Aquel poeta que buscaba a Dios en las estrellas
Aquél que hasta ese momento había buscado respuestas, y tan solo había encontrado el eco de su propia voz rebotando en un muro de impía oscuridad, por fin veía un destello
Por: Antonio Gil-Terrón Puchades
La tierra, dentro de miles o millones de años, será inhabitable y por fin perecerá. Entonces, será como si este planeta no hubiese existido jamás, todo será arrinconado en el vacío del olvido. Nadie llevará ya en sí la memoria de lo que aquellos extraños seres, que un día vivieron en la tierra y se llamaban hombres, realizaron y sufrieron... Todo habrá sido perfectamente inútil y esta comedia, que habrá durado miles de años y de la que nadie habrá sido espectador, podía igualmente no haber tenido lugar. ¿No es esto de una vertiginosa ridiculez? ¿No es para aullar de angustia y refugiarse en la muerte?
Por espacio de un momento, breve como el zigzag de un relámpago, estamos en la tierra, vivos, con los ojos abiertos, atormentados por todos los deseos y por todos los ensueños, queriendo alcanzar y abarcar lo imposible, interrogamos al pasado, leemos lo que los hombres han pensado antes de nosotros, y nada sacamos en claro; interrogamos a la tierra, al cielo, a las estrellas, a los abismos de los espacios y a los de nuestra propia alma, lloramos de nostalgia por la belleza, gesticulamos apasionadamente y, de repente, caemos muertos y ya no hay nada más, nada, nada, nada, nuestros ojos están cerrados para siempre, los ojos con que ahora miramos las estrellas, esas estrellas que no nos recordarán.
¿Qué significa la vida, a cuyo término está la muerte, ese inmenso agujero negro donde vamos cayendo uno tras otro como piedras? Decididamente es una perfecta estupidez tomarse la vida en serio si no existe el alma. Pero ¿acaso las religiones no son más que un hermoso sueño, bellas mentiras consoladoras a las que el hombre se aferra ante la perspectiva de desaparecer tragado por la noche espantosa de la muerte? ¿Contienen una realidad o no son más que quimeras? Sigo perplejo ante los enigmas. ¿Dónde puedo encontrar la verdad?
Los tres párrafos que anteceden fueron escritos por un escritor ateo llamado Pieter van der Meer, poeta holandés nacido en Utrecht en 1880, y fallecido en Breda en 1970. En el texto que hemos leído hay mucha más filosofía y teología que en muchos libros especializados. Pero Pieter no era ni filósofo, ni teólogo, tan solo era un sencillo poeta como el que ahora les escribe.
Pieter van der Meer encontró finalmente respuesta a todas sus preguntas. Fue a raíz de una visita a un monasterio trapense, cuando comenzó la aventura que iba a marcar su vida y la de su familia. En aquellos momentos escribió:
«Nunca se me había ocurrido pensar que en nuestro tiempo existiese todavía semejante fenómeno: hombres que consagraban su vida a la oración... Si Dios no existe, ¿no es absurdo todo esto? En tal caso, sería algo propio de idiotas, de dementes, algo incluso criminal lo que hacen estos hombres, es decir, aislarse, renunciar a los placeres de la vida y adorar y glorificar algo que no existe. No obstante, en este lugar siento yo orden, paz y la atención está fija en el mundo interior, en el alma, en lo eterno...»
Cuando Pieter van der Meer abandonó el monasterio, algo en su interior ya había cambiado. Aquél que hasta ese momento había buscado respuestas, y tan solo había encontrado el eco de su propia voz rebotando en un muro de impía oscuridad, por fin veía un destello, una débil y trémula luz que en breve se habría de convertir en una explosión de luz que iba a iluminar su alma para siempre. Así narra - el propio Pieter - lo sucedido:
«Esta mañana (4 de diciembre de 1909) he estado en misa en la capilla del convento de las benedictinas... Por primera vez, he experimentado la sensación de que ocurría algo indecible, cuando el sacerdote pronuncia las palabras de la consagración. No sé decir cómo o de dónde me vino ese pensamiento, pero supe que algo había cambiado y que allí había ocurrido algo de una tremenda grandeza».
La llama estaba ya encendida en su corazón, y a partir de ese momento no habría viento capaz de apagarla.
Pieter había encontrado por fin la paz que su alma demandaba: «Cada mañana y cada noche nos arrodillamos los tres (con mi esposa e hijo) ante el pequeño crucifijo y oramos. Recitamos las plegarias en voz alta y yo me esfuerzo en rodear cada palabra de la más viva atención... Hago la señal de la cruz y la paz mora en mi corazón. No lo comprendo y no sé explicarlo. Me siento pequeño y, al mismo tiempo, inmensamente grande. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¿Por qué sobre mí? ¿Por qué sobre nosotros esta gracia abrumadora?».
Pieter fue bautizado en la fe católica el 24 de febrero de 1911. Al día siguiente escribió: «El acontecimiento de ayer es el centro de mi vida, por siempre. Ahora soy cristiano. No se trata de un bello juego de imaginación, no se trata de autoengaño con palabras bien sonantes, no se trata de una hermosa apariencia ni de una consoladora mentira, no, se trata de una realidad eterna. Soy cristiano por toda la eternidad».
Los golpes que la vida le habría de deparar, jamás pudieron quebrar su fe. Seis años después de su bautismo fallecía, a la edad de tres años, su hijo pequeño. Su hijo mayor, Pieterke, que había ingresado en un convento como monje, falleció a los cinco años de haber sido ordenado sacerdote. Su hija ingreso en un convento de monjas, y su esposa, amiga y compañera, falleció en 1954, quedando Pieter solo en el Mundo; mejor dicho, solo no, sino a solas con Dios.
Fue tras el fallecimiento de su esposa cuando Pieter van der Meer publicó su libro "NOSTALGIA DE DIOS", en el que narra la historia de su vida, y del que he extraído los textos que figuran en el presente artículo.
Según parece la fe de los creyentes procedentes de una conversión suele ser más sólida que la de algunos creyentes "de los de toda la vida" que jamás se han preocupado de cultivar su fe, y que tras sufrir alguna desgracia familiar, comienzan a culpabilizar y a insultar a Dios, como acto previo a declararse ateos.
Dios nos libre de vernos en semejante tesitura, pero si en alguna ocasión debemos de tragar ese cáliz, pidámosle al Padre que nos dé la misma fortaleza que le dio a Pieter van der Meer, aquel poeta que buscaba a Dios en las estrellas, sin darse cuenta que siempre había estado a su lado.
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