Meditaciones de Adviento
Considera como habiendo criado Dios al primer hombre para que le sirviese y amase en esta vida, y después conducirle a la vida eterna, a reinar en el paraíso; a este fin le enriqueció de luces y de gracias. Pero el hombre ingrato se reveló contra Dios, negándole la obediencia que le debía de justicia y por gratitud, quedando de esta suerte el miserable privado con toda su descendencia de la divina gracia y excluido por siempre del paraíso. Mira después de esta ruina del pecado perdidos a todos los hombres. Todos vivían ciegos entre las tinieblas, en las sombras de la muerte. Mas Dios, viéndolos reducidos a este miserable estado, determina salvarlos. Y ¿cómo? No manda ya a un ángel o a un Serafín; si que para manifestar al mundo el amor inmenso que tenía a estos gusanos ingratos, envío a su mismo Hijo a hacerse hombre y a vestirse de la misma carne de los pecadores, para que satisficiese con sus penas y con su muerte a la justicia divina por los delitos de ellos, y así los librase de la muerte eterna; y reconciliándolos con su divino Padre, les alcanzase la Divina Gracia, y los hiciese dignos de entrar en el reino eterno. Pondera aquí de una parte la ruina inmensa que trae el pecado, privándonos de la amistad de Dios y del paraíso, y condenándonos a una eternidad de penas. Pondera de la otra el amor infinito que Dios mostró en esta grande obra de la Encarnación del Verbo, haciendo que su Unigénito viniese a sacrificar su vida Divina por manos de verdugos sobre la cruz en un mar de dolores y vituperios, para alcanzarnos el perdón y la salvación eterna. ¡Ah! Que al contemplar este gran misterio y este exceso de amor cada cual no debería hacer otro que exclamar: ¡Oh Bondad Infinita! ¡Oh Misericordia Infinita! ¡Oh Amor Infinito! ¿Un Dios hacerse hombre, para venir a morir por mí...?
(San Alfonso María de Ligorio)
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