El bautismo de Nuestro Señor Jesucristo
Escuchar al Enviado, porque por nuestro propio bautismo nosotros somos enviados, a nuestro mundo, a salvarlo por él, siendo nosotros mismos salvados con él y en él.
Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda | Fuente: Catholic.net
Cuántas cosas quedaban atrás, en Nazaret. Habían pasado para Cristo los largos momentos de oración, en la montaña y en la casa, el aprendizaje reverente de los Salmos, los Corridos de Israel, el trabajo duro y viril en el taller de José, los gozosos momentos de conversación con aquellos padres encantadores que Dios había puesto cerca de él, con la ternura y la delicadeza de María, sus cuidados por los enfermos y los pobres, y con la reciedumbre de José, su fortaleza y su profunda alegría.
Pero ahora tendría que marcharse, y emprender un largo, largo camino para encontrarse con todos los hombres y conducirlos a la luz. La despedida fue tierna, pero llena de fe. Jesús se arrodilló frente a su madre, pidió la bendición como lo haría cada que salía de casa para internarse en la oración. Y María se arrodilló ante Cristo para ser bendecida por él, ahora que ya no le tendría a su lado. Y así se marchó. Así comenzó el sendero de luz y de esperanza para la humanidad.
Y Jesús encamina sus pasos en primer lugar, a un encuentro muy especial. Por esos días había aparecido en las márgenes del Río Jordán, un hombre muy especial, vestido de una manera estrafalaria aún para sus contemporáneos, alimentado con los escasos recursos del desierto, y predicando la necesidad de conversión y un bautismo de penitencia y purificación. Eran grandes multitudes las que se reunían en torno suyo. Anunciaba la llegada inminente del Reino, y predicaba la cercanía del Altísimo, pero como amenaza, como el fuego que purifica y como la hoz que corta la mala hierba. En cambio Cristo traía otro anuncio, también la llegada del Reino, pero como luz, como liberación, como el Reino de la Salvación.
Podemos imaginarnos la escena. Cristo formado en la fila de los pecadores, él que no tenía pecado, pues desde su concepción, fue santo y consagrado por el Padre. Formado en las filas de una humanidad asediada constantemente por el pecado. Cuando le llegó el turno, y Juan levantó los ojos hacia él, hubo un momento de desconcierto. Juan se arrodilló delante de Jesús, reconociendo que él debía ser bautizado por Cristo, y Cristo se arrodilló ante Juan, pidiéndole que cumpliera con el encargo que el Padre le había dado desde su nacimiento, ser el precursor, el que lo daría a conocer ya presente entre los hombres, como el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo.
Después del momento de desconcierto, Juan se percata de su misión, comprende lo que el Padre quiere realizar, y sumerge profundamente a Cristo en las aguas del Jordán, para que éstas pudieran quedar santificadas al contacto con el Salvador del mundo. Cristo sale triunfante y victorioso de las aguas del Jordán, aunque su propio bautismo vendría después, un bautismo de sangre en lo alto del Calvario. Las aguas estarán listas desde entonces, para purificar y santificar las conciencias de los hombres, haciéndoles de paso el gran regalo, ¡ser hijos de Dios y serlo para siempre!
Nada le añadió el bautismo de Juan a Cristo. Pero era la ocasión propicia para que el Mesías comenzara su verdadera misión entre los hombres. Anunciar el Reino a todos los mortales.
Y a eso le ayudará la presencia del Padre y la del Espíritu Santo. Apenas saliendo Cristo de las aguas, en medio de todos los circundantes, el Santo Espíritu de Dios se hace presente, posándose en la persona de Cristo en forma de paloma, al mismo tiempo que se formaba una nube misteriosa y de entre ella una voz encantadora, la del Padre de todos los cielos rebosante de complacencia amorosa, que presenta a su Hijo: “ESTE ES MI HIJO AMADO, EN QUIEN TENGO TODAS MIS COMPLACENCIAS. ESCÚCHENLO”.
Ahora sí, todo estaba listo, el Padre y el Espíritu Santo, presentando al Amado, al predilecto, al Enviado, al Misionero, al Salvador. Habrá que escuchar al Salvador, como lo hizo María que escuchaba y escuchaba, aunque no entendiera muchas cosas, pero todas las guardaba en su corazón. Escuchar al Enviado, porque por nuestro propio bautismo nosotros somos enviados, a nuestro mundo, a salvarlo por él, siendo nosotros mismos salvados con él y en él.
Ahora nos toca decir como los Apóstoles que fueron interrogados sobre el bautismo doloroso a que él tendría que someterse, que sí podemos y sí queremos ser sus seguidores, sus testigos, sus compañeros, sus enviados y sus mensajeros.
Gracias, Padre por bautismo de tu Hijo, gracias Oh Espíritu Santo, por anidar en nosotros como anidaste al Hijo de Dios en el seno de María Santísima, y gracias a ti, amado Jesucristo, porque en nuestro Bautismo hemos sido santificados y testigos de la luz, testigos del Amor y testigos de la Paz.
Misterios de Luz
1. El bautismo de Nuestro Señor Jesucristo
2. Las bodas de Caná
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4. La Transfiguración
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