Luz del mundo
El amor fraternal es el gran signo del cristiano, el único testimonio que aceptan los demás, la única invitación convincente para los de afuera.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer
“Vosotros sois la sal de la tierra”. “Vosotros sois la luz del mundo”. El Señor dirige estas palabras a todos los cristianos, a cada uno de nosotros.
Somos llamados a ser testigos de nuestro cristianismo en este mundo, ante todos los hombres. Y este testimonio debe realizarse no tanto en muchas palabras, sino sobre todo en nuestras acciones y obras. Porque el mundo moderno quiere que las palabras se traduzcan en hechos; los principios, en efectos; la fe y la caridad, en obras.
El mundo actual no se convertirá nunca a Dios, si no encuentra en nosotros, en nuestras vidas cristianas, un signo y testimonio de la presencia de Dios. Sabemos que después de su ascensión, Cristo no tiene ya más que una aparición posible, la nuestra. El único rostro que Él puede mostrar a nuestros contemporáneos, para llamarlos y convertirlos, es el nuestro, el de nuestras familias, el de nuestras comunidades y grupos.
Entonces, ¿cómo podemos ser luz del mundo? ¿Cómo podemos dar testimonio de Cristo en medio de los hombres?
El signo característico del cristiano auténtico es el amor, el amor a Dios y el amor a los hermanos. Seremos sal de la tierra, luz del mundo en la medida en que seamos testigos fieles del amor sin límites de Jesucristo, en nuestra propia vida.
Es la única prueba convincente de que Él sigue vivo: que nuestra comunidad cristiana, nuestras familias, cada uno de nosotros vivamos con tanto amor y entrega servicial, que los demás sientan ganas de unirse a nosotros. Que ellos sólo puedan explicarse nuestra entrega cristiana, admitiendo que Cristo se ha hecho vivo de nuevo en nosotros.
Y sabemos: El amor al prójimo es amor a Dios. Porque a partir de la encarnación de Cristo, el segundo mandamiento es semejante, es igual al primero. ¡No separemos pues el amor a Dios del amor a los hermanos!
San Juan Crisóstomo nos explica: “Quien acepta uno de los dos preceptos, observa también el otro. Ni un alma sin cuerpo, ni un cuerpo sin alma pueden constituir un hombre. Así, pues, no se puede hablar de amor a Dios, si no se tiene como compañero el amor al prójimo”.
Cuando, por eso, amamos a nuestros hermanos, estamos amando a Dios de un modo auténtico y directo. Y, además, la prueba de que amamos a Dios es que nos amamos los unos a los otros. Cristo ha revelado que tenemos las mismas relaciones con Dios que con cualquiera de nuestros hermanos. Estamos tan cerca de Dios, como de cualquiera de nuestros prójimos.
San Juan nos explica en su 1ª carta: “El que dice que ama a un Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso”. El amor a Dios se presta a muchas ilusiones, a mucha imaginación. Pero el amor a nuestros hermanos es extraordinariamente realista.
Podemos saber en cualquier momento en que punto nos encontramos. Así nuestro amor a los demás es nuestra manera concreta de entrar en el amor a Dios. El prójimo es Cristo al alcance de nuestro amor. No amamos verdaderamente a Cristo, si no lo amamos en el hermano.
Ese amor fraternal es el gran signo del cristiano, el único testimonio que aceptan los demás, la única invitación convincente para los de afuera.
Queridos hermanos, tratemos de ahondar en nosotros ese amor a Dios en los hermanos, y nos haga descubrir y superar todos los obstáculos para que sea más pleno. Así nuestra vida será cada vez más sal de la tierra y luz del mundo.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Cómo es nuestra comunidad familiar?
2. ¿La cordialidad caracteriza a nuestras relaciones?
3. ¿Soy una luz de Cristo… encendida?
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