Autor: P Clemente González | Fuente: Catholic.net
¡Cristo ha resucitado!
¡Levántate tú que duermes, y te iluminará Cristo Resucitado!
Cristo resucitado, me atrevo a ponerme en tu presencia para que me llenes de Ti y del gozo de tu triunfo sobre el mal y la muerte. Creo firmemente en tu presencia renovadora, pero aumenta mi pobre fe. Confío que eres Tú quien me guiará en esta meditación y en toda mi vida para vivir como un hombre o mujer nuevo(a). Enciéndeme con el fuego de tu amor, para que me entregue a Ti sin reservas y quemes con tu Espíritu Santo mi debilidad y cobardía para darte a conocer a mis hermanos.
Enséñame, Cristo resucitado, a descubrirte, para ser un instrumento de tu amor, a buscar las cosas de arriba y a gozar de tu presencia a lo largo del día. Transfórmame, como a los primeros discípulos, en un apóstol convencido de tu resurrección, capaz de darlo todo por Ti.
1. «Mujer, ¿por qué lloras?»
Las horas amargas del calvario han dejado una huella profunda en los discípulos. Aflora en ellos la duda, el desencanto. Les viene el deseo de regresar al pasado, de no haberse encontrado nunca con Cristo, de no haberle nunca entregado su amor.
Quizás el prototipo de estos momentos de soledad y abandono es María Magdalena. Ella había cambiado radicalmente su vida para consagrarse completamente al amor de Jesucristo, y sin embargo, ahora no lo encuentra. Llora desconsolada. Cristo se le aparece bajo la forma del jardinero y pregunta...
A nosotros también nos ocurre que el Señor se nos “esconde”, no lo hallamos con la facilidad de antes, y podría tocar a nuestra puerta el llanto, la desazón... Pero es necesario abrir bien los ojos. María todavía no tiene una fe plena en su Señor. Él ha muerto, y parece que todo ha terminado... ¡Lo tiene delante y no lo reconoce!
¿No nos sucede a nosotros otro tanto? Cristo está delante de nosotros en esa situación difícil, en ese fracaso aparente, en las pequeñas cruces de todos los días. Y nos pregunta, nos grita de mil maneras diversas, ¿por qué lloras? ¿No te has dado cuenta que he resucitado y estoy contigo para siempre?
Nos resulta urgente abrir los ojos de la fe. Cristo no acostumbra aparecer como Yahvé en el Antiguo Testamento. No hay rayos ni temblores. Jesucristo resucitado no quiere que le tengamos miedo y opta por lo sencillo. ¡Cristo camina con nosotros en lo cotidiano! Jesucristo se nos quiere manifestar en el trato con la familia, en la relación con el compañero de trabajo, la vecina, el cumplimiento del deber cotidiano. ¡Lo tenemos delante de los ojos, pero muchas veces no queremos descubrirlo! Da la impresión, en ocasiones, que conocer a Cristo sería más “fácil” si pusiera requisitos más complicados ... pero a Cristo se le conoce en la humildad de lo ordinario vivido de modo extraordinario.
“¡Levántate tú que duermes, y te iluminará Cristo!” nos anuncia la liturgia pascual. Pero podríamos decir también, levántate tú que estás abatido, triste, confundido, y sal al encuentro del Resucitado. Él ha olvidado ya tu pasado, tus traiciones e infidelidades. Él quiere secar hoy tus lágrimas. Es por eso que, como con María Magdalena, quiere iniciar contigo ahora un diálogo de corazón a Corazón...
2. «Si tú te lo has llevado...»
María Magdalena es una mujer que ama profundamente a Jesucristo. Impresiona que un enamorado sea capaz de ciertas “locuras” para agradar al amado y disfrutar de su presencia. El amor, cuando es auténtico, es donación, y su único límite es no tener límites.
Este amor que no conoce obstáculos lleva a esta mujer a decir cosas que, a simple vista, pueden parecer delirios o incluso acusaciones sumamente comprometedoras. Primero le insinúa al jardinero que ha sido un profanador del sepulcro de Cristo: “si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto...” Ella no está buscando culpables, sino que pide ayuda a quien sea. Su interés está en recuperar al amor de su vida que se le ha escondido. No reprocha, no reclama, simplemente suplica: “¡Oriéntame para encontrar al Maestro!” ¿También nosotros acudimos con ese interés a nuestra dirección espiritual, a los sacramentos? ¿Le pedimos a la Iglesia, a sus ministros, con verdadero interés, que nos muestren dónde está el Cristo vivo? ¿O nos hemos acostumbrado a su presencia silenciosa en la Eucaristía y en los hermanos?
Pero el amor de la Magdalena la empuja a más: “...yo lo recogeré”. ¿Cómo podrá una mujer sola cargar una cierta distancia el cuerpo de un hombre de 33 años, con la musculatura propia de un carpintero y peregrino, de un hombre-Dios que pudo expulsar Él solo a los mercaderes del templo? A la Magdalena, nuevamente, no le interesan las dificultades: su amor la empuja a vencerlas.
En nuestra vida también hay enormes dificultades y algunas nos parecen incluso imposibles. Sin embargo, el amor de un alma convencida se crece ante la adversidad. Su amor es tan intenso que, de un cierto modo, le descubre que Cristo resucitado está a su lado. Sólo le interesa encontrarlo, poseerlo y darse a Él sin medida.
3. «¡María!»
Cristo resucitado se conmueve ante el amor desinteresado y fiel de la Magdalena y la llama por su nombre. No puede seguir ocultándose y se le descubre. Y es que un amor así, a pesar de nuestras debilidades pasadas, conmueve a nuestro Señor hasta lo más profundo de su ser y se siente “desarmado”, no puede no corresponder a nuestro amor.
Jesús ha vencido al mal – incluso el que nosotros hemos cometido –, y nosotros hemos triunfado con Él. La Magdalena se postra ante Él, y Él la llena del gozo de su resurrección, como quiere llenarnos a nosotros en este rato de oración. Sólo basta perseverar en la prueba y pedir su gracia, buscar para encontrarlo.
Pero Cristo Resucitado nos muestra que Él no se deja ganar en generosidad. María Magdalena no pensaba encontrar más que un cadáver, y sin embargo, Cristo se le muestra con su cuerpo glorioso, vivo para siempre. Animados por esta confianza, debemos también acercarnos con una disposición de entrega a Jesucristo, para pedirle que nos ayude a vencer al hombre viejo, a vivir como hombres o mujeres nuevos...
La resurrección obra una auténtica transformación en la Magdalena. Ya no llora. Ahora es enviada por Cristo a anunciar el gozo de su triunfo: “Ve y dile a mis hermanos..” ¡Por primera vez en el Evangelio Cristo nos llama hermanos suyos! ¡Se ha realizado la filiación divina: somos verdaderamente hijos adoptivos de Dios y hermanos de Cristo! Y como tales, participamos de su misma misión... La resurrección no podemos guardarla en el baúl de los recuerdos, sino anunciarla a los cuatro vientos como María Magdalena, de manera que muchos otros hombres y mujeres se conviertan en apóstoles convencidos del Reino de Cristo.
María Magdalena sale a dar testimonio de la resurrección, pero su amor no le permite sólo rezar y dar ejemplo con su vida virtuosa para que los demás conozcan a Cristo. Ella siente la necesidad, esencial a nuestra vocación cristiana, de hacer algo, hablar, predicar, atender, ayudar, etc., todo lo que pueda, para dar a conocer el amor de Cristo al mundo.
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