viernes, 22 de noviembre de 2013

LA DEVOCIÓN A LA VIRGEN MARÍA


La devoción a la Virgen
José Rivera, José María Iraburu


A la luz de las verdades recordadas, fácilmente se ve que la devoción mariana no es una dimensión optativa o accesoria de la espiritualidad cristiana, sino algo esencial.

La enseñanza de San Luis María Grignion de Montfort (1673-1716), cada vez más vigente y recibida por la Iglesia, expresa esta devoción de modo muy perfecto, en obras como El secreto de María y el Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen (BAC 451, 1984).

Veamos, pues, los aspectos principales de esta devoción cristiana a la Santa Madre de Dios.

El amor a la Virgen María es, evidentemente, el rasgo primero de tal devoción. ¿Cómo habremos de amar los cristianos a María? Algunos temen en este punto caer en ciertos excesos. Pues bien, en esto, como en todo, tomando como modelo a Jesucristo, hallaremos la norma exacta: tratemos de amar a María como Cristo la amó y la ama. Nosotros, los cristianos, estamos llamados a participar de todo lo que está en el Corazón de Cristo: hemos de tener «los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5), hemos de hacer nuestro su amor al Padre, su obediencia, su amor a los hombres, su oración, su alegría, sus trabajos y su cruz, todo. Pues bien, igualmente hemos de hacer nuestro su amor a su Madre, María, que es nuestra Madre. ¡Ése es el límite de nuestro amor a la Virgen, que no debemos sobrepasar!... No hay, por tanto, peligro alguno de exceso en nuestro amor a la Virgen. Podría haberlo en sus manifestaciones devocionales externas; pero tal peligro viene a ser superado fácilmente por los cristianos cuando en la piedad mariana se atienen a la norma universal de la liturgia y a las devociones populares aconsejadas por la Iglesia.

Amar a María con el amor encendido de Cristo es amarla con el amor que le han tenido los santos. Algo de ese apasionado amor se expresa en esta oración de Santa Catalina de Siena:

«¡Oh María, María, templo de la Trinidad! ¡Oh María, portadora del Fuego! María, que ofreces misericordia, que germinas el fruto, que redimes el género humano, porque, sufriendo la carne tuya en el Verbo, fue nuevamente redimido el mundo.

«¡Oh María, tierra fértil! Eres la nueva planta de la que recibimos la fragante flor del Verbo, unigénito Hijo de Dios, pues en ti, tierra fértil, fue sembrado ese Verbo. Eres la tierra y eres la planta. ¡Oh María, carro de fuego! Tú llevaste el fuego escondido y velado bajo el polvo de tu humanidad.

«¡Oh María! vaso de humildad en el que está y arde la luz del verdadero conocimiento con que te elevaste sobre ti misma, y por eso agradaste al Padre eterno y te raptó y llevó a sí, amándote con singular amor.

«¡Oh María, dulcísimo amor mío! En ti está escrito el Verbo del que recibimos la doctrina de la vida... ¡Oh María! Bendita tú entre las mujeres por los siglos de los siglos» (Or. en la Anunciación extracto).

La devoción mariana implica también la admiración gozosa de la Virgen. «Llena-de-gracia», ése es su nombre propio (Lc 1,28). No hay en ella oscuridad alguna de pecado: toda ella es luminosa, Purísima, no-manchada, ella es la Inmaculada. En ella se nos revela el poder y la misericordia del Padre, la santidad redentora de Cristo, la fuerza deificante del Espíritu Santo. En ella conocemos la gratuidad de la gracia, pues, desde su misma Concepción sagrada, Dios santifica a la que va a ser su Madre, preservándola de toda complicidad con el pecado. En Jesús no vemos el fruto de la gracia, sino la raíz de toda gracia; pero en María contemplamos con admiración y gozo el fruto más perfecto de la gracia de Cristo.

Los santos se han admirado de la hermosura de María porque han mirado, han contemplado con amor su rostro. San Juan evangelista, que la recibió en su casa, es el primer admirador de su belleza celestial: «Apareció en el cielo una señal grandiosa, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas» (Ap 12,1: esa mujer simboliza, sí, a la Iglesia, pero por eso mismo María se ve significada en ella). Uno de los santos más sensibles a la belleza de María es San Juan de Avila: «Viendo su hermosura, su donaire, su dorada cara, sus resplandecientes ojos y, sobre todo, la hermosura de su alma, dicen: "¿Quién es ésta que sale como graciosa mañana? ¿quién es ésta que no nace en noche de pecado ni fue concebida en él, sino que así resplandece como alba sin nubes y como sol de mediodía? ¿Quién es ésta, cuya vista alegra, cuyo mirar consuela y cuyo nombre es fuerza? ¿Quién es ésta, para nosotros tan alegre y benigna, y para otros, como son los demonios, tan terrible y espantosa?" ¡Gran cosa es, señores, esta Niña!» (Serm. 61, Nativ. de la Virgen).

El cristiano ha de tener hacia María una conciencia filial. Si ella es nuestra madre, y nosotros somos sus hijos, lo mejor será que nos demos cuenta de ello y que vivamos las consecuencias de esa feliz relación nuestra con ella. Las madres de la tierra ofrecen analogías, aunque pobres, para ayudar a conocer la maternidad espiritual de María. Una madre da la vida a su hijo de una vez, en el parto, y luego fomenta esa vida con sus cuidados durante unos años, hasta que el hijo se hace independiente de ella. Pero María nos está dando constantemente la vida divina, y su solicitud por nosotros, a medida que vamos creciendo en la vida de la gracia, es creciente: ella es para nosotros cada vez más madre, y nosotros somos cada vez más hijos suyos.

((Algunos eliminan prácticamente la maternidad espiritual de María, alegando que en el orden de la gracia les basta con Dios y con su enviado Jesucristo. Tal eliminación, aunque muchas veces inconsciente, es sumamente grave. Si un niño mirase a su madre como si ésta fuese la fuente primaria de la vida, haría de ella un ídolo y llegaría a ignorar a Dios. Pero si un niño, afirmando que la vida viene de Dios, prescindiera de su madre, con toda seguridad se moriría o al menos no se desarrollaría convenientemente. Pues bien, Dios ha querido que María fuera para nosotros la Madre de la divina gracia, y nosotros en esto -como en todo- debemos tomar las cosas como son, como Dios las ha querido y las ha hecho. Sin María no podemos crecer debidamente como hijos de Dios: la misma Virgen Madre que crió y educó a Jesús, debe criarnos y educarnos a nosotros. San Pío X decía: «Bien evidente es la prueba que nos proporcionan con su conducta aquellos hombres que, seducidos por los engaños del demonio o extraviados por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. ¡Desgraciados los que abandonan a María bajo pretexto de rendir honor a Jesucristo» (enc. Ad diem illum: DM 489)).

Grande debe ser nuestro agradecimiento hacia María, distribuidora de todas las gracias. Nótese que en la Comunión de los santos hay sin duda muchas personas, y que en cada una de ellas hay hacia las otras un influjo de gracia mayor o menor. Este influjo benéfico nos viene con especial frecuencia e intensidad de los santos, «por cuya intercesión confiamos obtener siempre» la ayuda de Dios (Plegaria euc.III). Pues bien, en la Iglesia sólamente hay una persona humana, María, cuyo influjo de gracia es sobre los fieles continuo y universal: es decir, ella influye maternalmente en todas y cada una de las gracias que reciben todos y cada uno de los cristianos. Lo mismo que Jesucristo no hace nada sin la Iglesia (SC 7b), nada hace sin la bienaventurada Virgen María.

Por eso escribe San Juan de Avila: «Ésta es la ganancia de la Virgen: vernos aprovechados en el servicio de Dios por su intercesión. Si te viste en pecado y te ves fuera de él, por intercesión de la Virgen fue; si no caíste en pecado, por ruego suyo fue. Agradécelo, hombre, y dale gracias. Si tuvieres devoción para con ella, cuando vieses que se te acordaba de ella, habías de llorar por haberla enojado. Si en tu corazón tienes arraigado el amor suyo, es señal de predestinado. Este premio le dio nuestro Señor: que los que su Majestad tiene escogidos, tengan a su Madre gran devoción arraigada en sus corazones. Sírvele con buena vida: séle agradecido con buenas obras. ¿Pues tanto le debes? Ni lo conocemos enteramente ni lo podemos contar. Mediante ella, el pecador se levanta, el bueno no peca, y otros innumerables beneficios recibimos por medio suyo» (Serm. 72, en Asunción).

Se comprende que en los cristianos sin devoción a la Virgen María haya temores y ansiedades interminables, pues son como hijos que se sienten sin madre. Por el contrario, el que se hace como niño y se toma de su mano, vive siempre confiado en la solicitud maternal de la Virgen. La más antigua oración conocida a María expresa ya esa confianza filial ilimitada: «Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios».

La llamada oración de San Bernardo, inspirada en sus escritos, y que ha recibido formas distintas, viene a decir así: «Acuérdate, oh piadosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu protección, implorado tu auxilio o pedido tu socorro, haya sido abandonado de ti. Animado por esta confianza, a ti también acudo, yo pecador, que lloro delante de ti. No quieras, oh Madre del Verbo eterno, despreciar mis súplicas, antes bien escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico».

La confianza que los cristianos debemos tener en Santa María inspira muchas y preciosas leyendas medievales. Pero sobre este tema quizá una de las más bellas páginas la encontramos en los diálogos entre la Virgen de Guadalupe y el Beato Juan Diego. Concretamente, el 12 de diciembre de 1531, en la cuarta de las apariciones, Juan Diego, preocupado por la grave enfermedad de su tío, comienza diciéndole a la Virgen: «Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña mía?»; y en seguida le cuenta su pena. «Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosisima Virgen: "Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra? ¿no soy yo tu salud? ¿no estás por ventura en mi regazo? ¿qué más has menester? No te apene ni inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que ya sanó". (Y entonces sanó su tío, según después se supo)».

Otro rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana es la imitación de María. Ella es la plenitud del Evangelio. Ella es la Virgen Fiel, que oye la palabra de Dios y la cumple (Lc 11,28). Por eso con mucha más razón que San Pablo, María nos dice: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). La Iglesia, «imitando a la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo» (LG 64), guarda y desarrolla todas las virtudes. En efecto, «mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (65).

Niños y ancianos, activos y contemplativos, laicos y sacerdotes, vírgenes y casados, todos hallan en María, Espejo de Justicia, el modelo perfecto del Evangelio, la matriz en la que se formó Jesús y en la que Jesús ha de formarse en nosotros. Es modelo de Esposa y de Madre. Pero también es modelo para sacerdotes, monjes y misioneros: «La Virgen fue en su vida ejemplo de aquel amor maternal con que es necesario estén animados todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres» (LG 65).

Por otra parte, es claro que imitar a María es imitar a Jesús, pues lo único que ella nos dice es: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). En este sentido «la Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías» (Redemptoris Mater 21).

Adviértase también que la imitación de María y la de los santos no es de idéntica naturaleza. Para un cristiano la imitación de un santo viene a ser -valga la expresión- extrínseca: ve su buen ejemplo y, con la gracia de Dios, lo pone por obra. En cambio, la imitación de la Virgen María es siempre para un cristiano algo intrínseco, en el sentido de que esa vida de María que trata de imitar, ella misma, como madre de la divina gracia, se la comunica desde Dios.

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