Meditaciones de Adviento
Considera como el Verbo eterno es aquel Dios infinitamente feliz en sí mismo; de manera que su felicidad no puede ser ya más grande, ni la salvación de todos los hombres podía aumentarla, ni disminuirla cosa alguna. Y con todo, ha hecho, y padecido tanto por salvar a nosotros, miserables gusanos, que si su bienaventuranza (dice santo Tomás) hubiese dependido de la del hombre, no habría podido padecer ni sufrir más.
Y en verdad, si Jesucristo no pudiera haber sido bienaventurado sin redimirnos ¿cómo hubiera podido humillarse más de lo que se ha humillado, hasta tomar sobre sí nuestras enfermedades, los abatimientos de la infancia, las miserias de la vida humana, y una muerte tan cruel e ignominiosa?
Solo un Dios era capaz de amar con tanto exceso a nosotros, miserables pecadores, que éramos tan indignos de ser amados. Dice un devoto autor, que si Jesucristo nos hubiese permitido pedirle las pruebas más grandes de su amor, ¿quién jamás se habría atrevido a demandarle que se hiciese niño como nosotros, que se vistiese de todas nuestras miserias, y además fuese el más pobre entre todos los hombres, el más vilipendiado y el más maltratado, hasta morir por manos de verdugos y a fuerza de tormentos sobre un infame patíbulo, maldecido y abandonado de todos, hasta de su mismo Padre que desampara el Hijo, por no dejarnos sepultados en nuestras ruinas?
Pero lo que nosotros no nos habríamos ni aun atrevido a pensar, el Hijo de Dios lo pensó, y lo ha ejecutado. Desde niño se ha sacrificado por nosotros a las penas, a los oprobios y a la muerte. Nos ha amado, y por amor se nos ha dado a sí mismo, a fin de que ofreciéndole por víctima al Padre en satisfacción de nuestras deudas, podamos por sus méritos alcanzar de la bondad divina cuantas gracias deseemos: víctima más estimada al Padre, que si le fuesen ofrecidas las de todos los hombres, y de todos los Ángeles. Ofrezcamos, pues, nosotros siempre a Dios los méritos de Jesucristo, y por ellos pidamos y esperemos todo bien.
(San Alfonso María de Ligorio)
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