Es el mejor de los comienzos posibles para el
santoral. Abrir el año con la solemnidad de la Maternidad divina de
María es el mejor principio como es también el mejor colofón. Ella está a
la cabeza de todos los santos, es la mayor, la llena de Gracia por la
bondad, sabiduría, amor y poder de Dios; ella es el culmen de toda
posible fidelidad a Dios, amor humano en plenitud. No extraña el
calificativo superlativo de "santísima" del pueblo entero cristiano y es
que no hay en la lengua mayor potencia de expresión. Madre de Dios y
también nuestra... y siempre atendida su oración.
Los evangelios hablan de ella una quincena de veces, depende del
cómputo que se haga dentro de un mismo pasaje, señalando una vez o más.
El resumen de su vida entre nosotros es breve y humilde: vive en
Nazaret, allá en Galilea, donde concibió por obra del Espíritu Santo a
Jesús y se desposó con José.
Visita a su parienta Isabel, la madre del futuro Precursor, cuando
está embarazada de modo imprevisto y milagroso de seis meses; con ella
convive, ayudando, e intercambiando diálogos místicos agradecidos la
temporada que va hasta el nacimiento de Juan.
Por el edicto del César, se traslada a Belén la cuna de los mayores,
para empadronarse y estar incluida en el censo junto con su esposo. La
Providencia hizo que en ese entonces naciera el Salvador, dándolo a luz a
las afueras del pueblo en la soledad, pobreza, y desconocimiento de los
hombres. Su hijo es el Verbo encarnado, la Segunda Persona de Dios que
ha tomado carne y alma humana.
Después vino la Presentación y la Purificación en el Templo.
También la huída a Egipto para buscar refugio, porque Herodes pretendía matar al Niño después de la visita de los magos.
Vuelta la normalidad con la muerte de Herodes, se produce el
regreso; la familia se instala en Nazaret donde ya no hay nada
extraordinario, excepción hecha de la peregrinación a Jerusalén en la
que se pierde Jesús, cuando tenía doce años, hasta que José y María le
encontraron entre los doctores, al cabo de tres días de angustiosa
búsqueda.
Ya, en la etapa de la "vida pública" de Jesús, María aparece
siguiendo los movimientos de su hijo con frecuencia: en Caná, saca el
primer milagro; alguna vez no se le puede aproximar por la muchedumbre o
gentío.
En el Calvario, al llegar la hora impresionante de la redención por
medio del cruentísimo sufrimiento, está presente junto a la cruz donde
padece, se entrega y muere el universal salvador que es su hijo y su
Dios.
Finalmente, está con sus nuevos hijos _que estuvieron presentes en
la Ascensión_ en el "piso de arriba" donde se hizo presente el Espíritu
Santo enviado, el Paráclito prometido, en la fiesta de Pentecostés.
Con la lógica desprendida del evangelio y avalada por la tradición,
vivió luego con Juan, el discípulo más joven, hasta que murió o no
murió, en Éfeso o en Jerusalén, y pasó al Cielo de modo perfecto,
definitivo y cabal por el querer justo de Dios que quiso glorificarla.
Dio a su hijo lo que cualquier madre da: el cuerpo, que en su caso
era por concepción milagrosa y virginal. El alma humana, espiritual e
inmortal, la crea y da Dios en cada concepción para que el hombre
engendrado sea distinto y más que el animal. La divinidad, lógico, no
nace por su eternidad.
El sujeto nacido en Belén es peculiar. Al tiempo que es Dios, es
hombre. Alta teología clasifica lo irrepetible de su ser, afirmando dos
naturalezas en única personalidad. El Dios infinito, invisible, inmenso,
omnipotente en su naturaleza es ahora pequeño, visible, tan limitado
que necesita atención. Lo invisible de Dios se hace visible en Jesús, lo
eterno de Dios entra con Jesús en la temporalidad, lo inaccesible de
Dios es ya próximo en la humanidad, la infinitud de Dios se hace
limitación en la pequeñez, la sabiduría sin límite de Dios es torpeza en
el gemido humano del bebé Jesús y la omnipotencia es ahora necesidad.
María es madre, amor, servicio, fidelidad, alegría, santidad,
pureza. La Madre de Dios contempla en sus brazos la belleza, la bondad,
la verdad con gozoso asombro y en la certeza del impenetrable misterio.
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