Domingo de Pentecostés
Supongo que es igual en la mayoría de los idiomas. Cuando se habla de babel, la gente piensa en la confusión, aun la tontería. El Génesis describe el origen de la palabra. Una vez el mundo entero hablaba el mismo lenguaje. Entonces los hombres de la ciudad llamada Babel conspiraron a construir una torre para que lleguen al cielo. Pensaban que el logro les hiciera famosos. Dios bajó del cielo para ver lo que estaba haciendo. Cuando observó la torre, confundió el lenguaje de los hombres de modo que tuvieran que dejar el proyecto. No se dice específicamente, pero se puede pensar que Dios sembró la confusión en los hombres por el amor. Supo que iban a lastimarse si habrían continuado. De todos modos en la historia de Pentecostés vemos el proceso en revés.
La lectura de los Hechos de los Apóstoles cuenta de la venida del Espíritu Santo a los discípulos. Desciende con el ruido de miles de aves aleteando sobre un espacio. Entonces aparecen sobre los discípulos lenguas de fuego simbolizando el poder de hablar apasionadamente. Los discípulos son capacitados a proclamar al mundo el amor de Dios en Jesucristo. La maravilla es que todos los extranjeros presentes entienden a los proclamadores en sus propios idiomas. Es como si con el amor de Dios se descubriera el fuego por la segunda vez.
En la segunda lectura San Pablo cuenta del resultado de la venida del Espíritu. La gente forma la Iglesia, que él llama “el Cuerpo de Cristo” en el mundo presente. Los hombres y mujeres vienen de diferentes naciones, razas, y clases sociales. No importan sus orígenes sino su bautismo. Todos han sido inundados con el mismo Espíritu del amor. Ya ellos también pueden salir al mundo para anunciar el amor de Dios. Sin embargo, no será misión individual sino comunal. Algunos salen en el camino. Otros rezan por su éxito. Todavía otros trabajan para apoyar el proyecto.
El evangelio subraya un tema céntrico de la misión. Con el don del Espíritu Jesús les otorga a sus discípulos la autoridad para perdonar pecados. Sin el perdón el amor sería como algodón de azúcar; eso es, toda dulzura y poca substancia. Porque el perdón nos exige a dejar atrás el odio y el rencor, nos cuesta mucho. El Señor está diciendo que cuando perdonamos, Dios nos apoya.
Ciertamente el entendimiento tradicional que la Iglesia ha dado este evangelio tiene valor. Los obispos y sacerdotes tienen el poder de liberar a los pecadores de sus deudas. Pero vale aceptar la frase también como la voluntad de Dios que perdonemos al uno y otro.
Vemos la necesidad de perdonar en los sucesos recientes. La pandemia ha mostrado la fragilidad del mundo. Aun las naciones más avanzadas no podían proteger a sus poblaciones del virus. Miramos como un portaaviones estadounidense estuvo casi discapacitado por el virus entre su tripulación. Deberíamos entender el virus como una advertencia de Dios al mundo. Quiere que detengamos la búsqueda insistente para elevar el yo con más poder, plata, y placer. En lugar de edificar el yo, Dios quiere que todos los pueblos se hagan más como una gran comunidad. Eso es, que veamos a uno al otro más como parejas que amenazas. Considerando todas las enemistades que existen ahora, para cumplir la tarea tenemos que ser dispuesto a perdonar.
La pandemia nos ha enseñado mucho. Los científicos saben más de los virus: cómo originen y cómo se contienen. Los gobiernos han aprendido algo sobre cómo controlar una crisis. La gente está más consciente de la sanitación. Todo este conocimiento ha tenido un costo muy alto. Pero valdría la pena si se añade una enseñanza de más. Valdría si al final el mundo se hace dispuesto a perdonar los pecados del uno y otro.
* Padre Carmelo Mele OP
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