|
La Eucaristía: Misterio de la
fe |
En la celebración de la Santa Misa,
justo después de la consagración, el sacerdote dice: “Mysterium fidei” (“Éste es
el sacramento de nuestra fe”), a lo que el pueblo responde: “Anunciamos tu
muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”.
El Papa Juan
Pablo II evoca estas palabras, en el primer capítulo de la encíclica “Ecclesia
de Eucharistia”, para recordar algunos aspectos fundamentales del Sacramento. La
Eucaristía es memorial del sacrificio pascual del Señor; presencia viva y
sustancial de Cristo en medio de nosotros; verdadero banquete de comunión;
anticipación del Paraíso, que impulsa a transformar la propia vida, el mundo y
la historia.
El Sacramento eucarístico es algo más que un encuentro
fraterno. Es el mismo sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos. En
la Cruz el Señor se ofreció a sí mismo al Padre en favor de todos los hombres.
Este sacrificio, esta autodonación plena en la que resplandece el amor más
grande, se hace presente en la Eucaristía.
La Santa Misa es “memorial”
actualizador del único Sacrificio de la Cruz. La celebración de la Eucaristía
nos hace contemporáneos del Calvario, para que Cristo una a su propia ofrenda
sacrificial la ofrenda de nuestras vidas. La Iglesia contempla asombrada este
“Misterio de la fe”, “Misterio grande”, “Misterio de Misericordia”, que
constituye el don mayor que el Señor nos ha dado: el don de sí mismo, de su
cuerpo entregado y de su sangre derramada. ¡Sacrifico de la Pascua de Cristo, el
Cordero Inmolado, que muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la
vida!
El sacramento del sacrificio de Cristo implica una presencia muy
especial: la presencia real y sustancial del Señor bajo las especies del pan y
del vino. Por la consagración, el pan deja de ser pan y se convierte en Cuerpo
de Cristo y el vino deja de ser vino y se convierte en la Sangre de Cristo. Esta
conversión es llamada muy propiamente por la Iglesia “transustanciación”. El
Papa recoge las palabras de Santo Tomás de Aquino, para afirmar desde la fe: “Te
adoro con devoción, Dios escondido”.
El sacrificio eucarístico se orienta
a la comunión, a la íntima unión de los fieles con Cristo mediante la recepción
de su Cuerpo y su Sangre. Por eso la Eucaristía es, inseparablemente, memorial
de la Cruz y sagrado banquete de comunión, en el que Cristo mismo se ofrece como
alimento y nos comunica su Espíritu.
La celebración eucarística tiene una
proyección escatológica; es anticipación de la meta a la que tendemos, una
pregustación de la gloria: “La Eucaristía es verdaderamente – escribe el Santo
Padre – un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria
de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y
proyecta luz sobre nuestro camino” (Ecclesia de Eucharistia, 19). Por eso, la
Santa Misa se celebra siempre en comunión con la Bienaventurada siempre Virgen
María, con los ángeles y los arcángeles, y con todos los santos, pues en la
Eucaristía se une la liturgia de la tierra a la liturgia del cielo.
Del
anuncio de la muerte y de la resurrección de Cristo, en la espera de su retorno
glorioso; es decir, de la Eucaristía, recibimos la fuerza para transformar
nuestras vidas y para transformar el mundo y la historia, a fin de que sean
conformes al designio de Dios.
“¡Éste es el Sacramento de nuestra fe!”,
el Misterio que nos inunda de sentimientos de gran asombro y gratitud.
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor
Jesús!”.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario