Las lágrimas del profeta
Los corazones necesitan un baño de dulzura para comprender que en mis mandatos hay vida y plenitud
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
El profeta acababa de huir de la ciudad. Después de 3 meses de predicación, las cosas se habían puesto muy difíciles. Críticas, insultos, denuncias, y un proceso judicial que algunos pidieron para condenar a aquel personaje tan incómodo.
El profeta llegó a un bosque de robles. Cansado, bajo un árbol más tupido, se sentó. Empezó a recordar su predicación, y elevó su lista de protestas al Dios que lo había enviado.
“¿Por qué, Señor? ¿Por qué la persecución, la calumnia, los insultos? ¿Por qué un mundo tan extraño, tan revuelto?
Cuando inicié a hablar de la conversión, me criticaron como fanático y violador de las conciencias. Cuando dije que hay que vivir en castidad, fui sentenciado como psicópata. Cuando hablé de la fidelidad conyugal, me preguntaron si sabía en qué siglo vivimos. Cuando condené la maldad del aborto, me dijeron que era intolerante, de ultraderecha y fundamentalista. Cuando dije que la verdad está en la Iglesia, me expulsaron de una mesa redonda porque era incapaz de un diálogo objetivo. Cuando defendí a los embriones, declararon que yo era enemigo de la ciencia y que quería la muerte y el dolor de los enfermos.
Hablé día y noche de la misericordia, y no me comprendieron pues ya nadie cree en el pecado. Dije que hay que perdonar a los delincuentes, y me insultaron por defender la dignidad de los asesinos. Expliqué lo grave que es consumir drogas y abusar de bebidas alcohólicas, y me dijeron que era un “talibán” enemigo del pluralismo ético.
Al final, algunos me acusaron de usurero y ladrón, de embaucador y mentiroso. Censuraron mis artículos en la prensa y me dijeron que era un irresponsable por declarar inmoral el uso de preservativos. Presentaron una denuncia ante los jueces y... Y ya no pude más, Señor.
Escapé, como Jonás, y envidié a Jeremías: en aquellos tiempos al menos mataban a los profetas. Ahora, en cambio, te dejan sin honra, medio vivo o medio muerto, insultado y despreciado como enemigo de lo humano...”
Las lágrimas del profeta llegaron al suelo. Un petirrojo giraba por acá y por allá, sin entender los motivos de la tristeza de aquel hombre extraño, herido en su corazón, perdido en el bosque como un ratón de ciudad que no sabe dónde se encuentra ahora.
Un suave viento fue la señal de que se acercaba el Señor. El ruido de las hojas del árbol se hizo más intenso y vivo. El profeta se levantó en señal de respeto, sin dejar de mostrar su confusión y su pena. El Señor le tocó en el hombro y le dijo:
“He escuchado tus quejas y comprendo tus angustias. El mundo no ha cambiado mucho desde que persiguieron a mis enviados, incluso a mi Hijo. Quizá te ilusionaste demasiado pronto, soñaste en conversiones fáciles y en cambios repentinos. El camino de los corazones no es fácil, y dejar hábitos de pecado (ni siquiera saben lo que es pecado) no se consigue tras una predicación sencilla y clara como las tuyas.
Pero la siembra deja siempre algo. No lo has visto, pero un esposo ha dejado de pegar a su mujer y a sus hijos. Un niño ha empezado a leer la Biblia y buscar rastros de Dios en las estrellas. Una chica ha renunciado a un aborto fácil, porque escuchó aquel discurso tuyo (el último que te permitieron en la radio, antes de que mil cartas de protesta te cerrasen también ese pequeño espacio que te habían permitido). Una señora mayor ha empezado a ofrecer ayuda a un emigrante al que antes temía como a un enemigo y ahora empieza a ver como a un hermano.
Sé que el mundo no es fácil. Los corazones necesitan un baño de dulzura para comprender que en mis mandatos hay vida y plenitud. Ahora sólo temen perder conquistas de vientos que les llenan con un instante de placer y les hacen olvidar que son eternos, con vocación de hijos y de santos.
No te pido que vuelvas a la ciudad, quizá sea inútil por ahora. Piensa sólo en que vale la pena todo si llega un poco de amor a alguno de mis hijos, si la esperanza se enciende en una familia rota, si el perdón nace en una vida herida por la desgracia y hundida por los odios.
No te pido que vuelvas, pero me gustaría pedírtelo. También tú eres libre como ellos. No te quito tu libertad. Piensa sólo en lo hermoso que es encender un poco de mi fuego en alguna vida. Luego, confía. Yo estoy contigo. Hasta el final, a pesar de la calumnia, los fracasos y, tal vez, una cárcel sin honra y sin justicia...”