Cinco panes y dos peces
Todos sabemos lo que significa el pan. Entre otros aspectos, nos trae connotaciones de bienestar. Nos recuerda que, el trabajo, nos procura aquello que más necesitamos para seguir adelante: el pan de cada día.
El sabor a pan marca también el evangelio de este domingo. El secreto de la generosidad no está en la abundancia sino en la bondad del corazón. Constantemente nos encontramos con personas acaudaladas que son inmensamente tacañas y, por el contrario, con gente con escasos recursos económicos que son tremendamente espléndidos.
Y es que, la buena voluntad, es lo que nos hace grandes, solidarios, cercanos y sensibles a las carencias de los demás. Cuando existe la buena voluntad, está asegurado el primer paso para alcanzar un corazón grande. Es el todo, aun teniendo poco.
Para muestra un botón; un Jesús consciente de la necesidad de aquellos que le escuchaban. Eran personas con hambre de Dios pero, como humanos, con ganas de pan recién amasado. Las dos carencias, supo y quiso satisfacer con mano providente. Jesús les dio el pan del cielo y les multiplicó a manos llenas el pan que requerían para seguir viviendo.
¿Qué hubiera ocurrido con aquellas personas si Jesús no hubiera salido al frente de aquella necesidad? ¿Hubieran desertado? ¿Se hubieran quedado famélicos y decepcionados? Tal vez. Pero, el Evangelio, nos habla del auxilio puntual de Jesús. En su mano se encuentra la bondad misma de Dios. Es un Dios que salva al hombre de sus angustias.
Que aprendamos esta gran lección: la felicidad no reside tanto en el tener cuanto en el compartir. Cuando se ofrece, el corazón vibra, se oxigena, se rejuvenece. ¿Sirve, al final de la vida, un gran patrimonio que no ha estado inclinado o abierto al servicio de alguien o de una buena causa cristiana?
Todos, cada día, debiéramos de mirar nuestras manos. No para que nos lean el futuro, cuanto para percatarnos si –en esas horas– hemos realizado una buena obra; si hemos ofrecido cariño; si hemos desplegado las alas de nuestra caridad; si hemos construido o por el contrario derrumbado; si nos hemos centuplicado o restado en bien de la justicia o de la fraternidad.
Si, amigos. Cada día que pasa, cada día que vivimos es una oportunidad que Dios nos da para multiplicarnos, desgastarnos y brindarnos generosamente por los demás.
Al fin y al cabo, en el atardecer de la vida, nos examinarán del amor. Dejarán de tener efecto nuestras cuentas corrientes. Nuestras inversiones. Nuestros apellidos y nobleza. Nuestra apariencia y riqueza… y comenzará a valer, su peso en oro, las manos que supieron estar siempre abiertas.
* P. Javier Leoz
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