martes, 17 de enero de 2017

LA NIETA QUE SE NOS FUE AL CIELO


La Nieta que se nos fue al Cielo
Inés vivió diez horas fuera del seno materno, para alegría de todos, y se nos fue directa al Cielo.


Porque quizás a alguien le ayude, querría contar algunos detalles del tránsito por la tierra de nuestra nieta Inés, que, gracias a Dios, fue tan breve como maravilloso.


Por: Tomás Melendo | Fuente: www.edufamilia.com 



Inesita.
Porque quizás a alguien le ayude, querría contar algunos detalles del tránsito por la tierra de nuestra nieta Inés, que, gracias a Dios, fue tan breve como maravilloso.
María, nuestra hija mayor, y Angelma, su esposo, tienen tres hijos varones.
Como estaba previsto, el domingo, 10 de mayo de 2015, María dio a luz a su cuarto-quinto hijo, la primera niña.
Cuarto-quinto porque el primer embarazo fue extrauterino: hubo que extirpar la trompa y el bebé no fue viable. Los tres que ahora mismo viven son Jaime (siete años cuando nació Inés), Pablo (seis, en aquel momento) y Alejandro (cinco, también entonces).
Inés vivió diez horas fuera del seno materno, para alegría de todos, y se nos fue directa al Cielo.
Ya lo sabíamos. Desde la segunda ecografía se advirtió que tenía una anencefalia: en estas circunstancias, el líquido amniótico impide el desarrollo del cerebro, por lo que las funciones vitales, una vez que deja el útero materno, mantienen al niño o a la niña en vida minutos, horas y, en algunos casos excepcionalísimos, días. Pero no más.
Todos éramos bien conscientes y, de nuevo gracias a Dios, estábamos ya preparados.
Los hechos
Según suele ocurrir, la realidad superó todas nuestras expectativas. El dolor es y seguirá siendo real —lo contrario sería antinatural—, aunque va disminuyendo con el transcurrir del tiempo, al paso que aumenta el gozo, sobrenatural e incluso humano.
Fue una auténtica bendición que el ginecólogo, José Ignacio, sea un estupendo creyente, con enorme prestigio en su hospital y una humanidad y una visión sobrenatural muy fuera de lo común. Supo orientar a María y Angelma en todo momento, cuidando hasta los menores detalles, con infinito cariño. Y la siguió atendiendo durante los días que pasó en el hospital y, como es lógico, también cuando lo dejó.
Ya dentro del quirófano todo era excepcional. Por desgracia, no suelen nacer los niños aquejados por esta dolencia: bien porque los abortan, bien porque fallecen en el seno materno. De ahí que bastantes de los médicos, enfermeros y enfermeras de guardia ese domingo, quisieran asistir al parto, movidos por un interés a la vez profesional y humano.
Según lo previsto, hubo cesárea, la cuarta de María, y la pequeña Inés fue bautizada en cuanto la sacaron del útero, en los brazos de su padre, Angelma, al que, por excepción, permitieron asistir a la cesárea.
Angelma se echó a llorar, emocionado, en cuanto la tuvo en sus brazos. María me comentó que es la única vez que lo ha visto llorar. Pero también lo hicieron alguno de los médicos y el capellán de la clínica que la bautizó. Este último, no durante el bautizo, sino al salir del quirófano. Ante la pregunta de una enfermera, cuando empezaba a responder, no pudo contenerse y rompió a llorar. Ella le comentó, con cierto asombro, que ya debía estar acostumbrado a situaciones análogas, a lo que el sacerdote asintió, pero añadiendo que nunca había visto a un padre agarrar con tanta fuerza a su hijo, como queriendo darle su propia vida.
Eso fue hacia las once de la mañana. A las doce, más o menos, llevaron a María para que se repusiera de la anestesia, y la pequeña Inés se vino con su padre, sus tres hermanos, los padres de Angelma, Lourdes y yo.
Primeras reacciones
La impresión, en cuanto nos quedamos con Inés, fue grande, al menos la mía. Poco más arriba de las cejas comenzaba una especie de gorrito, que habían colocado para que no se viera la enorme herida, en el lugar donde debería estar el cráneo. Los ojos eran un poco extraños —algo saltones— y también parte de la nariz; pero desde ahí hasta la punta de los pies Inesita era perfecta. La carita, que pronto comenzó a adquirir un tono levemente azulado, por faltarle el oxígeno, producía una ternura difícil de describir.
Sus hermanos, a quienes María y Angelma venían preparando desde tiempo atrás, se hicieron varias fotos con ella y con su padre; también Lourdes y yo, y lo mismo Vicentina y Valentín, sus abuelos por línea paterna.
La pudimos disfrutar, en esta primera etapa, hasta algo más de las dos de la tarde. Jaime, Pablo y Alejandro entendieron muy bien que el niño Jesús quisiera tanto a su hermanita que deseara llevársela ya consigo. Eso no impidió que se emocionaran, sobre todo el más pequeño de los tres, que parece el más brutote, como sucede a menudo entre los niños. Pero hacia las dos acusaron el cansancio de estar encerrados tanto tiempo en un cuarto pequeño: Valentín y yo nos lo llevamos a comer, dejando a Angelma y las dos abuelas con Inesita.
Conforme pasaban las horas de esa mañana, la primera sensación de cierta extrañeza dejó paso a una paz muy fuera de lo común, con la conciencia clara y palpable de que la Trinidad habitaba en esa criatura, que pronto iría a unirse completamente con Ella. Casi podía tocar a Dios. Algo que nunca en mi vida había sentido, al menos de ese modo.
Lourdes y Vicentina, que habían renunciado a comer para aprovechar más las horas de vida de su nieta, la dejaron cuando María, repuesta de la anestesia, regresó a su habitación y llevaron a Inesita con ella y con su esposo. Estuvieron los tres solos hasta alrededor de las seis.
A esa hora se celebró una Misa, que no pudo ser la de gloria —para agradecer a Dios que ya estuviera en el Cielo—, pues Inesita seguía aún luchando por vivir. Al terminar, casi todos los asistentes pasaron un momento a la habitación, para ver a la niña y a la madre, y luego nos quedamos de nuevo solos María, Angelma, Lourdes y yo, con la niña (los padres de Angelma tuvieron la sacrificada delicadeza de dejarnos solos, por eso de que la madre es nuestra hija: se lo agradeceremos siempre).
La marcha al Cielo
Todo el personal sanitario, con el ginecólogo a la cabeza, se portó de maravilla. Ya al acompañarnos a la pequeña salita donde nos instalamos, se les veía emocionados y atentos, desviviéndose en mil detalles. Como estaban poniendo tanto mimo, hubo un momento en que, casi sin pensarlo, di un beso de gratitud a las dos mujeres-médico presentes, repitiendo con énfasis: «muchísimas gracias». Ya entonces, y varias veces más a lo largo del día, una de ellas comentó, siempre con palabras parecidas y como explicando su actitud: «¡Con tanto cariño alrededor…!»
Cada media hora, más o menos, los médicos volvían a la habitación para ver cómo seguía Inesita. José Ignacio, el ginecólogo, además, para continuar dando ánimos a María y Angelma. Nos impresionó mucho que en una de las ocasiones, tras apenas saludar a María, se quedó alrededor de un cuarto de hora, con los codos apoyados en la cunita, sin decir palabra, contemplando a la niña a la que había ayudado a nacer.
Hacia las nueve de la noche nos dijeron que el corazón latía ya mucho más débil. Lourdes y yo dejamos la habitación, para que María y Angelma pudieran estar solos con su hija en esos últimos momentos. A las 21:50 nos dejó y se fue al Cielo. Nos permitieron tenerla un rato más con nosotros, recostada en el regazo de María.
Hay fotos y videos repletos de ternura.
Una vida breve, pero inmensamente fecunda
A partir del día siguiente, lunes, comenzaron las visitas. Familia más o menos cercana, amigos de María, de Angelma, etc. Todas muy emotivas y cariñosas. La tónica general era de gratitud y admiración contenida hacia los padres por haber querido gestar y dar a luz a una niña, sabiendo que la iban a tener pocas horas consigo, para entregarla inmediatamente a Dios.
Una última anécdota de estos primeros días. El martes por la mañana, al llevarle la comunión, el capellán que había bautizado a Inesita pidió a María hablar un momento con ella. Le preguntamos si prefería estar a solas, pero nos dijo que no, que nos quedáramos. Al cabo de unos veinte minutos se veía que quería llegar al terreno personal… y al fin lo hizo.
Primero agradeció a María, también para que se lo dijera a Angelma, el que hubieran tenido la generosidad de respetar la vida de la niña. Y varias veces, con leves modificaciones, repitió dos ideas.
a) La primera, que a él todo esto le había hecho pensar y orar mucho, y que le había llevado a “recolocar” varias cuestiones personales (obviamente, cada vez que lo recuerdo vuelvo a dar gracias a Dios).
b) La segunda, que le había impresionado cómo, mientras bautizaba a la niña, María, desde la cama donde estaba siendo operada, forzando la vista por detrás de ella, tenía los ojos fijos en Angelma, en esos momentos llorando emocionado, como queriendo darle ánimos, olvidada de sí misma: algo, efectivamente, muy femenino y muy maternal.
Cuando se marchó el sacerdote y María terminó su acción de gracias, de nuevo llorando de emoción, me dijo: «¡Papá, pero si yo no he hecho nada!»
Comentamos que así es Dios: que resultaba grandioso que Dios pudiera darle las gracias a ella por hacer lo que debía y permitir de ese modo a su hija recibir el bautismo, por lo que Inesita sería inmensamente feliz en el Cielo… y Dios se alegraría con la felicidad de esa criatura.
Bastantes veces, sobre todo cuando se trata de un grupo cercano, encuadro mis conferencias en la idea de que nuestro paso por este mundo es, más que la prueba, la gran oportunidad que Dios nos da para ir aprendiendo a amar más y mejor, de modo que vayamos siendo ya más felices aquí y, al término, habiendo dilatado las fronteras de nuestro corazón, nos quepa más Dios en el alma y seamos más felices por toda la eternidad.
Siempre me rondaba por la cabeza, junto a otros mil interrogantes y consciente de la pequeñez de mis “explicaciones”, qué sucedía con los recién nacidos que mueren. En esta ocasión vi muy claro que el engrandecimiento del corazón de Inesita era al menos proporcional al que había provocado en nosotros —sus padres, abuelos, hermanos y mucha gente más— ayudándonos a querer un poco más y mejor.
¡Qué fecundidad la de esas diez horas! La querría yo para mí.
Favores
Muy pronto, al menos los más allegados, comenzamos a encomendarnos a su intercesión. A Angelma le contaron que, en una situación análoga, san Josemaría había dicho al padre de un niño —muerto también a muy temprana edad— que no olvidara que, en el Cielo, seguía siendo hijo suyo y, por lo tanto, que le debía obediencia, y que lo “aprovechara”.
Angelma lo hace constantemente e Inesita, de ordinario, le “obedece”, dando lugar a múltiples anécdotas. Resumo una de las más simpáticas. Angelma cursó la carrera de farmacia y, después de un largo período en Dublín, se ha ido haciendo cargo de la farmacia que fue de su madre. Los sábados suele estar solo en la farmacia y hay poquísimos clientes. El que siguió al fallecimiento de Inés, apelando a su autoridad como padre, le pidió que esa tarde sí que hubiera ventas y, según nos comentó después, fue uno de los días en que más productos se vendieron: hasta una especie de crecepelos para varones de mi estilo —es decir, calvos, pelones—, muy caro y de muy difícil salida.
La última que recojo es bastante impresionante. Estando toda la familia de acampada, una de las hijas, de dos años de edad, desapareció una tarde. Estuvieron buscándola lo que quedaba de día, sin éxito. A la mañana siguiente, la madre, ya resignada a no hallarla viva, pidió por intercesión de Inesita —sus hijos van al mismo colegio que nuestros nietos— que, al menos, la encontraran, aunque fuera muerta.
Como es lógico, habían avisado a la policía y esta a los vecinos de la zona. Esa misma mañana llamó el dueño de una finca, porque había oído llorar no hacía mucho, se acercó y se topó con la niña: estaba viva, con rasguños y síntomas de deshidratación; pero se repuso rápidamente.
Para María y Angelma, Inesita ha pasado a ser un miembro más —muy especial, sin duda— de la familia. Se refieren a ella con toda naturalidad, le siguen pidiendo favores y fomentan en sus hermanos el cariño hacia la que ya tienen en el Cielo.
Para concluir…
Termino con un nuevo “favor” de Inesita. En uno de mis correos a un grupo de matrimonios mexicanos a los que me había dirigido durante un curso, les conté la historia de Inesita y les animé a encomendarse a ella, si les parecía, como ahora hago con quienes me lean. Me respondieron muchos, pero este que recojo es un testimonio muy particular.
El 2015-10-26, uno de los alumnos me escribe:
«Gracias a Dios, 31 años de casados. De los retos familiares, lo más destacable es que D. y nuestra hija G., la mayor, no han podido encargar su bebé, llevan cinco años de casados, los encomendamos a Inés para que Dios les dé el milagro de la vida. Un abrazo»
El 2015-10-30 recibo este otro mensaje, del mismo matrimonio:
«Tomás y Lourdes, con gran alegría les avisamos que Inesita ya intercedió para que Dios nos hiciera ese gran milagro y nuestra hija G. y D. ya están esperando su bebé, hoy recibimos esa gran noticia y se las compartimos con una gran gusto, ¡muy agradecidos por sus oraciones!»

Tomás Melendo

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