la fortaleza para llevarlo y con quien nos promete la felicidad absoluta si lo vivimos con amor.
Buenos Aires, 24 de agosto de 2014
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