Cuando oras por tus queridos difuntos, te encuentras con ellos en una misteriosa comunión de fe, esperanza y amor. Ellos han transpuesto ya la frontera del tiempo y entrado en el ámbito de la eternidad, propio de Dios. Siempre que haces oración por ellos, los encuentras dentro del dulce abrazo con que Dios estrecha a los que lo aman.
Vivo en una estrella radiante de luz, no lloren mi ausencia estoy con Jesús. Cuando llegué al cielo, cuando vi su faz, mi alma dichosa se colmó de paz. El Dios de los cielos sanó toda herida, me tendió su mano y encontré la vida. Un coro de ángeles y... la Virgen María me vino a encontrar. ¿Qué más quieren hijos? ¡Dejen de llorar! ya desde mi estrella los puedo mirar. Denme una sonrisa para descansar; piensen que los amo, búsquenme en la flor, en la nueva brisa, ¡en lo que es amor! Que estoy presente como lo está el sol, yo sigo latiendo en su corazón...
Si por la fe estás abierto al sentido cristiano de la muerte, no te dejes abatir por la amargura ante una pérdida dolorosa. Tu sensibilidad puede quedar destrozada. Pero, en la zona más secreta del alma, vives una experiencia de paz, esperanza y gozo, porque estás seguro que tus muertos viven ya una existencia trascendente.
Al llegar a los setenta u ochenta años, ya no tenemos la misma energía de antes. No podemos trabajar todo el día ni divertirnos hasta muy noche. Muchos conocidos de tiempos pasados —parientes, maestros, incluso compañeros— se han marchado de este mundo. Además, el mundo contemporáneo, con sus miles de novedades, nos deja desorientados, como si despertáramos una mañana en un país extranjero.
Es tiempo de prepararnos para la muerte. La muerte nos lleva de la vida como un camión que recoge los muebles cuando nos mudamos. Es un acto pasivo que podemos resistir por un tiempo, pero al final debemos rendirnos. Pensemos en la muerte como una oportunidad de encontrarnos con Cristo. En la Carta a los Filipenses, san Pablo escribe: “Para mí, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia” (Flp 1,21). El apóstol espera su muerte como la novia que se prepara para ser recogida por su amado. También nuestra meta es vivir con el Señor para siempre.
Existen fuerzas en nuestra sociedad que van en contra de nuestro deseo de ver la muerte como ganancia. Trivializan la muerte, como si representara únicamente el final de la vida, con poco valor en sí misma. Quienes la consideran así no esperan en Cristo como su Salvador eterno. Para ellas, la vida está limitada entre el nacimiento y la muerte, y su valor se mide solo por lo que sucede dentro de esos confines.
Nuestra tradición católica es, con razón, solemne. Llevamos el cuerpo a la iglesia acompañado de su familia y amigos. Buscamos consolarnos unos a otros por la pérdida del ser querido. Nuestra presencia reconoce los logros del difunto mientras damos gracias a Dios por sus virtudes. No menos importante, rezamos para que sus vicios sean purificados, a fin de que pueda entrar en la presencia del Señor.
Hoy, en el Día de Todos los Fieles Difuntos, tenemos otra oportunidad para orar por los muertos. Pedimos a Dios no solo por nuestros seres queridos fallecidos, sino también por los miles de millones de difuntos anónimos. Queremos que el Señor perdone sus pecados y purifique sus faltas. A cambio, podemos esperar que otros, en algún momento y lugar del futuro, oren por nosotros.
Homilía del Papa León XIV en la Misa de la Solemnidad de Todos los Santos
1 de noviembre de 2025
El Papa León XIV pronunció la siguiente homilía en la Misa de la Solemnidad de Todos los Santos este 1 de noviembre en el Vaticano, en la que declaró Doctor de la Iglesia a San John Henry Newman.
A continuación el texto completo de la homilía del Santo Padre:
En esta Solemnidad de Todos los Santos, es una gran alegría inscribir a san John Henry Newman entre los doctores de la Iglesia y, al mismo tiempo, con motivo del Jubileo del Mundo Educativo, nombrarlo copatrono, junto con santo Tomás de Aquino, de todas las personas que forman parte del proceso educativo.
La imponente estatura cultural y espiritual de Newman servirá de inspiración a las nuevas generaciones, con un corazón sediento de infinito, dispuestas a realizar, por medio de la investigación y del conocimiento, aquel viaje que, como decían los antiguos, nos hace pasar per aspera ad astra, es decir, a través de las dificultades, hasta las estrellas.
De hecho, la vida de los santos nos da testimonio de que es posible vivir apasionadamente en medio de la complejidad del presente, sin dejar de lado el mandato apostólico: «brillen como haces de luz en el mundo» (Flp 2,15).
En esta solemne ocasión, deseo repetir a los educadores y a las instituciones educativas: “brillen hoy como haces de luz en el mundo”, gracias a la autenticidad de su compromiso en la investigación coral de la verdad, a su coherente y generoso compartir, a través del servicio a los jóvenes, particularmente a los pobres, y en la experiencia cotidiana de que «el amor cristiano es profético, hace milagros» (cf. Exhort. ap. Dilexi te, 120).
El Jubileo es una peregrinación en la esperanza y todos ustedes, en el gran campo de la educación, saben bien cuánto la esperanza sea una semilla indispensable. Cuando pienso en las escuelas y en las universidades, las considero como laboratorios de profecía, en donde la esperanza se vive, se manifiesta y se propone continuamente.
Este es también el sentido del Evangelio de las Bienaventuranzas proclamado hoy. Las Bienaventuranzas traen consigo una nueva interpretación de la realidad. Son el camino y el mensaje de Jesús educador.
A primera vista, parece imposible declarar bienaventurados a los pobres, a aquellos que tienen hambre y sed de justicia, a los perseguidos o a los trabajan por la paz. Pero, aquello que parece inconcebible en la gramática del mundo, se llena de sentido y de luz en la cercanía del Reino de Dios.
En los santos vemos cómo ese Reino se acerca y se hace presente en medio de nosotros. San Mateo, acertadamente, presenta las Bienaventuranzas como una enseñanza, proponiendo a Jesús como Maestro que transmite una nueva visión de las cosas y cuya perspectiva coincide con su camino.
Las Bienaventuranzas, sin embargo, no son una enseñanza más, son la enseñanza por excelencia. Del mismo modo, el Señor Jesús no es uno entre tantos maestros, sino el Maestro por excelencia. Más aún, es el Educador por excelencia.
Nosotros, sus discípulos, estamos en su escuela, aprendiendo a descubrir en su vida, es decir, en el camino que Él recorrió, un horizonte de sentido capaz de iluminar todas las formas de conocimiento. ¡Ojalá que nuestras escuelas y universidades sean siempre lugares de escucha y de práctica del Evangelio!
A veces, los retos actuales pueden parecer superiores a nuestras posibilidades, pero no es así. ¡No permitamos que el pesimismo nos venza!
Recuerdo lo que mi querido predecesor, el Papa Francisco, subrayó en su discurso ante la Primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación, que debemos trabajar juntos «para liberar al ser humano de la sombra del nihilismo, que es quizás la plaga más peligrosa de la cultura actual, porque es la que pretende borrar la esperanza».[1]
La referencia a la oscuridad que nos rodea nos remite a uno de los textos más conocidos de san John Henry, el himno Lead, kindly light («Guíame, Luz amable»). En esa hermosa oración, nos damos cuenta de que estamos lejos de casa, que nuestros pies vacilan, que no logramos descifrar con claridad el horizonte.
Pero nada de esto nos detiene, porque hemos encontrado la Guía: «Guíame, oh Luz amable, entre las tinieblas que me rodean. Guíame tú». Es tarea de la educación ofrecer esta Luz amable a aquellos que, de otro modo, podrían quedarse prisioneros de las sombras particularmente insidiosas del pesimismo y el miedo.
Por eso me gustaría decirles: desarmemos las falsas razones de la resignación y la impotencia, y difundamos en el mundo contemporáneo las grandes razones de la esperanza. Contemplemos y señalemos esas constelaciones que transmiten luz y orientación en nuestro presente oscurecido por tantas injusticias e incertidumbres.
Por eso los animo a hacer de las escuelas, las universidades y toda realidad educativa, incluso informal y callejera, los umbrales de una civilización del diálogo y la paz. A través de sus vidas, dejen que trasluzca esa «enorme muchedumbre», de la que nos habla en la liturgia de hoy el libro del Apocalipsis, «[…] imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas».
Y que «estaban de pie ante el trono y delante del Cordero» (7,9). En el texto bíblico un anciano, observando la muchedumbre, pregunta: «¿Quiénes son y de dónde vienen […]?» (Ap 7,13). En este sentido, también en el ámbito educativo, la mirada cristiana se posa sobre «estos […] que vienen de la gran tribulación» (v. 14) y reconoce en ellos los rostros de tantos hermanos y hermanas de todas las lenguas y culturas, que, a través de la puerta estrecha de Jesús, han entrado en la vida plena.
Y entonces, una vez más, debemos preguntarnos: «¿los menos dotados no son personas humanas? ¿Los débiles no tienen nuestra misma dignidad? ¿Los que nacieron con menos posibilidades valen menos como seres humanos, y sólo deben limitarse a sobrevivir? De nuestra respuesta a estos interrogantes depende el valor de nuestras sociedades y también nuestro futuro» (Exhort. ap. Dilexi te, 95). Añadamos: de esta respuesta depende también la calidad evangélica de nuestra educación.
Entre el legado perdurable de San John Henry se encuentran, en este sentido, algunas contribuciones muy significativas a la teoría y la práctica de la educación. «Dios —escribía—me ha creado para hacerle algún servicio definido. Me ha encomendado alguna obra que no ha dado a otro. Tengo mi misión. Nunca podré conocerla en esta vida, pero me será revelada en la otra» (Meditaciones y devociones, Madrid 2007, 225).
En estas palabras encontramos expresado de manera espléndida el misterio de la dignidad de cada persona humana y también el de la variedad de los dones distribuidos por Dios. La vida se ilumina no porque seamos ricos, bellos o poderosos. Se ilumina cuando uno descubre en su interior esta verdad: Dios me ha llamado, tengo una vocación, tengo una misión, mi vida sirve para algo más grande que yo mismo.
Cada criatura tiene un papel que desempeñar. La contribución que cada uno tiene para ofrecer es de un valor único, y la tarea de las comunidades educativas es alentar y valorar esa contribución. No lo olvidemos: en el centro de los itinerarios educativos no deben estar individuos abstractos, sino personas de carne y hueso, especialmente aquellas que parecen no producir, según los parámetros de una economía que excluye y mata.
Estamos llamados a formar personas, para que brillen como estrellas en su plena dignidad. Por lo tanto, podemos decir que la educación, desde la perspectiva cristiana, ayuda a todos a ser santos. Nada menos.
El Papa Benedicto XVI, con motivo de su viaje apostólico a Gran Bretaña en septiembre de 2010, durante el cual beatificó a John Henry Newman, invitó a los jóvenes a ser santos con estas palabras: «Lo que Dios desea más que nada para cada uno de vosotros es que os convirtáis en santos. Él os ama mucho más de lo que podéis imaginar y quiere lo mejor para vosotros». [2]
Esta es la llamada universal a la santidad que el Concilio Vaticano II convirtió en parte esencial de su mensaje (cf. Lumen gentium, capítulo V). Y la santidad se propone a todos, sin excepción, como un camino personal y comunitario trazado por las Bienaventuranzas.
Rezo para que la educación católica ayude a cada uno a descubrir su vocación a la santidad. San Agustín, a quien san John Henry Newman apreciaba tanto, dijo una vez que somos compañeros de escuela que tienen un sólo maestro, cuya escuela y cátedra están en la tierra y en el cielo respectivamente (cf. Sermón 292,1).
2 de noviembre: Conmemoración de todos los fieles difuntos
Domingo 2 de noviembre de 2025
1ª Lectura (Sab 3,1-9): Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí.
Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Salmo responsorial: 22
R/. El Señor es mi pastor, nada me faltará.
El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce para reparar mis fuerzas. Por ser un Dios fiel a sus promesas, me guía por el sendero recto.
Así, aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado me dan seguridad.
Tú mismo preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza con perfume y llenas mi copa hasta los bordes.
Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y viviré en la casa del Señor por años sin término.
2ª Lectura (Rom 5,5-11): Hermanos: La esperanza no defrauda porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que él mismo nos ha dado. En efecto, cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Difícilmente habrá alguien que quiera morir por un justo, aunque puede haber alguno que esté dispuesto a morir por una persona sumamente buena. Y la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores.
Con mayor razón, ahora que ya hemos sido justificados por su sangre, seremos salvados por él del castigo final. Porque, si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con mucha más razón, estando ya reconciliados, recibiremos la salvación participando de la vida de su Hijo. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Versículo antes del Evangelio (Mt 25,34): Aleluya. Venid, benditos de mi Padre, dice el Señor; tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»
Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM
(Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».
Estamos convencidos de que guardar las normas, las leyes y los reglamentos, como lo hacían los fariseos, es en sí mismo un procedimiento irreprochable. El primero de los dos hombres que subieron al tiempo a orar -según el mismo proclamó- no era ladrón, injusto ni adúltero, sino que, además, ayunaba dos veces por semana y pagaba la décima parte de todos sus ingresos. Concedemos de buena gana que un tal comportamiento es bastante correcto. No todo el mundo, por desgracia, llega hasta ahí.
Con todo, una vida de este calibre tiene un grave inconveniente: que se limita a la observancia estricta y escrupulosa de las leyes, de lo que le está impuesto desde fuera. Podríamos afirmar que es una conducta correcta pero insuficiente, porque acaba reduciendo al mínimo su espacio vital que queda materializado en un moralismo a secas. Podríamos preguntarle: ¿Qué pasa cuando la conciencia o el simple sentido común humanitario va más allá de lo que está prescrito por la ley?
Resulta que aquel comportamiento es, en el fondo de su intención, la estricta observancia de la ley por la ley, y el único móvil consistente es el egoísmo de sentir tranquilizada la propia conciencia. Todo lo que pretende el sujeto es poder dormir tranquilo mirándose a sí mismo y a su bienestar personal como el objetivo más importante de su vida. Ésta es una manera espiritual de vivir que hace personas encorsetadas y centradas sobre sí mismas, sin alas ni espacio para volar, sin miras
altruistas y generosas que le moverían a mirar a su entorno, al mundo que le rodea para ver qué hace falta ahí y qué puede hacer para que otros puedan también vivir con dignidad y tranquilidad, y el mundo sea un poquito mejor para todos.
Para que el mundo sea mejor y la humanidad avance hacia una situación esplendorosa, como correspondería a hijos de Dios llenos de esperanza, se precisan muchas personas con una visión espiritual más amplia, de manera que, sin perder de vista el cumplimiento de las leyes y los mandamientos, se fijen como objetivo irrenunciable de sus vidas el amor y la práctica del bien más allá de lo que está mandado, hasta hacer de sus vidas un servicio desinteresado a favor de los demás; actitud en la cual florece, para el sujeto que la practica, el máximo espacio de felicidad sin barreras, cortapisas ni sombras.
Personas con una mentalidad así se pierden de vista a sí mismas, mirando a la humanidad, globalmente considerada como un solo pueblo, una comunidad destinada por Dios al éxito final comunitario.
El mensaje de la revelación es claramente éste: un pueblo escogido, un pueblo santificado, un pueblo salvado; unidos todos los hombres por un único destino y una misma suerte. Un pueblo salvado compuesto por personas individuales salvadas. En este sentido debe entenderse quizás el pensamiento de algunos santos, cuando afirman que ninguno se salva solo y ninguno se pierde solo. ¿Entendemos nosotros esta visión global de la Historia de la salvación?
TEXTO COMPLETO: Homilía de Papa León XIV con motivo del Jubileo de los Equipos Sinodales y de los órganos de participación
El Papa lee la homilía en la basílica de San Pedro | Crédito: Daniel Ibañez/ EWTN News
26 de octubre de 2025
Lea aquí el texto completo de la homilía que el Papa León XIV pronunció este domingo en la basílica de San Pedro con motivo del Jubileo de los Equipos Sinodales y de los órganos de participación:
Hermanos y hermanas:
Al celebrar el Jubileo de los equipos sinodales y de los órganos de participación, se nos invita a contemplar y a redescubrir el misterio de la Iglesia, que no es una simple institución religiosa ni se identifica con las jerarquías o con sus estructuras. La Iglesia, en cambio, como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II, es el signo visible de la unión entre Dios y los hombres, de su proyecto de reunirnos a todos en una única familia de hermanos y hermanas y de hacer de nosotros su pueblo, un pueblo de hijos amados, todos unidos en el único abrazo de su amor.
Mirando el misterio de la comunión eclesial, generada y custodiada por el Espíritu Santo, podemos comprender también el significado de los equipos sinodales y de los órganos de participación. Estas estructuras expresan lo que ocurre en la Iglesia, donde las relaciones no responden a las lógicas del poder sino a las del amor. Las primeras —para recordar una admonición constante del Papa Francisco— son lógicas “mundanas”, mientras que en la comunidad cristiana el primado atañe a la vida espiritual, que nos hace descubrir que todos somos hijos de Dios, hermanos entre nosotros, llamados a servirnos los unos a los otros.
La regla suprema en la Iglesia es el amor. Nadie está llamado a mandar, todos lo son a servir; nadie debe imponer las propias ideas, todos deben escucharse recíprocamente; sin excluir a nadie, todos estamos llamados a participar; ninguno posee la verdad toda entera, todos la debemos buscar con humildad, y juntos.
Precisamente la palabra “juntos” expresa la llamada a la comunión en la Iglesia. El Papa Francisco nos lo ha recordado también en su último Mensaje de Cuaresma: «La vocación de la Iglesia es caminar juntos, ser sinodales. Los cristianos están llamados a hacer camino juntos, nunca como viajeros solitarios. El Espíritu Santo nos impulsa a salir de nosotros mismos para ir hacia Dios y hacia los hermanos, y nunca a encerrarnos en nosotros mismos. Caminar juntos significa ser artesanos de unidad, partiendo de la dignidad común de hijos de Dios (Mensaje de Cuaresma, 25 de febrero de 2025).
Caminar juntos. Aparentemente es lo que hacen los dos personajes de la parábola que hemos recién escuchado en el Evangelio. El fariseo y el publicano suben los dos al templo a orar, podríamos decir que “suben juntos” o de todas formas se encuentran juntos en el lugar sagrado; y sin embargo, están divididos y entre ellos no hay ninguna comunicación. Ambos recorren el mismo camino, pero su caminar no es un caminar juntos; ambos se encuentran en el templo, pero uno ocupa el primer lugar y el otro, el último; ambos rezan al Padre, pero sin ser hermanos y sin compartir nada.
Esto depende sobre todo de la actitud del fariseo. Su oración, aparentemente dirigida a Dios, es solamente un espejo en el que él se mira, se justifica y se elogia a sí mismo. Él «subió a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino alabarse a sí mismo» (S. AGUSTÍN, Sermón 115,2), sintiéndose mejor que el otro, juzgándolo con desprecio y mirándolo con desdén. Está obsesionado con su ego y, de ese modo, termina por girar en torno a sí mismo sin tener una relación ni con Dios ni con los demás.
Hermanos y hermanas, esto puede suceder también en la comunidad cristiana. Sucede cuando el yo prevalece sobre el nosotros, generando personalismos que impiden relaciones auténticas y fraternas; cuando la pretensión de ser mejor que los demás, como hace el fariseo con el publicano, crea división y transforma la comunidad en un lugar crítico y excluyente; cuando se aprovecha del propio cargo para ejercitar el poder y ocupar espacios.
Es al publicano, en cambio, al que debemos mirar. Con su misma humildad, también en la Iglesia nos debemos reconocer todos necesitados de Dios y necesitados los unos de los otros, ejercitándonos en el amor mutuo, en la escucha recíproca, en la alegría de caminar juntos, sabiendo que «Cristo está con los que son humildes de corazón y no con los que se exaltan a sí mismos por encima de la grey» (S. CLEMENTE DE ROMA, Carta a los corintios, c. XVI).
Los equipos sinodales y los organismos de participación son imagen de esa Iglesia que vive en la comunión. Y hoy quisiera invitarlos a que, en la escucha del Espíritu, en el diálogo, en la fraternidad y en la parresia, nos ayuden a comprender que, en la Iglesia, antes de cualquier diferencia de sexos o de roles, estamos llamados a caminar juntos en busca de Dios, despojándonos del clericalismo y la vanagloria, para revestirnos de los sentimientos de Cristo; ayúdennos a ensanchar el espacio eclesial para que este sea colegial y acogedor.
Esto nos ayudará a afrontar con confianza y con espíritu renovado las tensiones que atraviesan la vida de la Iglesia —entre unidad y diversidad, tradición y novedad, autoridad y participación—, dejando que el Espíritu las transforme, para que no se conviertan en contraposiciones ideológicas y polarizaciones dañinas. No se trata de resolverlas reduciendo unas a otras, sino dejar que sean fecundadas por el Espíritu, para que se armonicen y orienten hacia un discernimiento común.
Como equipos sinodales y miembros de organismos de participación saben ciertamente que el discernimiento eclesial requiere «libertad interior, humildad, oración, confianza mutua, apertura a la novedad y abandono a la voluntad de Dios. No es nunca la afirmación de un punto de vista personal o de grupo, ni se resuelve en la simple suma de opiniones individuales» (Documento final, 26 octubre 2024, n. 82). Ser Iglesia sinodal significa reconocer que la verdad no se posee, sino que se busca juntos, dejándonos guiar por un corazón inquieto y enamorado del Amor.
Queridos hermanos y hermanas, debemos soñar y construir una Iglesia humilde. Un Iglesia que no se mantiene erguida como el fariseo, triunfante y llena de sí misma, sino que se abaja para lavar los pies de la humanidad; una Iglesia que no juzga como hace el fariseo con el publicano, sino que se convierte en un lugar acogedor para todos y para cada uno; una Iglesia que no se cierra en sí misma, sino que permanece a la escucha de Dios para poder, al mismo tiempo, escuchar a todos.
Comprometámonos a construir una Iglesia totalmente sinodal, totalmente ministerial, totalmente atraída por Cristo y por lo tanto dedicada al servicio del mundo. Sobre ustedes, sobre todos nosotros, sobre la Iglesia extendida por el mundo, invoco la intercesión de la Virgen María con las palabras del siervo de Dios don Tonino Bello: «Santa María, mujer afable, alimenta en nuestras Iglesias el anhelo de comunión. [...] Ayúdala a superar las divisiones internas. Interviene cuando el demonio de la discordia serpentea en su seno. Apaga los focos de las facciones. Reconcilia las disputas mutuas. Atenúa sus rivalidades. Detenlas cuando decidan actuar por su cuenta, descuidando la convergencia en proyectos comunes» (Maria, Donna dei nostri giorni, Cinisello Balsamo 1993, 99).
Que el Señor nos conceda la gracia de permanecer enraizados en el amor de Dios para vivir en comunión entre nosotros. De ser, como Iglesia, testigos de unidad y de amor.
Cada 26 de octubre la Iglesia Católica celebra a San José Gregorio Hernández (1864-1919), a quien en vida ya llamaban “el médico de los pobres”, canonizado hace solo unos días, el 19 de octubre de 2025 por el Papa León XIV.
José Gregorio Hernández fue médico de profesión, y combinó la práctica con la investigación científica y la docencia universitaria. Se hizo miembro de la OFS (Orden Franciscana Seglar) como parte de un camino de discernimiento de los planes de Dios para su vida. Falleció a los 54 años, víctima de un accidente automovilístico.
¿Abogado o médico?
José Gregorio Hernández Cisneros nació el 26 de octubre de 1864 en el pequeño pueblo de Isnotú, Municipio de la Libertad, Distrito Betijoque, en el estado de Trujillo (Venezuela). Fue el primero de seis hermanos, uno de los cuales murió a los 7 meses. José perdió a su madre muy pronto, cuando tenía 8 años. Su padre, un comerciante local de abarrotes, lo envió al colegio, donde empezó a mostrar su talento e inteligencia, al punto que el maestro de aula le sugirió que mandara a su hijo a estudiar a Caracas, la capital del país.
A los 13 años a José Gregorio le agradaba la idea de ser abogado, y así se lo comunicó a su padre, quien le sugirió que vaya por otro camino: la medicina. A partir de entonces, el chico asumió la idea como propia, como una pequeña epifanía de su vocación.
En Caracas ingresó al Colegio Villegas, propiedad de Guillermo Tell Villegas -político venezolano, tres veces presidente interino de Venezuela-, quien describió alguna vez a José Gregorio como “poco dado a jugar con sus compañeros”, uno de esos alumnos que “prefería pasar el tiempo libre en compañía de los libros".
Ser santo en la universidad
A los 17 años ingresó a la Universidad Central de Venezuela (UCV) a la carrera de medicina. Allí destacó entre sus compañeros llegando a ocupar el primer lugar de su promoción; y en ese puesto se graduó, como el primero de su clase. Ya por esos días escribía: “En el hombre el deber ser es la razón del derecho, de manera que el hombre tiene deberes, antes que tener derechos”.
Graduarse de médico (29 de junio de 1888) fue el capítulo final de un proceso formativo en el que José Gregorio había expandido con creces su talento: hablaba varios idiomas y conocía el latín y el hebreo; además había incursionado en la filosofía, la teología y la música -aprendió a tocar el piano y el violín-; y como si esto fuera poco, también aprendió el oficio de sastre.
El presidente de la Facultad de Medicina le ofreció entonces un consultorio en Caracas -una oportunidad que le hubiese permitido ganar mucho dinero y prestigio-, pero José Gregorio declinó la oferta porque entendía que su misión estaba con los suyos, en el pueblo donde nació, donde hacía falta lo mínimo para atender a su gente, No había ni un médico ni la infraestructura que asegure salud a la población rural.
El gran profesional: siendo primero se hizo “último”
De vuelta en Isnotú, José Gregorio concretó su sueño de ponerse al servicio de la gente. Con su trabajó alivió a muchos. Él mismo se hacía de las medicinas necesarias y consiguió recursos para mejorar la atención a su comunidad. Ese rol solidario acentuó su interés por conocer mejor las enfermedades y despertó su deseo de hacer investigación científica. “El doctor del pueblo”, como se le empezaría a llamar, no regateaba nada a nadie y servía con total desprendimiento, sin cobrar a los pobres, viendo en cada uno de ellos al Señor sufriente.
El Dr. Hernández haría de Isnotú su centro de operaciones, desde el que viajó recorriendo las poblaciones aledañas de hasta tres estados (Trujillo, Mérida y Táchira).
De pronto, cuando menos lo esperaba, uno de sus maestros de la universidad lo recomendó nada menos que con el presidente de la República, Juan Pablo Rojas Paúl, para que fuera a Francia a estudiar medicina experimental y cooperara a su regreso en la modernización del sistema de salud de Venezuela. En París, José Gregorio se codeó con los mejores médicos del momento y con la escuela y legado de Louis Pasteur, el famoso médico y microbiólogo francés.
El beato se especializó primero en microbiología y bacteriología, y luego se trasladó a Berlín (Alemania) para estudiar histología y patología. Así, enriquecido con la experiencia europea, regresó a Venezuela. Fue Hernández quien llevó consigo el primer microscopio a su país. Por otro lado, empieza a enseñar en su alma mater, la Universidad Central de Venezuela. En esa casa de estudios se dedica a la formación de futuros médicos e investigadores. Su labor estaba inspirada en su fe en Dios y devoción a la Virgen María. Para él no había oposición entre su catolicismo y su trabajo científico, sino todo lo contrario. José Gregorio combina la consulta, el laboratorio y la capilla, donde pasa tiempo rezando y participando de la Misa. Es en ese contexto que desde el 7 de diciembre de 1899 hace suyo el espíritu e ideales de San Francisco de Asís cuando es incorporado a la Orden Franciscana Seglar (OFS).
Señor, muéstranos tu voluntad
Las profundas convicciones religiosas de José Gregorio Hernández lo llevaron a considerar seriamente la vida religiosa en varias etapas de su vida. De hecho, hay algunos periodos en los que su trabajo profesional se vio “interrumpido”: primero quiere ser monje cartujo -viajó a Italia en 1908 con ese propósito e ingresa al monasterio de la Farneta-, pero sus superiores lo enviaron de regreso a Venezuela cuando el “hermano Marcelo” -nombre que adoptó el beato- cae enfermo y requiere de un prolongado tratamiento.
De retorno a su país, unos diez meses después, es recibido en el seminario Santa Rosa de Lima, hasta que, totalmente recuperado, tres años más tarde, enrumba a Roma para completar los estudios de teología, con la idea de regresar a la cartuja. Lamentablemente volvió a enfermar y decide emprender retorno de nuevo a su patria.
Tras estos intentos frustrados y viendo que las puertas se volvían a abrir para continuar su servicio a los más pobres como médico, retoma su carrera como investigador y docente a tiempo completo. Así continuaría, consagrado al servicio al prójimo hasta el último de sus días.
El día final
El 29 de junio de 1919 el Dr. José Gregorio Hernández salió de urgencia a atender a una mujer enferma. Tristemente nunca llegó pues fue atropellado en el camino por un joven que conducía un automóvil. El médico golpeó violentamente el suelo y su cráneo dio con el borde de la acera. Fue asistido y llevado a emergencias del hospital, pero poco se pudo hacer, pues sus lesiones eran muy graves. Recibió los santos óleos de manos del capellán del hospital mientras los médicos se limitaron a certificar su fallecimiento. Tenía 54 años.
Ese día, la Madre Candelaria de San José (1863-1940), beata venezolana, se encontraba en el mismo hospital, recuperándose de una operación. Como le fue comunicada la noticia del accidente del Dr. Hernández, ella permaneció en oración por él mientras este recibía las últimas atenciones médicas y espirituales.
Un milagro llamado caridad
El proceso rumbo a la canonización de José Gregorio Hernandez se inició en 1949, en tiempos del Papa Pio XII. El Papa San Juan Pablo en 1986 hizo público el reconocimiento de sus virtudes heroicas y lo declaró Venerable.
El 18 de enero de 2021 se reactivó el proceso de Hernández después de la corroboración del milagro atribuido a su intercesión por el que una niña que recibió un impacto de bala en la cabeza -con fractura craneal y pérdida de masa encefálica severa- quedó recuperada, sin mayores repercusiones en sus facultades intelectuales o motoras.
Gracias a este milagro, obra del poder intercesor del “médico de los pobres”, el Papa Francisco autorizó su beatificación, llevada a cabo el 30 de abril de 2021, y asignó el día 26 de octubre para su memoria litúrgica.
Canonización
Aunque su estado de salud era crítico y estaba ingresado en el Hospital Gemelli, el 25 de febrero de 2025 el Papa Francisco aprobó la canonización del "médico de los pobres".
La ceremonia se realizó el 19 de octubre de 2025. San José Gregorio Hernández, junto con Santa Carmen Rendiles, se convirtieron en los dos primeros santos de Venezuela.
1ª Lectura (Eclo 35,12-14.16-18): El Señor es juez, y para él no cuenta el prestigio de las personas. Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará.
Salmo responsorial: 33
R/. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren.
El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias.
El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él.
2ª Lectura (2Tim 4,6-8.16-18): Querido hermano: Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta! Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial. A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Versículo antes del Evangelio (2Cor 5,19): Aleluya. Dios ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a nosotros el mensaje de la reconciliación. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 18,9-14): En aquel tiempo, a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús les dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano.
»El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ‘¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias’.
»En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!’. Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
«¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí...»
Rev. D. Joan Pere PULIDO i Gutiérrez
(Sant Feliu de Llobregat, España)
Hoy leemos con atención y novedad el Evangelio de san Lucas. Una parábola dirigida a nuestros corazones. Unas palabras de vida para desvelar nuestra autenticidad humana y cristiana, que se fundamenta en la humildad de sabernos pecadores («¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!»: Lc 18,13), y en la misericordia y bondad de nuestro Dios («Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado»: Lc 18,14).
La autenticidad es, ¡hoy más que nunca!, una necesidad para descubrirnos a nosotros mismos y resaltar la realidad liberadora de Dios en nuestras vidas y en nuestra sociedad. Es la actitud adecuada para que la Verdad de nuestra fe llegue, con toda su fuerza, al hombre y a la mujer de ahora. Tres ejes vertebran a esta autenticidad evangélica: la firmeza, el amor y la sensatez (cf. 2Tim 1,7).
La firmeza, para conocer la Palabra de Dios y mantenerla en nuestras vidas, a pesar de las dificultades. Especialmente en nuestros días, hay que poner atención en este punto, porque hay mucho auto-engaño en el ambiente que nos rodea. San Vicente de Lerins nos advertía: «Apenas comienza a extenderse la podredumbre de un nuevo error y éste, para justificarse, se apodera de algunos versículos de la Escritura, que además interpreta con falsedad y fraude».
El amor, para mirar con ojos de ternura —es decir, con la mirada de Dios— a la persona o al acontecimiento que tenemos delante. San Juan Pablo II nos anima a «promover una espiritualidad de la comunión», que —entre otras cosas— significa «una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado».
Y, finalmente, sensatez, para transmitir esta Verdad con el lenguaje de hoy, encarnando realmente la Palabra de Dios en nuestra vida: «Creerán a nuestras obras más que a cualquier otro discurso» (San Juan Crisóstomo).
Cuando Él dijo "Padre"..., el mundo se preguntó por qué aquel día amanecía dos veces... La palabra estalló en el aire como una bengala..., y todos los árboles quisieron ser frutales y los pájaros decidieron enamorarse antes de que llegara la noche...
Hacía siglos que el mundo no había estado tan de fiesta: los lirios empezaron a parecerse a las trompetas y aquella palabra comenzó a circular de mano en mano, bella como una muchacha enamorada...
Los hombres husmeaban un universo recién descubierto y a todos les parecía imposible pero pensaban que, aun como sueño, era ya suficientemente hermoso...
Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses tan aburridos como ellos..., serios y solemnes faraones..., atrapamoscas con sus tridentes de opereta...; dioses que enarbolan el relámpago cuando los hombres encendían una cerilla en sábado..., o que reñían como colegiales por un quítame allá ese incienso...; dioses egoístas que imponían mandamientos de amar sin molestarse en cumplirlos... Vanidosos como cantantes de ópera..., pavos reales de su propia gloria a quienes había que engatusar con becerros bien cebados...
Y he aquí que, de pronto, el fabricante de tormentas bajaba (¿bajaba?) a ser Padre..., se unía al carro del amor..., y se sentaba sobre la pradera a comer con nosotros el pan... Era un nuevo Dios bastante poco excelentísimo..., que no desentonaba en las tabernas..., y ante quien sólo era necesario descalzar el alma...
Aquel día los hombres empezaron a ser felices porque dejaron de buscar la felicidad como quien excava una mina... No eran felices porque fueran felices..., sino porque amaban y eran amados..., porque su corazón tenía una casa..., y su Dios, las manos calientes...
Llevar la vida a la oración es un ejercicio muy acertado, para dejarnos transformar por el Señor, para que Él entre en nosotros y nos ayude a aplicar sus criterios en nuestras decisiones. A la oración no se llevan los asuntos de los otros para compararnos con ellos, criticarlos o enaltecernos a nosotros mismos. El que se siente muy satisfecho delante de Dios por comparación con los otros, es digno de lástima y necesita acudir al sacramento del perdón, el único hospital que cura el exceso del amor propio y de las vanas seguridades. Una oración que tiene su raíz en la petición de compasión es sana y convierte el corazón. Es la oración sincera de quien sabe sus limitaciones e incluso siente rubor por sus pensamientos, palabras, obras y omisiones que no han estado en consonancia con el Evangelio.
Pongo mis manos hacia arriba en mi oración, para que Tú las llenes y evites el vacío que hace la mella del egoísmo en mí. Pongo mi cuerpo agazapado, para liberarme de la sombra que ensalza y envolverme de la humildad que conecta con tu Corazón.
Reírse de uno mismo, es todo un arte, pero cuando aprendemos a vivir con humor, a imagen de los santos, la vida se hace más ligera y divertida. No se trata de burlarse, sino, más bien, de aceptar nuestras imperfecciones con humor y sacarle el mejor provecho. Muchos santos nos dan ejemplo de ello, pues ante sus imperfecciones, aprendieron a tomar las cosas con humor y así vivir más ligeros para alcanzar la santidad.
Sentido del humor
Como hemos mencionado, algo que caracteriza a los santos es su alegría y humor. Por ejemplo, santo Tomás Moro, que pidió a Dios el don de tomar las cosas con alegría. En una ocasión, escribió una oración, pidiendo a Dios la siguiente gracia:
"Concédeme, Señor, una buena digestión, pero primero algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor necesario para mantenerla. Haz que mi alma sea santa y que aproveche todas las cosas puras y buenas. Señor, que no me asuste de mis pecados y que encuentre el modo de poner mi alma en orden. Dame un alma que no conozca el aburrimiento, las murmuraciones, suspiros y lamentos. No permitas que mi 'yo' me haga sufrir. Dame la gracia de comprender las bromas con sentido del humor; y concédeme siempre tu alegría, junto con el don de saber transmitirla. Amén".
No te tomes todo tan personal
A lo largo de nuestra vida, ocurren cosas que no están en nuestro control y no podemos evitar, por lo que tenemos dos opciones: enojarnos y frustrarnos o bien, tomarlas con humor y aprender de ellas.
Santo Tomás Moro decía: “Bienaventurados los que saben reírse de sí mismos, porque tendrán diversión para rato”. Este gran santo, no se hacía la vida difícil, sino que más bien, vivía su vida con entusiasmo y alegría, compartiendo también una sonrisa con los demás.
Cuando tomamos las cosas más ligeramente, podemos observar que los problemas no siempre son tan grandes como parecen, por lo que muchas veces es mejor reírse que lamentarse.
¿Por qué nos cuesta tanto hacerlo?
Por lo general evitamos reírnos de nosotros mismos por miedo a la crítica, a hacer el ridículo, o a no ser tomados en serio. A veces queremos mostrar una imagen perfecta de nosotros mismos, por lo que vemos en redes sociales, lo cual provoca que no nos veamos con empatía.
Beneficios de reírse de uno mismo
+ Mejora la salud mental: reduce el estrés y la ansiedad
+ Fomenta la empatía y las relaciones humanas más sanas
+ Aumenta la resiliencia: nos permite afrontar los errores y fracasos con menos dramatismo
+ Da una sensación de libertad interior
Cómo empezar a hacerlo
+ Acepta tus errores como parte del aprendizaje
+ Cuéntate a ti mismo tus propias historias con humor
+ Rodéate de personas que no se tomen demasiado en serio
+ Practica la autocompasión, pero sin victimismo
+ Ejercita el humor positivo, sin sarcasmo destructivo
Por último, recuerda que reírte de ti mismo no es debilidad, sino fortaleza emocional. Disfruta cada momento ya que "si puedes reírte de ti mismo, nunca te faltará entretenimiento".
Tú quisiste que nos amáramos unos a otros como Tú nos habías amado; y Tú nos amaste como el Padre te había amado a Ti. Ese fue tu Gran Mandamiento y Testamento final.
Derriba en nosotros las altas murallas levantadas por el egoísmo, el orgullo, la vanidad.
Aleja de nuestras puertas las envidias que destruyen la unidad.
Líbranos de las inhibiciones. Calma los impulsos agresivos.
Purifica las intenciones y que lleguemos a sentir como Tú sentías y amar como Tú amabas.
Haz, Señor Jesús, que una corriente sensible, cálida y profunda corra en nuestras relaciones; que nos comprendamos y nos perdonemos; que estimulemos y nos celebremos; que no haya entre nosotros obstáculos, reticencias ni bloqueos; que seamos abiertos y leales, sinceros y veraces.
Y así demostremos ante el mundo que Tú, Señor Jesús, eres el Enviado del Padre y estás vivo entre nosotros... Amén.