Leo el Evangelio según San Marcos (6,30-34).
Lo leo, Madrecita, refugiada en tu Corazón, pues por experiencia he
aprendido que es el mejor sitio para escuchar a tu Hijo, para aprender
sus enseñanzas y sacar el mayor fruto en mi propia vida.
Así pues, mirando tu pequeña imagen de Luján, el corazón se va a
aquella casa, donde Jesús está con sus discípulos y “los que iban y
venían eran muchos y no les quedaba tiempo ni para comer”…
Me acompañas, dulce Madre, me tomas de la mano y me sientas muy cerquita del Maestro, para escuchar su Palabra…
Cada palabra, cada mirada de Él, es bálsamo exquisito para mi alma
dolorida. En un momento, al ver tanta gente, Jesús les dice a los
discípulos: “Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para
descansar un poco”. Se despide de nosotras y se aleja.
- ¿Adónde va, Madre? ¿Podemos seguirle?
Me tomas de la mano y me conduces a la orilla del lago, justo a
tiempo para ver al Maestro y los discípulos subir a una barca y
alejarse. Una honda pena me llena el alma. Jesús se aleja… se va… o lo
que es peor, no puedo seguirle. Y las olas del lago marcan la distancia
con acompasado canto en la orilla.
- Madre ¿Qué hago ahora?
-
Aprende, hija, aprende. Mira las aguas ¿Qué ves?
Sin comprenderte aun y sin pensar un poco más allá de lo que tengo a la vista, te digo sorprendida:
- Pues… agua, Madre… el agua es… solo agua…
-
No si la miras con el alma, hija. Vamos, atrévete, te sorprenderás.
Y de tu mano dejo a mi alma mirar con sus ojos. Y el agua ya no es
agua. Las olas no son olas, sino que son… son todos mis miedos, mis
olvidos, mis excusas, mis pecados. Todo lo que no me permite seguir a
Jesús por donde va. Y mi alma gime en una pregunta:
- Madre ¿Qué hago? ¿Cómo paso por encima de todo esto? ¿Cómo torno en puente estas aguas turbulentas?
Me abrazas suavemente y me acaricias el cabello. Siente mi corazón
inmensa paz. Siente mi alma que aun no se acabaron los caminos.
-
No es un puente el único camino para llegar, hija. Además, en
la barca se van las herramientas que necesitas para construirlo. No, no
puedes hacer un puente.
- ¿No hay esperanza, entonces, Madre?
-
Siempre la hay, querida hija, siempre…Mira a tu alrededor.
Allí noto que “les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y
fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades y llegaron antes que
ellos”
- ¿Rodear el lago, Madre? ¿Ir por tierra siguiendo al que va por las
aguas? ¿Cómo llegaré? Es demasiado lejos… no podré, Maria, lo siento…
-
¡Vaya, que pronto bajas los brazos!
- Es… que conozco mis fuerzas y sé que no podré.
-
Bien dices, hija. Conoces “tus” fuerzas, pero ¡Te aseguro que desconoces las mías!
- No te comprendo, Madre.
Y estiras tu mano segura hacia la mía, vacilante. Tu mano es segura,
brillante, purísima ¿Cómo negarme a tomarla? Y la aprieto con todas mis
fuerzas.
-
¿Lista?-me dices sonriente-
Prepárate, hija mía, prepara tu alma para el milagro.
Y, antes que alguna pregunta turbase tan delicado momento, comienzas
a correr por la orilla. Me llevas. Siento los pies ágiles y el corazón
liviano. Conoces todos los atajos, todos los secretos del camino. La
gente corre a esperar a Jesús y noto que, de tu Mano, voy más rápido. Y
compruebo que eres el camino más corto, perfecto, fácil y seguro para
llegar a Jesucristo.
Estamos a pocos metros de la barca. Jesús nos ve llegar. Tu,
espléndida, yo, jadeante, asombrada, feliz… Las demás personas nos miran
con asombro pues no comprenden cómo hemos llegado antes que ellos.
Recupero el aliento mientras Jesús se nos acerca.
Te abraza. Le hablas de mí. El Maestro me mira y se compadece.
Las palabras se me han volado… no hacen falta. Él conoce bien cada dolor, cada espina de mi corazón, cada pecado cometido.
El Maestro, entonces, se dispone a enseñarnos.
Te sientas a mi lado, Madre, y das a mi alma el mejor de los
consejos, el que repites a cada devoto tuyo: ”Haz todo lo que Él te
diga”
El alma se va serenando. Apoyo mi cabeza en tu hombro mientras le
escucho. Cuando Jesús hace unos segundos de silencio, tú te apresuras a
explicarme lo que no entendí.
Ya cae la noche, el sol se ha escondido por completo en la ventana
de la parroquia. Ya no estoy sentada a la orilla del lago sino en el
banco… pero aún siento Tu Mano entre las mías… Al mirarlas, veo con
alegría que aun sostienen el Rosario, rezado antes de Misa…
Te había pedido abrazar al Maestro cuando terminase de hablar, pero
temí no poder hacerlo por tanta gente que había a su alrededor. Pero
recordé tus palabras: “¡Tu no conoces mis fuerzas!”. Y me diste el
regalo del abrazo con Jesús. No a la orilla del lago, sino en la
Eucaristía. Un abrazo de Corazón a corazón. Un abrazo lleno de palabras,
de lágrimas, de caricias, de alivio para el alma.
Ahora sé que muchas veces sentiré que Jesús se aleja y unas olas de
dolor, de olvido y hasta de pereza intentarán separarme de Él. Sé,
Madre, que entonces deberé tomar tu Mano y correr contigo, porque Tú
conoces todos los caminos para llegar a Él… todos los atajos, todos los
secretos.
Amigo mío, amiga mía que lees este sencillo relato. Cuando sientas
que las olas del dolor, del olvido, la indiferencia… o cualquier otra,
te separe del Maestro, corre con tu corazón a los pies de María. Pídele
te dé su Mano para seguir a Jesús. Ella es el camino más corto, fácil,
seguro y perfecto para llegar al más ansiado de los destinos: El Corazón
de Jesús.
Preguntas o comentarios al autor
María Susana Ratero.
NOTA de la autora: "Estos relatos sobre María Santísima han
nacido en mi corazón por el amor que siento por Ella, basados en lo que
he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de
revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla
de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden
exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna.