Felipe
el Apóstol, distinto del diácono Felipe (Hc 2,18), nació en Betsaida
(Jn 1,44). Sabemos que Cristo le llama a su seguimiento y él a su vez
acerca a Cristo a Natanael o Bartolomé (Jn 1,45), asegurándole que han
encontrado al que anunciaban los profetas y animándole a ir a su busca
(Jn 1,46). Encontramos a Felipe como interlocutor de Cristo en la
multiplicación de los panes (Jn 6,5-7), añadiendo el Evangelio que lo
hacía para probarle. Se presenta como portavoz de unos griegos que
deseaban ver a Jesús (Jn 12,20-22). A él se dirige Jesús invitándole a
reconocer al Padre en el Hijo hecho hombre (Jn 14,8-11). Nos presentan a
Felipe como evangelizador de Escitia y sitúan su tumba en Hierápolis de
Frigia (Turquia). Sus reliquias fueron trasladadas, junto con las del
Apóstol Santiago, a Roma, donde reposan en la basílica de los dos Doce
Apóstoles Celebramos su fiesta el 3 de Mayo.
Vamos a contemplar en la figura de Felipe especialmente un aspecto
que se repite a lo largo de su contacto con el Maestro varias veces:
Felipe es un hombre que se fía de Cristo.
En los Evangelios la confianza en Dios se convierte desde el
principio, tanto en una condición para seguir a Cristo como en una
necesidad de cara a los milagros que Jesús hace. Con la fe se puede
todo: se echan demonios, se devuelve la vista a los ciegos o la salud a
los leprosos, se trasladan montes o árboles. Es impensable la relación
con Cristo de los Apóstoles y de los Discípulos sin fe. Incluso podemos
afirmar que la traición de Judas se empezó a gestar por culpa de su
falta de fe en Jesús. El mismo Jesús enseña que sin fe no se puede
agradar a Dios. Así en las diatribas a los fariseos les acusa de
descuidar la fe (Mt 23,23). Pone la fe como condición para no perecer
(Jn 3,16). La fe es también el camino seguro hacia la vida eterna (Jn
6,35-40). Y proclama dichosos a quienes sin ver crean (Jn 20, 24-29).
Para un cristiano la esencia de la confianza en Dios es contemplar
en Jesucristo al Mesías, al Esperado de las Naciones, al Hijo de Dios
que viene a salvarnos, que viene a guiarnos, que viene a enseñarnos,
convirtiéndose así en "camino, verdad y vida". En esta confianza en Dios
entra también la Iglesia, divina y humana, instrumento de salvación y
certeza de los bienes futuros. Y entra también la Persona del Papa,
Vicario de Cristo, Maestro de nuestra fe y Pastor de nuestros corazones.
Fiarse de Dios es, pues, entregarse a Dios sin condiciones, sin
exigencias, sin reticencias, en la certeza de que él es lo mejor que
tenemos, El único que no nos puede fallar, la Verdad que nos puede guiar
en la confusión de la vida. Fiarse de Dios es poner a su servicio
nuestra inteligencia y nuestra libertad sin pedirle pruebas. Fiarse de
Dios es creer de veras en el que tanto nos ama.
En la vida de Felipe hay varios momentos en los que tiene que vivir
la confianza a tope, es decir, fiarse de Cristo. A todo Apóstol, llamado
por Cristo, se le exige de una forma radical fiarse de su Maestro. Es
verdad que Cristo realizó grandes signos ante sus Apóstoles, como echar
demonios, resucitar muertos, devolver la vista a los ciegos o la salud a
los leprosos, pero indudablemente la confianza en él estaba más allá de
estas cosas, porque la confianza no es asombro, sino entrega
incondicional. Se puede en la vida admirar, pero no amar. Se puede en la
vida asombrarse ante un gesto de alguien, pero ello no significa
decisión de seguirlo. Se pude en la vida quedarse anonadado ante un
líder, pero ello no lleva a dar la vida por él sin más. Vamos a recorrer
esos momentos en que Felipe se fía de Cristo.
Sígueme (Jn 1,43). Es una de las pocas veces que
Cristo, en el momento de llamar a sus Apóstoles, se dirige a uno de
ellos con esta palabra. Nada sabíamos hasta ese momento de Felipe:
¿Quién era? ¿Quién le había acercado a Cristo? ¿Qué sabía él de Cristo?
El caso es que Felipe escucha aquella invitación y a continuación él
mismo acerca a Natanael a Cristo anunciándole que él es el Mesías de
quien había hablado Moisés. En el comportamiento de Felipe percibimos e
intuimos que se fía plenamente de Cristo. No le pide explicaciones; no
le pregunta qué significa aquello de seguirle, no le pide tiempo para
pensárselo. Simplemente la personalidad de Cristo le cautiva de tal
manera que él se entrega sin más. Allí comienza una vida de fidelidad,
con sus altibajos, hasta ese momento culminante en que da la vida por el
Maestro.
¿Dónde nos procuraremos panes para que coman éstos?
(Jn 6,5-7). Nos encontramos ante una escena bellísima. Cristo se da
cuenta de que le estaba siguiendo mucha gente y quiere ayudarles, no
sólo espiritualmente, sino también materialmente. Se dirige a Felipe sin
más y le hace la pregunta citada. El Evangelio dice intencionadamente
que lo hace para probarle, porque él sabía lo que iba a hacer. El bueno
de Felipe le hace un cálculo humano correcto:
Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco.
Después viene el milagro. Detengámonos un momento realmente en lo que
Cristo pretende con Felipe al hacerle aquella pregunta. Jesús quiere
fortalecer la confianza absoluta de Felipe y por ello, a través de aquel
milagro, le va a enseñar que él se debe fiar siempre de su Maestro,
aunque las dificultades parezcan insalvables. Sin duda, tras el milagro,
Felipe se dio cuenta de que en toda ocasión y circunstancia había que
fiarse de Jesús. Así la fe de Felipe en Jesús maduró un poco más.
Señor, muéstranos al Padre y nos basta (Jn 14,8-9). Es
como un arrebato de Felipe que escucha emocionado las tiernas palabras
de Cristo sobre el Padre. Y Cristo le responde: ¿Tanto tiempo hace que
estoy con vosotros y no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí, ha
visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí? Otra vez una invitación a la
confianza plena. Es como si le dijera: "Cree en todo lo que te digo y
enseño". El misterio de Dios sólo puede entrar en la mente humana a
través de la fe, y por eso Cristo le está pidiendo que crea en las
verdades que enseña agarrándose de la fe. Ese va a ser el medio con el
que Felipe va a contar para recorrer el difícil camino de la vida,
especialmente cuando muy pronto vaya a vivir el drama de la pasión y su
fe se achique ante la muerte del Maestro.
Para nosotros cristianos, seguidores de Cristo, que arrastramos ya
una historia de la Iglesia en la que se ha visto tan claramente la mano
de Dios, es imperdonable el no fiarnos de Dios. Es realmente maravilloso
el constatar cómo las puertas del mal no han prevalecido contra la
Iglesia de Cristo. Y es que al cristiano de hoy le siguen alentando
aquellas palabras de Jesús:
Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo
(Mt 28,20). Ante esta realidad, vamos a reflexionar qué implica para
nosotros, hombres, este fiarnos de Cristo y las dificultades que
encontramos a veces para ello.
Fiarnos de Dios para nosotros es, ante todo, doblegar nuestra mente
con la humildad ante el que nos supera plenamente. Los hombres de hoy le
damos excesiva importancia a nuestra razón. Exigimos que la razón sea
la norma de la verdad. No somos conscientes de cómo nuestra razón puede
estar tocada por el subjetivismo o el relativismo. Al vivir en un mundo
tremendamente pragmático y empírico queremos que todo pase por la razón,
incluso Dios. No somos conscientes de que Dios nos supera absolutamente
y que, por tanto, no puede caber su infinitud en nuestra finitud. Sería
como querer meter el mar en una pequeña charca. Por eso, una de las
realidades que en la vida cotidiana embellece más a la razón es
reconocer su propia pequeñez y sus limitaciones.
Precisamente en la fe puede encontrar la razón las certezas, las
seguridades, el conocimiento que por sí misma no puede alcanzar. La
humildad de la razón se llama lucha contra el racionalismo, el orgullo y
la vanidad; y se manifiesta en la sencillez, en la conciencia de sus
propias limitaciones y en la paz del que se fía en alguien que es más
grande que ella, porque la ha creado.
Fiarnos de Dios para nosotros es, también, aprender a ver su amor y
su presencia en las circunstancias de la vida, tanto favorables como
adversas; es poner más nuestra confianza en él que en nuestros
esfuerzos; es esperarlo más todo de él que de los demás. Es confiar en
su Providencia que no permite que se nos caiga un pelo de la cabeza sin
su consentimiento. Muchas veces los cristianos damos la impresión de
que, confiando en Él, tenemos miedo a que Dios se distraiga, no se
entere, no nos eche una mano. Y tendríamos que hacer ver a los demás que
la confianza en Dios está muy encima de nuestras seguridades
personales. Da mucha paz al corazón del hombre que lucha todos los días
por sacar un hogar adelante, por educar a los hijos, por mantenerse en
el camino correcto la certeza de un Dios Padre que le acompaña, que
siente con él, que le protege. Esta certeza es la confianza auténtica.
Fiarnos de Dios para nosotros es, finalmente, erradicar de cara al
futuro esa ansiedad que nos lleva con frecuencia a olvidarnos de Dios y a
poner nuestro corazón y nuestras fuerzas en objetivos que consideramos
fundamentales para nuestra vida. A veces constatamos que el corazón es
prisionero de la ansiedad, que vivimos desasosegados, que no tenemos
tiempo para pensar en las verdades esenciales de la vida. No se trata
de vivir el reto del futuro con inconciencia, sino más bien de encontrar
respuestas para este futuro en el Corazón de Dios, no dejando de luchar
al mismo tiempo por lo inmediato. El problema se agudiza cuando el
futuro nos atormenta como si todo dependiera de uno mismo o de las
circunstancias. Un cristiano no puede vivir en esa dinámica. Para algo
nos fiamos de Dios, sabiendo al mismo tiempo que Dios nos apremia, nos
exige, nos anima a luchar. Todo esto se podría aplicar al campo de la
propia santidad, de la familia, de la vida profesional, de los retos
personales. Impresiona en la vida de los Apóstoles como se lanzaron a un
futuro incierto, solamente confiados en la Palabra de Aquél que los
invitaba a seguirle. )¿e qué iban a vivir? ¿Y sus familias? ¿Y su
futuro? ¿Y si fallaba el plan?