Situaciones tormentosas
Han pasado las grandes solemnidades de Pentecostés, la Santísima Trinidad o el Corpus y, la vida de los cristianos, retoma o recobra la normalidad. Aunque, siempre, la vida de un cristiano tendrá que ser extraordinaria, una continua fiesta, una gloria a la Trinidad, una apertura al Espíritu y un recoger fuerzas de la fuente de la Eucaristía.
A los cristianos, cuando somos bautizados, no se nos hace un seguro de vida. Es decir; no se nos garantiza que por el hecho de serlo, vayamos a estar exentos de dudas y de batallas, de dificultades y de tormentas.
Jesús, que era el Señor, no vivió ajeno a ellas, los discípulos tampoco ¿y nosotros? Posiblemente si analizamos nuestra propia historia, encontraremos enseguida situaciones tormentosas. Momentos en los que hemos sentido que el mundo (la familia, el matrimonio, el sacerdocio, la profesión, etc.) se nos iba entre las manos, se abría en mil fisuras bajo nuestros pies.
¿Dónde está, entonces, la lotería de ser seguidor de Jesús? Pues precisamente en fiarnos de Él; en caminar con Él y en dejarnos guiar por Él. No hay más remedio. Si somos de los suyos, las turbulencias (que las hay y duras en nuestra existencia) serán prueba de nuestra fidelidad; clave para ver la consistencia de nuestra fe; criba que purifica el grano de trigo de la simple paja.
Últimamente oímos demasiado que estamos en tiempos difíciles para la fe. Pero lo cierto es que, desde siempre, el Reino de Dios ha tenido sus “contrarios”, sus “detractores”. Y, precisamente por ello, enseguida, surgían hombres y mujeres que levantaban –con más fuerza si cabe– el testigo del amor de Jesús.
A los que nos decimos amigos de Jesús, no nos deben de asustar las tormentas que dañan la imagen de la Iglesia (tampoco quedarnos de brazos cruzados); no nos debe de paralizar cuando, la barca de nuestra fe, haga ademán de sacudirnos fuera. Y no nos debe de asustar porque, entre otras cosas, Jesús va por delante.
La propuesta del Evangelio, desde sus mismos inicios, encontró adhesiones, deserciones y críticas. El mensaje de Jesús, cuando se vive medianamente bien, asombra. Y puede asombrar en dos sentidos:
- Cuando los cristianos vivimos convencidos y con entusiasmo el hecho de que somos Hijos de Dios y, por lo tanto, damos razón de Él allá donde estamos.
- Cuando los cristianos nos diluimos en medio del café del mundo y, lejos de darle sabor, apenas se nota nuestro ideario, nuestra pertenencia a la iglesia, nuestra experiencia de Jesús Resucitado.
Si, amigos, podemos asombrar en doble dirección: cuando se nos nota lo que somos y, por el contrario, cuando somos insípidos en el ser, hablar y obrar.
Retomamos este tiempo sin grandes solemnidades ni fiestas. Es el momento oportuno para situarnos delante del Señor. Para retomar, con serenidad, la oración, la Eucaristía. Para interpelarnos sobre nuestros temores ¿A qué tenemos miedo? ¿Por qué tenemos miedo? ¿A quién?
Si, el Señor, nos ha dicho que estará con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, esta promesa nos debe de producir una disensión y una sensación de paz, de confianza y de fe.
(P. Javier Leoz)
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