Basta con tener fe
Nos cuenta el evangelio de este domingo dos signos de Jesús. Imaginemos la escena. La multitud se arracima en torno a él hasta impedirle andar. En esto llega un jefe de la sinagoga, que, echándose a sus pies, le ruega insistentemente que vaya a imponer las manos sobre su niña, que está agonizando. El segundo caso es el de una mujer, que sufría hemorragias desde hacía doce años. Ésta se acerca a Jesús por detrás, segura de que si tocaba su manto quedaría curada.
En el primer caso, cuando llegaron a la casa la niña ya había muerto. “Basta que tengas fe” le dice Jesús al padre. Y la tuvo. Fue así como su preciosa niña resplandeció de nuevo con todos los colores de una vida de doce años. Lo mismo le pasó a la hemorroisa, que, superando el miedo a la ley (la hemorragia la convertía en impura y por tanto indigna tocar a nadie), osó tocar el manto de Jesús y quedó totalmente curada.
Jesús, que siempre rehúye el sensacionalismo, sólo se hace acompañar, en el primer caso, de tres de sus discípulos. Cuando oye el griterío de los familiares y de las plañideras dice con serenidad: “¿A qué viene ese alboroto?, la niña no está muerta sino dormida”. Entra en la habitación acompañado sólo del padre, la madre y los tres discípulos. Marcos cita en arameo, el dialecto materno de Jesús, sus palabras, conservadas seguramente en la memoria de Pedro, a cuya sombra escribe el evangelista Marcos: “Talitha Koum”, que significan “niña, levántate”.
En el caso de la hemorroisa, cuando Jesús se percató de que una fuerza sanadora había salido de él preguntó: “¿Quién me ha tocado?”. Pregunta extraña, pues la gente le estrujaba por los cuatro costados. Jesús, que es buen educador y sabe que retrata de una creencia imperfecta, quiere que la mujer supere sus creencias mágicas para pasar a una fe superior, al encuentro con su persona. Y la mujer, postrada a sus pies, temblando de miedo y de asombro, acaba confesando toda la verdad.
Quizá entre los miles de comulgantes que nos acercamos cada domingo a participar de la Eucaristía haya muchos que siguen cerrados en sí mismos, incapaces de vivir la comunión con nadie, incapaces de compartir. Muchos a los que, tal vez, se les va la vida a chorros. Es que no es lo mismo apretujar a Jesús que tocarlo con fe. No es lo mismo el consumo de sacramentos que entrar en comunión con la muerte y la resurrección de Cristo.
Nos acercamos con verdad a los sacramentos cuando dejan de ser actos sociales o puramente rutinarios; cuando sabemos que algo importante para nuestra vida se ventila tras los signos que los significan y arropan. Entonces, aunque estemos muertos, como la niñita de Jairo; aunque llevemos doce años, como la hemorroisa,
viendo cómo la vida se nos escapa a chorros, podemos sentir que nos hemos encontrado con quien dijo: “Yo he venido para que los hombres tengan vida, y vida en plenitud”. Entonces podremos cantar con el salmista: “Sacaste mi vida del abismo; me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa. Cambiaste mi luto en danzas; te daré gracias por siempre”.
Mons. Ciriaco Benavente Mateos
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