El
Evangelio nos narra la parábola de Epulón y Lázaro, donde nos damos
cuenta de que al morir, Dios los juzga por su corazón. ¿Qué ha hecho
Lázaro de bueno para subir al seno de Abraham? Nada. ¿Qué ha hecho
Epulón de malo para no subir al seno de Abraham? Nada. Podríamos pensar
que la diferencia está en que uno es muy pobre y el otro rico, pero no
es el motivo por el cual Cristo los juzga. Cristo los juzga por el
corazón. La diferencia está en ser una persona de corazón abierto o de
corazón cerrado a Dios nuestro Señor.
Quizá a nosotros en Cuaresma se nos podría nublar un poco la vista y
estemos juzgando nuestra vida por nuestro exterior y, entonces,
estaremos viviendo una Cuaresma simplemente exterior, olvidándonos de
que la auténtica Cuaresma es la purificación del corazón. El profeta
dice: “El corazón del hombre es la cosa más traicionera y difícil de
curar. ¿Quién lo podrá entender? Yo, el Señor, sondeo la mente y penetro
el corazón, para dar a cada uno según sus acciones, según el fruto de
sus obras.”
Es Dios quien sondea el corazón, a nosotros nos toca, si queremos
vivir de cara a Dios nuestro Señor, vivir con un corazón listo a ser
sondeado por Él. El primer gesto de purificación que en nuestra Cuaresma
tenemos que buscar es la purificación de nuestro corazón, la
purificación de nuestra voluntad, la purificación de nuestra libertad.
Purificar el corazón, purificar la voluntad y purificar la libertad
es atreverse a tocar una fibra muy interior, porque es la fibra en la
cual nosotros reposamos sobre nosotros mismos. Cada uno de nosotros, en
última instancia, reposa sobre su propia voluntad: la voluntad de querer
algo o la voluntad de rechazarlo. Cada uno de nosotros en la vida
acepta o rechaza las cosas por su corazón, por su voluntad. El profeta
es muy claro: “Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone
su fuerza y aparta del Señor su corazón”. Son palabras muy duras, sobre
todo en cuanto a las consecuencias: “Será como cardo plantado en la
estepa, que no disfruta del agua cuando llueve; vivirá en la aridez del
desierto, en una tierra salobre e inhabitable”.
Si nuestro corazón no aprende a purificarse, si nuestra voluntad no
aprende a actuar bien, si nuestro interior no opta en una forma
decidida, firme y exigente por Dios nuestro Señor, se puede ir
produciendo, poco a poco, una especie como de desertificación de nuestra
vida, un avanzar del desierto en nuestro corazón. Si nuestro corazón no
está apoyándose en todo momento en Dios nuestro Señor y nuestra
voluntad no está purificándose para ser capaz de encontrarse con Él,
sino que por el contrario, nuestra voluntad está confiando en el hombre,
es decir, confiando simplemente en esa veleta de acontecimientos que
constantemente nos suceden, querrá decir que nuestra vida acabará
plantada en medio de una estepa, tierra salobre e inhabitable.
¿No podría ser, el verse plantadas así, el destino de muchos
corazones, de muchas vidas? Y cuando empezamos a preguntarnos el por
qué, en el fondo, acabamos encontrando siempre una misma respuesta: No
supieron poner su libertad totalmente en Dios nuestro Señor. Y aquí no
importa si les faltó poco o les faltó mucho, aquí lo que importa es que
les faltó.
En el Evangelio, no importa si el rico fue poco injusto o muy
injusto, lo importante es que no llegó a estar del otro lado. Su
libertad no se puso del lado que tenía que ponerse, su voluntad no se
orientó hacia donde tenía que orientarse. Nos puede dar miedo pensar
siquiera en la posibilidad de orientar nuestra voluntad. Nos puede dar
miedo el intentar tocar nuestro corazón para empezar a preguntarle:
¿Estás verdaderamente orientado a Dios? ¿En quién confías?
¿Auténticamente tu confianza está puesta en el Señor?
De nada nos servirá después, la súplica del rico: “Padre Abraham,
ten piedad de mí”, porque nuestra libertad necesita ser ahora
purificada.
Es importantísimo que esta Cuaresma se convierta para nosotros en un
momento de reflexión sobre hacia dónde está orientada nuestra voluntad,
qué estamos haciendo con nuestra vida, qué ha elegido nuestra libertad,
qué caminos tiene, qué opciones ha tomado. De poco nos serviría pensar
que nuestra libertad y nuestra voluntad están orientada hacia Dios
nuestro Señor, si en el fondo, nosotros mismos no hemos sido capaces de
purificarnos, de tal manera que, auténticamente se orienten hacia Dios.
“El corazón del hombre es la cosa más traicionera y difícil de curar
¿Quién lo puede entender? Yo, el Señor, sondeo la mente y penetro el
corazón”. Atrevámonos a ponernos en Dios nuestro Señor. Atrevámonos a
ponernos en Él como el único que va a ser capaz de decirnos si
auténticamente nuestra voluntad y nuestra libertad están orientadas de
tal forma que, en esta vida nos abramos a Dios, y en la futura nos
encontremos con Él.
Atrevámonos a permitirle a Dios tocar los recursos, los resortes interiores de nuestra libertad.
Cuántas veces podríamos juzgar que estamos haciendo bien, y
realmente podría ser que estuviésemos viviendo engañados, traicionados
por lo más interior de nosotros mismos, que es nuestro corazón, “la cosa
más traicionera y difícil de curar”. ¿Me atrevo yo a permitir que ese
médico del alma que es Dios, entre a mi corazón, toque y cuestione mi
libertad y toque y fortalezca mi voluntad?
Creo que éste sería un buen camino de Cuaresma: el ir purificando
nuestra voluntad y nuestra libertad de tal manera que, en el encuentro
con la Pascua de nuestro Señor, lleguemos a decir que nuestro corazón,
siendo débil como es, tiene una certeza y tiene una garantía: el estar
apoyado sólo y únicamente en Dios nuestro Señor. Porque así, “será árbol
plantado junto al agua que hunde en las corrientes sus raíces; cuando
llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre
verdes; en el año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos”.
En nuestras manos está el hacer de nuestra libertad y de nuestra
voluntad un camino de esterilidad, apoyado en nosotros; o un camino de
fecundidad, apoyado en Dios.
Preguntas o comentarios al autor
P. Cipriano Sánchez LC