Soplo Divino; Domingo de Pentecostés
Los que antes estaban asustados, apocados y escondidos, ahora se transforman en audaces misioneros
Por: Mons. Enrique Diaz, Obispo de la Diócesis de Irapuato | Fuente: Catholic.net
Lecturas:
Hechos 2, 1-11: “Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar”
Salmo 103: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.”
Gálatas 5, 16-25: “Los frutos del Espíritu”
San Juan 15, 26-27; 16, 12-15: “El Espíritu de la verdad los irá guiando hasta la verdad plena”.
Hoy celebramos el día de Pentecostés y los textos litúrgicos lo expresan con una gran efusión de signos que nos quieren indicar esta presencia dinámica, vital y renovadora del Espíritu en medio de la Iglesia. Son muchas “las señales” que emplea la Escritura para hablarnos de la irrupción del “Consolador”, prometido por Jesús a sus discípulos. Cada uno de estos signos encierra una gran enseñanza y nos habla, aunque parcialmente, de su actividad: el fuego, el viento y el rocío; el agua o la lluvia, la paloma y la nube, la lengua que todos comprenden. Pero el Espíritu es mucho más y no puede ser encerrado en un símbolo que se utiliza para representarlo. Quizás en diferentes etapas de nuestra vida y en diversas circunstancias nos llama más la atención una figura en especial. En estos días me he estado preguntando por qué se aparecerá con frecuencia bajo el signo del viento, en el día de Pentecostés como un viento huracanado, fuerte, estruendoso.
Para nosotros la palabra Espíritu no nos sonaría tan dinámica y tan llena de vida porque la hemos reducido más un sentido metafísico, designando un “no ser material”, pero ya desde inicio mismo del Antiguo Testamento la palabra que se usa en hebreo para designarlo, “ruaj”, tiene el profundo significado de “aliento de vida”, de un modo especial su manifestación en la respiración, el hálito, el resuello, que manifiesta toda esa vitalidad interior que bulle por dentro de una persona y que es signo de su vida. Viento, vendaval, brisa, aire, aura, son expresiones que se quedan cortas cuando queremos expresar todo lo que es el Espíritu. Es una fuerza que arrastra, palpable y evidente, aunque los ojos no puedan ver más que sus efectos. Es el “soplo” de Dios, su propio aliento, que infundido en la figura del barro la transforma en una persona a su imagen y semejanza. Es el viento poderoso que hace surgir a los jueces y los profetas en un pueblo urgido de esperanzas de salvación. Es la brisa suave y silenciosa que manifiesta presencia de Dios. Es el viento que sopla en Jesús, que se ve impulsado, “ungido por el Espíritu”, para realizar su misión: anunciar Buena Nueva, proclamar liberación, abrir los ojos y anunciar un año de gracia. Jesús es el hombre arrastrado por el Espíritu.
Y en este día también se nos presentan los discípulos, aquella pequeña y desamparada comunidad, atemorizada ante un mundo hostil, pero que en un determinado momento sienten el mismo “viento”, el mismo Espíritu que impulsó a Jesús. Viento poderoso capaz de hacerles cambiar de vida, de mentalidad y de religión. Los que antes estaban asustados, apocados y escondidos que no pensaban más que en escapar de una muerte semejante a la de su Maestro, ahora se transforman en audaces misioneros capaces de enfrentarse al Sanedrín, de abrir fronteras, de expresarse en nuevos lenguajes, de dejar la seguridad del Cenáculo para explorar nuevos espacios donde resuene la Buena Nueva. Jesús, con su “soplo” y sus palabras de envío, confía a los discípulos la misma misión que le otorgó el Padre, con todos sus compromisos y obligaciones, con todas sus manifestaciones, una de las cuales será el perdón y la reconciliación, la búsqueda de la justicia y de la verdad. Con el “soplo” de Jesús son transformados en misioneros y testigos de la Buena Nueva que los llevará por otros rumbos para manifestar los signos de su presencia. El Espíritu los conducirá a la verdad y podrán dar testimonio ante un mundo incrédulo y desconfiado.
A veces los cristianos damos la impresión de ser una barca anclada, impasible, que no quiere que la toque el viento y que permanece inmóvil, con apariencia de ser fiel, pero que no se deja impulsar, que no despliega sus velas porque tiene miedo descubrir nuevos horizontes. No son los grandes vientos los que más nos amenazan, sino la pasividad, la calma chicha, lo cotidiano, lo cómodo y la indiferencia. Permanecemos como aguas estancadas que al no removerse se contaminan y se pudren. Permanecemos asustados e indiferentes ante un mundo en cambio; nos instalamos en nuestros miedos y preocupaciones personales y no somos capaces de abrirnos al soplo del Espíritu. A veces en nuestro conformismo, nos dejamos llevar por vientos nocivos, destructores, con tal de seguir la corriente del mundo y su cultura de muerte.
Hoy debemos experimentar este “viento”. Hace falta que levantemos la cabeza y aspiremos profundo para que nos interiorice y haga brotar nuestra fuente profunda. Hoy hay viento, hay rumbo, hay destino, hay misión. Hoy debemos abrir de par en par nuestras puertas para que “el soplo del Espíritu” renueve y transforme. Hoy es un día muy especial para entrar un momento en nuestro interior y escuchar, más allá de lo cotidiano, lo acostumbrado y lo trivial, la voz de Dios y el viento, suave y poderoso, capaz de empujar nuestra nave a buenos puertos. Es día de pedir para cada uno de nosotros y para nuestra Iglesia, el “viento” de Jesús. Hoy es día para anunciar nueva reconciliación, nuevo lenguaje de paz, capaz de superar barreras y divisiones, hoy es día de nuevas actitudes frente al hermano. Es día para dejar escuchar dentro de nosotros al Espíritu de justicia y de verdad ¿Le abriremos nuestro corazón?
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