Queremos triunfar
Jesús había hablado de un reino, y parecía que con Él iban a triunfar humanamente. Podían ser sus ministros en este mundo, en ese reino glorioso. Pero Jesús les habla de padecer, de ser los últimos, de servir. Entre los hebreos, beber el cáliz con otro significaba estar dispuesto a correr su misma suerte. Realmente ellos, entonces, no sabían lo que decían. Años más tarde darían la vida por Cristo. Santiago el Mayor iba a ser el primero de los apóstoles en dar la vida por Cristo, Juan sería el último en morir en Patmos, después de sufrir martirio en Roma.
No nos extraña la atrevida petición de estos dos hermanos, pues dentro de nosotros anida el deseo de triunfo, de ser alguien. El Maestro les enseña a ellos y a nosotros que en el Reino de Dios no se debe buscar la gloria y el honor del mismo modo como se consigue en los reinos de este mundo, donde se escalan puestos para enriquecerse, para figurar o lograr orgullosamente una satisfacción personal.
Para pertenecer al Reino de Dios hay que humillarse y pasarse la vida sirviendo, olvidándose de uno mismo, tomando la Cruz, corriendo la misma suerte del Maestro, que fue triturado en expiación por los pecados. No hay otro camino ni otra fórmula. Es verdad que se nos promete el triunfo, que dejaremos una huella profunda, que seremos alguien a quien Dios mirará a la cara en la eternidad. Ese secreto deseo se realizará. Pero no como pensaban aquellos. No será en este mundo, pues el premio se promete para la otra vida, la eterna.
Los Apóstoles lo entendieron después, con la sabiduría que les dio el Espíritu Santo: Jesús, siendo Dios, se despojó de su rango hasta hacerse hombre, tomó la forma de siervo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Sirviendo, triunfó, nos salvó.
Que también yo entienda, Señor, que tu humillación suprema y única es el camino claro, decidido y generoso que he de recorrer con abnegación y gozo. También yo estoy dispuesto a beber tu cáliz.
(P. Jesús Martínez García)
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