Los saduceos no gozaban de popularidad entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuesto por familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora, tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.
Lo que podemos decir es que «negaban la resurrección». La consideraban una «novedad» propia de gente ingenua. No les preocupaba la vida más allá de la muerte. A ellos les iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?
Un día se acercan a Jesús para ridiculizar la fe en la resurrección. Le presentan un caso absolutamente irreal, fruto de su fantasía. Le hablan de siete hermanos que se han ido casando sucesivamente con la misma mujer, para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén. Es de lo único que entienden.
Jesús critica su visión de la resurrección: es ridículo pensar que la vida definitiva junto a Dios vaya a consistir en reproducir y prolongar la situación de esta vida, y en concreto de esas estructuras patriarcales de las que se benefician los varones ricos.
La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan irrisorio: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de muertos, sino de vivos». Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de muertos. Tampoco puede imaginar que la vida junto a Dios consista en perpetuar las desigualdades, injusticias y abusos de este mundo.
Cuando se vive de manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes viven sufriendo, es fácil pensar solo en esta vida. Puede parecer hasta ridículo alimentar otra esperanza.
Cuando se comparte un poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian: ¿qué decir de los que mueren sin haber conocido el pan, la salud o el amor?, ¿qué decir de tantas vidas malogradas o sacrificadas injustamente? ¿Es ridículo alimentar la esperanza en Dios?
Hoy es día de la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
Redacción ACI Prensa
Señala el Martirologio Romano:
“Conmemoración de todos los fieles difuntos. La santa Madre Iglesia, después de su solicitud para celebrar con las debidas alabanzas la dicha de todos sus hijos bienaventurados en el cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de cuantos nos precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce, para que, purificados de toda mancha de pecado y asociados a los ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión de la felicidad eterna” (elog. del Martirologio Romano).
Hoy miles de personas en todo el mundo visitan los cementerios para honrar la memoria de sus seres queridos y de todos aquellos que partieron al encuentro con Dios.
En este día la Iglesia toda dedica la liturgia a animar a los fieles a orar por el eterno descanso de quienes han muerto, con la esperanza de que todos, en el día que no conoce final, nos podamos reunir en el amor infinito de Dios.
Caridad, memoria y recogimiento
Constituye una obra de caridad indispensable que quienes aún peregrinamos en este mundo oremos y hagamos sacrificios por las almas del purgatorio, conscientes de que muchos entre quienes nos han precedido necesitan aún purgar sus faltas para poder gozar de Dios de manera definitiva.
Dice el Santo Padre: “El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios” (Papa Francisco).
Es importante que todos los católicos guardemos el debido respeto en los cementerios y campos santos. Ciertamente, hay una diversidad de costumbres presentes y arraigadas, que pueden o no ser parte de lo que se denomina la Piedad Popular.
Como fuere, esta conmemoración no puede ser pretexto para abandonar el recogimiento, la oración de intercesión o la conciencia de que somos pecadores y necesitamos todos, vivos y muertos, de la misericordia de Dios.
¿Qué más recomienda la Iglesia para hoy?
Recomendables son las oraciones de intercesión ofrecidas a la Virgen María, de manera especial el Santo Rosario; también es bueno pedir la intercesión de los santos a través de novenas u oraciones votivas; y, finalmente, no debemos olvidar que toda oración debe estar acompañada de obras de caridad o pequeños sacrificios de la vida cotidiana como, por ejemplo, la limosna, esto es, compartir nuestros bienes con los más necesitados.
Una mención aparte merece la asistencia a la Santa Misa. Si bien en la mayoría de lugares no es día de precepto o día de guardar, la celebración eucarística es “la oración por excelencia''. Eso no puede ser pasado por alto. Ofrezcamos la Santa Misa.
También es muy recomendable averiguar y poner en práctica las distintas alternativas que da la Iglesia universal o las Iglesias locales para obtener la Indulgencia Plenaria por los difuntos.
Indulgencia plenaria por la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
La Penitenciaría Apostólica del Vaticano otorga, como todos los años, las facilidades para obtener la indulgencia plenaria en el Día de los Fieles Difuntos que hoy, miércoles 2 de noviembre, celebramos.
Homilía del Papa Francisco en la Misa por los cardenales y obispos fallecidos en 2022
Redacción ACI Prensa
El Papa Francisco presidió esta mañana en la Basílica de San Pedro del Vaticano la Misa en sufragio por los cardenales y obispos fallecidos durante el año.
A continuación, la homilía completa del Papa Francisco:
Las lecturas que hemos escuchado me provocan dos palabras: expectación y sorpresa. La espera expresa el sentido de la vida, porque vivimos a la espera del encuentro: el encuentro con Dios, que es el motivo de nuestra oración de intercesión de hoy, especialmente por los cardenales y obispos fallecidos durante el pasado año, por los que ofrecemos este sacrificio eucarístico en sufragio.
Todos vivimos a la expectativa, con la esperanza de escuchar un día aquellas palabras de Jesús: "Venid, benditos de mi Padre" (Mt 25,34). Estamos en la sala de espera del mundo para entrar en el cielo, para participar en ese "banquete para todos los pueblos" del que nos habló el profeta Isaías (cf. 25,6).
Dice algo que nos alegra el corazón porque hará realidad precisamente nuestras mayores expectativas: el Señor "abolirá la muerte para siempre" y "enjugará las lágrimas de todos los rostros" (v. 8). Es bonito cuando el Señor viene a secar las lágrimas. Y es feo cuando esperamos que sea algún otro y no el Señor quien las seque. Y es más feo todavía, no tener lágrimas.
Entonces podremos decir: "Este es el Señor en quien hemos esperado, aquel que seca las lágrimas; alegrémonos, gocemos de su salvación" (v. 9). Sí, vivimos a la espera de recibir bienes tan grandes y hermosos que ni siquiera podemos imaginarlos, porque, como nos recuerda el apóstol Pablo, "somos herederos de Dios, coherederos con Cristo" (Rm 8,17) y "esperamos vivir para siempre, esperamos la redención de nuestros cuerpos" (cf. v. 23).
Hermanos y hermanas, alimentemos nuestra espera del cielo, ejercitemos nuestro deseo del cielo. Nos hace bien preguntarnos hoy si nuestros deseos tienen algo que ver con el Cielo. Si nuestros deseos tienen algo que ver con el Cielo. Porque nos arriesgamos a aspirar continuamente a las cosas que pasan, de confundir los deseos con las necesidades, de anteponer las expectativas del mundo a la expectativa de Dios.
Pero perder de vista lo que importa para perseguir el viento sería el mayor error de la vida. Miremos hacia arriba, porque estamos en camino hacia lo Más Alto, mientras que las cosas de aquí abajo no subirán allí: las mejores carreras, los mayores éxitos, los títulos y los galardones más prestigiosos, las riquezas acumuladas y las ganancias terrenales, todo se desvanecerá en un instante. Y todas las expectativas depositadas en ellos se verán defraudadas para siempre. Y, sin embargo, ¡cuánto tiempo, esfuerzo y energía gastamos preocupándonos y afligiéndonos por estas cosas, dejando que la tensión hacia el hogar se desvanezca, perdiendo de vista el sentido del viaje, la meta del viaje, el infinito al que tendemos, la alegría por la que respiramos!
Preguntémonos: ¿vivo lo que dice el Credo, espero -es decir- la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro? ¿Y cómo es mi espera? ¿Voy a lo esencial o me distraigo con muchas cosas superfluas? ¿Cultivo la esperanza o sigo lamentándome porque valoro demasiado tantas cosas que no importan y que luego pasarán?
Mientras esperamos el mañana, nos ayuda el Evangelio de hoy. Y aquí surge la segunda palabra que me gustaría compartir con ustedes: sorpresa. Porque la sorpresa es grande cada vez que escuchamos el capítulo 25 de Mateo. Es similar a la de los protagonistas, que dicen: "Señor, ¿Cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te acogimos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a visitarte?" (vv. 37-39). ¿Cuándo lo hemos hecho? Así se expresa la sorpresa de todos, el asombro de los justos y la consternación de los injustos.
¿Cuando? También nosotros podríamos decirlo: esperaríamos que el juicio sobre la vida y sobre el mundo tuviera lugar bajo la bandera de la justicia, ante un tribunal decisivo que, cribando todos los elementos, arrojara luz sobre las situaciones y las intenciones para siempre. En cambio, en el tribunal divino, la única cabeza de mérito y acusación es la misericordia hacia los pobres y descartados: "Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis", sentencia Jesús (v. 40).
El Altísimo habita en los más pequeños, el que habita en los cielos habita entre los más insignificantes del mundo. ¡Qué sorpresa! Pero el juicio se hará así porque será Jesús, el Dios del amor humilde, el que, nacido y muerto pobre, vivió como siervo. Su medida es un amor que va más allá de nuestras medidas, y su criterio de juicio es la gratuidad. Así que, para prepararnos, ya sabemos lo que hay que hacer: amar gratuitamente y sin esperar reciprocidad, a los que están en su lista de preferencias, a los que no pueden darnos nada a cambio, a los que no nos atraen.
Esta mañana he recibido una carta de un capellán de un orfanato, un capellán protestante, luterano, de un orfanato en Ucrania. Niños huérfanos de guerra, niños solos, niños abandonados. Y él decía: Este es mi servicio, acompañar a estos descartados, porque han perdido a sus padres en esta guerra cruel, y se han quedado solos.
Este hombre hace lo que Jesús le pide, cuidar a los más pequeños en la tragedia. Y cuando he leído esa carta, escrita con tanto dolor, me he conmovido. Y he dicho: Señor, se ve que continúas mostrando los verdaderos valores del Reino.
¿Cuándo? dirá este pastor cuando encuentre al Señor. Ese asombrado "cuando", que vuelve no menos de cuatro veces en las preguntas que la humanidad dirige al Señor (cf. vv. 37.38.39.44), llega tarde, sólo "cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria" (v. 31).
Hermanos, hermanas, tampoco nos dejemos sorprender. Tengamos mucho cuidado de no endulzar el sabor del Evangelio. Porque a menudo, por conveniencia o comodidad, tendemos a suavizar el mensaje de Jesús, a diluir sus palabras.
Reconozcámoslo, nos hemos vuelto bastante buenos para hacer concesiones con el Evangelio: alimentar a los hambrientos sí, pero el tema del hambre es complejo y ciertamente no puedo resolverlo. Ayudar a los pobres sí, pero entonces las injusticias tienen que ser tratadas de una manera determinada y entonces es mejor esperar, también porque si te comprometes entonces te arriesgas a que te molesten todo el tiempo y quizás te das cuenta de que podrías haberlo hecho mejor.
Estar cerca de los enfermos y de los encarcelados, sí, pero en las portadas de los periódicos y en las redes sociales hay otros problemas más acuciantes, ¿por qué debería interesarme por ellos? Acoger a los inmigrantes sí, pero es una cuestión general complicada, tiene que ver con la política...yo no me mezclo con estas cosas. Siempre los compromisos; “Sí, sí, sí, pero no, no, no”. Estos son los compromisos evangélicos, que nosotros hacemos con el Evangelio. Todo sí, pero al final, todo no.
Y así, a fuerza de peros, (muchas veces somos hombres y mujeres de “peros”), hacemos de la vida un compromiso con el Evangelio. De simples discípulos del Maestro pasamos a ser maestros de la complejidad, que discuten mucho y hacen poco, que buscan las respuestas más frente al ordenador que frente al Crucifijo, en internet que a los ojos de los hermanos; cristianos que comentan, debaten y exponen tantas teorías, pero que ni siquiera conocen a un pobre por su nombre, no han visitado a un enfermo en meses, nunca han dado de comer o vestir a alguien, nunca se han hecho amigos de un necesitado, olvidando que "el programa del cristiano es un corazón que ve" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 31).
¿Cuándo la grande sorpresa? Tanto los justos como los injustos se preguntan sorprendidos. La respuesta es sólo una: el cuándo es ahora. A la salida de esta Eucaristía. Ahora, hoy. Está en nuestras manos, en nuestras obras de misericordia: no en el análisis refinado, no en las justificaciones individuales o sociales. En nuestras manos, y nosotros somos responsables.
Hoy el Señor nos recuerda que la muerte viene a hacer la verdad de la vida y elimina todos los atenuantes de la misericordia. Hermanos, hermanas, no podemos decir que no sabemos. No podemos confundir la realidad de la belleza con el maquillaje hecho artificialmente.
El Evangelio explica cómo vivir la espera: vamos al encuentro de Dios amando porque Él es amor. Y el día de nuestra despedida, la sorpresa será feliz si ahora nos dejamos sorprender por la presencia de Dios, que nos espera entre los pobres y heridos del mundo. No tengamos miedo de esta sorpresa y sigamos adelante con las cosas que el Evangelio nos pide seguir adelante para ser juzgados al final. La sorpresa del Evangelio espera ser acariciado no con palabras, sino con hechos.
2 de Noviembre: Conmemoración de todos los fieles difuntos
Miércoles 2 de noviembre de 2022
Ver 1ª Lectura y Salmo
1ª Lectura (Sab 3,1-9): Las almas de los justos están en las manos de Dios y no los alcanzará ningún tormento. Los insensatos pensaban que los justos habían muerto, que su salida de este mundo era una desgracia y su salida de entre nosotros, una completa destrucción. Pero los justos están en paz. La gente pensaba que sus sufrimientos eran un castigo, pero ellos esperaban confiadamente la inmortalidad. Después de breves sufrimientos recibirán una abundante recompensa, pues Dios los puso a prueba y los halló dignos de sí.
Los probó como oro en el crisol y los aceptó como un holocausto agradable. En el día del juicio brillarán los justos como chispas que se propagan en un cañaveral. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará eternamente sobre ellos. Los que confían en el Señor comprenderán la verdad y los que son fieles a su amor permanecerán a su lado, porque Dios ama a sus elegidos y cuida de ellos.
Salmo responsorial: 22
R/. El Señor es mi pastor, nada me faltará.
El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar y hacia fuentes tranquilas me conduce para reparar mis fuerzas. Por ser un Dios fiel a sus promesas, me guía por el sendero recto.
Así, aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado me dan seguridad.
Tú mismo preparas la mesa, a despecho de mis adversarios; me unges la cabeza con perfume y llenas mi copa hasta los bordes.
Tu bondad y tu misericordia me acompañarán todos los días de mi vida; y viviré en la casa del Señor por años sin término.
2ª Lectura (Rom 5,5-11): Hermanos: La esperanza no defrauda porque Dios ha infundido su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que él mismo nos ha dado. En efecto, cuando todavía no teníamos fuerzas para salir del pecado, Cristo murió por los pecadores en el tiempo señalado. Difícilmente habrá alguien que quiera morir por un justo, aunque puede haber alguno que esté dispuesto a morir por una persona sumamente buena. Y la prueba de que Dios nos ama está en que Cristo murió por nosotros, cuando aún éramos pecadores.
Con mayor razón, ahora que ya hemos sido justificados por su sangre, seremos salvados por él del castigo final. Porque, si cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él por la muerte de su Hijo, con mucha más razón, estando ya reconciliados, recibiremos la salvación participando de la vida de su Hijo. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos en Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.
Versículo antes del Evangelio (Mt 25,34): Aleluya. Venid, benditos de mi Padre, dice el Señor; tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Aleluya.
Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»
Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM
(Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos.
Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.
Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».
La solemnidad de Todos los Santos como la conmemoración de los Difuntos, son dos celebraciones que recogen en sí, de un modo especial, la fe en la la vida eterna. Y aunque estos dos días nos ponen delante de los ojos lo ineludible de la muerte, dan, al mismo tiempo, un testimonio de la vida.
El hombre, que según la ley de la naturaleza está "condenado a la muerte", que vive con la perspectiva de la destrucción de su cuerpo, vive, al mismo tiempo, con la mirada puesta en la vida futura y como llamado a la gloria.
La solemnidad de Todos los Santos pone ante los ojos de nuestra fe a todos aquellos que han alcanzado la plenitud de su llamada a la unión con Dios. El día que conmemora los Difuntos hace converger nuestros pensamientos hacia aquellos que, dejado este mundo, esperan alcanzar en la expiación la plenitud de amor que pide la unión con Dios.
Se trata de dos días grandes para la Iglesia que, de algún modo, "prolonga su vida" en sus santos y también en todos aquellos que por medio del servicio a la verdad y el amor se están preparando a esta vida.
Por esto la Iglesia, en los primeros días de noviembre, se une de modo particular a su Redentor que, por medio de su muerte y resurrección, nos ha introducido en la realidad misma de esta vida.
1ª Lectura (Ap 7,2-4.9-14): Yo, Juan, vi a otro Ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro Ángeles a quienes había encomendado causar daño a la tierra y al mar: «No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios». Y oí el número de los marcados con el sello: ciento cuarenta y cuatro mil sellados, de todas las tribus de los hijos de Israel. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero».
Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: «Amén, alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos, amén». Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido?». Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Me respondió: «Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero».
Salmo responsorial: 23
R/. Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor.
Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.
Quién puede subir al monte del Señor? Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.
Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
2ª Lectura (1Jn 3,1-3): Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purificará a sí mismo, como él es puro.
Versículo antes del Evangelio (Mt 11,28): Aleluya. Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados por la carga, y yo os aliviaré, dice el Señor. Aleluya.
Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».
«Alegraos y regocijaos»
+ Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida
(Lleida, España)
Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.
Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.
Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.
Cada 1 de noviembre la Iglesia Católica celebra la Solemnidad de Todos los Santos, de todos sin excepción, tanto los reconocidos como los anónimos. Es la gran celebración de aquellos que comparten el triunfo y la gloria de Cristo eternamente, en virtud del esfuerzo en seguir de cerca al Maestro, cooperando con su gracia.
La Iglesia se viste de blanco en este día, al verse confirmada como madre que convoca a sus hijos a la salvación, mientras que los hijos se ven fortalecidos por el ejemplo de quienes se adelantaron en el camino de la fe y la caridad.
Todos estamos llamados a la santidad
San Juan Pablo II, en la homilía de la misa dedicada a la Solemnidad de Todos los Santos, en noviembre de 1980, decía: “Hoy nosotros estamos inmersos con el espíritu entre esta muchedumbre innumerable de santos, de salvados, los cuales, a partir del justo Abel, hasta el que quizá está muriendo en este momento en alguna parte del mundo, nos rodean, nos animan y cantan todos juntos un poderoso himno de gloria”.
Y es que esta Solemnidad es un día propicio para compartir el júbilo por la obra salvífica de Dios a lo largo de los siglos. Obra que no se detiene jamás y que se renueva, a cada instante, en cada ser humano que responde a la gracia de Dios, viviendo el llamado a la plenitud en el amor.
“Son demasiados”: orígenes de la celebración
La Solemnidad de Todos los Santos tiene sus orígenes en el siglo IV, cuando el número de mártires de la Iglesia llegó a ser tal que era imposible destinar cada día del año para recordar a un solo mártir. Entonces, la Iglesia optó por hacer una celebración conjunta para honrar a todos los que habían alcanzado el cielo, en un solo día, una vez al año.
Cuando el 13 de mayo de 610, el Papa Bonifacio IV dedicó el Panteón romano al culto cristiano, consagró el nuevo templo a la Bienaventurada Madre de Dios y a todos los mártires. A partir de entonces, la celebración de Todos los Santos quedó fijada en esa fecha y así permanecería por muchos años, hasta que el Papa Gregorio IV, en el siglo VII, trasladó la celebración al primer día del mes de noviembre. Es muy probable que la decisión del Papa Gregorio haya respondido al deseo de contrarrestar la fiesta pagana del “Samhain” o año nuevo celta, que se celebraba la noche del 31 de octubre.
Contrarrestando el espíritu comercial y pagano
Hoy, la Solemnidad de Todos los Santos compite, en distintos ámbitos de la cultura, contra la “noche de Brujas” (Halloween) y su espíritu comercial y profano. Por eso, es necesario que no perdamos de vista aquello a lo que estamos llamados como cristianos: vivir la santidad y realizar todo bien que provenga de Dios.
En el año 2013, el Papa Francisco hizo una hermosa exhortación a la multitud que lo acompañaba en la celebración de esta Solemnidad: “Dios te dice: no tengas miedo de la santidad, no tengas miedo de apuntar alto, de dejarte amar y purificar por Dios, no tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. Dejémonos contagiar por la santidad de Dios”.
No olvidemos nunca que ¡estamos llamados a ser santos! Y que debemos recordar y agradecer la vida de esos hombres y mujeres que lo dieron todo por amor.
Papa Francisco: “Los santos son los verdaderos revolucionarios”
POR ALMUDENA MARTÍNEZ-BORDIÚ | ACI Prensa
Crédito: Vatican Media
Este 1 de noviembre, solemnidad de Todos los Santos, el Papa Francisco dirigió el rezo del Ángelus, donde habló de la “versión estereotipada” de los santos y pidió a los fieles “desarmar su corazón” para trabajar por la paz.
El Papa Francisco dirigió el rezo del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico del Vaticano de manera excepcional con motivo de la festividad de Todos los Santos, ya que el suele dirigir esta oración mariana solamente los domingos.
Al comentar el Evangelio del día, el Santo Padre dijo que “el Evangelio de hoy desmiente la versión estereotipada de los santos”, lo que denominó como una “santidad de estampa”.
En este sentido, aclaró que “las Bienaventuranzas de Jesús, que son el carné de identidad de los santos, muestran todo lo contrario: hablan de una vida a contracorriente y revolucionaria”. “Los santos son los verdaderos revolucionarios”, dijo a continuación.
Haciendo referencia a la Bienaventuranza leída en el Evangelio, el Papa Francisco explicó que esto no significa “estar en paz”, sino que Jesús se refiere a aquellos que “trabajan por construir la paz”.
“La paz hay que construirla y como toda construcción, requiere compromiso, colaboración, paciencia”, dijo el Pontífice.
Además, el Papa señaló que “la Biblia habla de la ‘semilla de paz’, porque germina del terreno de la vida, de la semilla de nuestro corazón; crece en silencio, día tras días, a través de obras de justicia y de misericordia. Como nos muestran los testimonios luminosos que celebramos hoy”.
“Se nos hace creer que la paz llega con la fuerza y la potencia: para Jesús es lo contrario. Su vida y la de los santos nos dicen que la semilla de paz, para crecer y dar fruto, debe antes morir. La paz no se alcanza conquistando o derrotando a alguien, nunca es violenta, nunca es armada”, dijo el Papa Francisco.
Desarmar el corazón
En esta línea, explicó que para convertirse en alguien que trabaja por la paz es necesario, en primer lugar, “desarmar el corazón”.
“Porque estamos todos equipados con pensamientos agresivos y palabras cortantes y pensamos en defendernos con el alambre de espino de la queja y con los muros de cemento de la indiferencia”, aseguró el Papa.
Sin embargo, para el Santo Padre “la semilla de la paz pide que se desmilitarice el campo del corazón. ¿Cómo? Abriéndose a Jesús, que es ‘nuestra paz’; estando frente a su Cruz, que es la cátedra de la paz; recibiendo de Él, en la Confesión, ‘el perdón y la paz’. De aquí se empieza, porque ser operadores de paz, ser santos, no es una capacidad nuestra, es un don suyo, es una gracia”.
Más tarde, el Papa invitó a los fieles a preguntarse: “¿Somos constructores de paz? ¿Allí donde vivimos, estudiamos y trabajamos, llevamos tensión, palabras que hieren, chácharas que envenenan, polémicas? O ¿abrimos la vía de la paz: perdonamos a quien nos ha ofendido, nos ocupamos de los que se encuentran en los márgenes, reparamos alguna injusticia ayudando a quien menos tiene? Esto es construir la paz”.
Por último, dijo que a pesar de que en el mundo este tipo de personas parecen “estar fuera de lugar porque no ceden a la lógica del poder y del predominio”, en el Cielo serán los más cercanos a Dios, “los más parecidos a Él”.
A continuación, el Evangelio comentado por el Papa Francisco:
Lectura del santo evangelio según san Mateo (5,1-12):
Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros".
Prefiero que compartas conmigo unos pocos minutos ahora que estoy vivo y no una noche entera cuando yo muera.
Prefiero que estreches suavemente mi mano ahora que estoy vivo, y no apoyes tu cuerpo sobre mí cuando yo muera.
Prefiero que hagas una sola llamada ahora que estoy vivo y no emprendas un inesperado viaje cuando yo muera.
Prefiero que me regales una sola flor ahora que estoy vivo y no me envíes un hermoso ramo cuando yo muera.
Prefiero que elevemos al cielo una oración ahora que estoy vivo y no una misa cantada y celebrada cuando yo muera.
Prefiero que me digas unas palabras de aliento ahora que estoy vivo y no un desgarrador poema cuando yo muera.
Prefiero escuchar un solo acorde de guitarra ahora que estoy vivo, y no una conmovedora serenata cuando yo muera.
Prefiero me dediques una leve plegaria ahora que estoy vivo y no un político epitafio sobre mi tumba cuando yo muera.
Prefiero disfrutar de los más mínimos detalles ahora que estoy vivo y no de grandes manifestaciones cuando yo muera.
Prefiero escucharte con un poco de nerviosismo diciendo lo que sientes por mí, ahora que estoy vivo, y no un gran lamento porque no lo dijiste a tiempo, y ahora estoy muerto.
El Papa a los jóvenes: Cuidado de caer en la indiferencia, es más peligrosa que el cáncer
POR DIEGO LÓPEZ MARINA | ACI Prensa
Crédito: Daniel Ibáñez / ACI Prensa
Esta mañana el Papa Francisco recibió en el Vaticano a miles de jóvenes de la Acción Católica Italiana, a quienes les pidió tener “mucho cuidado” de caer en la peligrosa “enfermedad de la indiferencia”.
“Cuidado que la enfermedad de la indiferencia en los jóvenes es más peligrosa que el cáncer. ¡Por favor tengan cuidado! Hemos aprendido que la miseria humana no es un destino que toca a algunos desdichados, sino casi siempre fruto de injusticias que hay que erradicar”, dijo el Papa Francisco en su discurso el 29 de octubre.
El Papa recordó que el cristiano siempre “se interesa por la realidad social y da su propia contribución; nuestro lema no es ‘no me importa’, sino ‘¡me importa!’”.
“Esto es muy importante: aprender a través de la experiencia que en la Iglesia todos somos hermanos por el Bautismo; que todos somos protagonistas y responsables; que tenemos diferentes dones y todos para el bien de la comunidad; que la vida es una vocación, seguir a Jesús; que la fe es un don que hay que dar, testimoniar”, dijo.
La fraternidad cristiana necesita del Espíritu Santo
El Papa Francisco les dijo a los jóvenes que la fraternidad cristiana no solo se construye con emociones o consignas, sino que “se funda en Cristo” y es una obra que se hace junto al Espíritu Santo.
“El Espíritu de Jesús Resucitado hace esto: nos hace salir de nosotros mismos, nos abre al encuentro”, subrayó.
El Papa Francisco también resaltó que se debe salir al encuentro participando de la Eucaristía.
“El Señor entra en nosotros porque salimos de nosotros mismos y nos unimos a Él, y en Él nos encontramos en una nueva comunión, libre, voluntaria”.
“Gracias a Él nos acogemos, nos soportamos unos a otros –el amor cristiano se construye sobre soportarnos a nosotros mismos– y nos perdonamos a nosotros mismos”, agregó.
De esta manera, siendo animado por el Espíritu, el cristiano puede llegar a ser "levadura" en la sociedad, recordó el Pontífice.
“Jóvenes creyentes, responsables y creíbles: esto es lo que les deseo”.
El Papa también pidió a los jóvenes seguir la vida de los santos que “nos enseñan lo que significa ser levadura, estar en el mundo, no ser del mundo”.
“Pier Giorgio Frassati fue un miembro activo y entusiasta de la Acción Católica Italiana, y demuestra cómo se puede ser creíble, responsable, joven creyente, creyente feliz y sonriente”, acotó.
Finalmente, el Papa Francisco invitó a aprender de la Virgen María “a guardar y meditar en el corazón la vida de Jesús, los misterios de Jesús dolorosos y gloriosos de su vida”.