Volver a sentir como niños
¿Se acuerdan cuando uno era niño y todos los cuentos terminaban con finales felices? ¿Cuando la Navidad era mágica porque el Niño Dios venía a premiarnos por habernos portado bien? ¿O cuando el Ratón Pérez nos dejaba regalos por los dientes de leche?
La mayoría de nuestros padres nos enseñaban a rezarle a nuestro ángel de la guarda para que nos protegiera y pudiéramos dormir plácidamente, y nosotros veíamos el mundo con ojos y corazones puros.
¿En qué momento cambiamos de ver el mundo con esos ojos de ilusión de la niñez? ¿En qué momento dejamos de creer en la magia? Me imagino que muchos estarán diciendo que sucede cuando a uno le “toca” madurar o “toca” asumir la realidad.
Hay un punto en nuestras vidas cuando nuestros propios padres, esos mismos que nos incentivaban y hasta nos enseñaron a volar con nuestra imaginación y nuestros sueños, se encargan de “aterrizarnos”. Constantemente nos inculcan frases célebres como “cuidado que de eso tan bueno no dan tanto”, “bájate de esa nube”, “eso de felices para siempre solo pasa en los cuentos de hadas y en las telenovelas”. Y así nos van estallando la maravillosa burbuja que se expande infinitamente durante la niñez.
Como adultos, son los que son considerados los dueños de la verdad. Se consideran más inteligentes porque son “realistas” y con total vehemencia y autoridad tildan a los que creemos en el amor eterno y en la felicidad de unos ilusos que no tienen ni idea de lo que estamos hablando. Incluso, se quedan esperando con ansias que nos estrellemos contra el mundo con el único propósito de confirmar sus teorías de calamidad y poder decirnos un “se lo dije”.
No estoy negando que el peso y la magnitud de responsabilidades no cambie drásticamente con los años, lo que sí estoy planteando es que la manera como los afrontamos y nuestra actitud frente a la vida debe permanecer igual. Debemos blindarnos de caer en la tentación de perdernos en tanto realismo que se vuelve un pesimismo lúgubre que no nos aterriza sino que nos ahoga.
Prepararse para los golpes de la vida no nos hace más listos, solo nos impide gozarnos el proceso. Dejar de ver la magia en las pequeñas cosas no nos hace más sabios, nos hace más aburridos. Perder la fe en el amor no nos hace más precavidos, nos hace más insípidos. Dejar de creer en lo que no podemos ver no nos hace más inteligentes, nos hace estar menos inspirados.
Hoy los reto a que volvamos a sentir esa magia del corazón de la niñez en cada cosa que hagamos, y recordemos que la realidad no es lo que nos sucede sino la manera como lo percibimos.
© Alexandra Pumarejo en EL TIEMPO
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