No resulta fácil hablar del pecado. Primero, porque personalmente a
nadie le gusta encararse con esta realidad. Segundo, porque provoca
extrañeza tocar el argumento en ambientes donde el pecado es visto como
un residuo de culturas ya superadas.
Nos cuesta, sí, en lo personal, hablar del pecado. Si hemos fallado a
una promesa, si el egoísmo nos encerró en un capricho deshonesto, si
dejamos abandonado al necesitado, con facilidad inventamos excusas que
"borren" nuestro pecado.
"Estaba cansado... No era para tanto... En el mundo en el que
vivimos no podemos ser perfectos... No siempre tengo que ser yo quien
tienda una mano... Me encontraba en un momento muy tenso y me permití
aquello como desahogo..."
Pero las muchas excusas que pasan por la cabeza no son suficientes
para eliminar esa voz interior que nos susurra, respetuosamente, que
hemos actuado mal, que hemos pecado.
Hace falta, en lo personal, tener valor para llamar las cosas por su
nombre y para reconocer la propia falta. Sólo desde una actitud de
sinceridad y desde la grandeza de alma podremos decir, sin excusas
falsas: he pecado, he fallado ante Dios y ante mis hermanos.
Palpamos, además, que en muchos ambientes la gente ha cerrado los
ojos y el corazón ante la idea del pecado. Psicólogos y sociólogos,
filósofos y pensadores, literatos y personas “de la calle”, rechazan
cualquier idea de pecado como obsoleta o incluso dañina.
Por eso explican las acciones ajenas (además de las propias) desde
teorías más o menos articuladas. Algunos explican todo lo que hacemos o
dejamos de hacer con la educación recibida en casa, en la escuela o en
el grupo. Otros ven como origen de nuestros actos las fuerzas interiores
de la propia psicología. Otros simplemente niegan la libertad y
consideran que cada comportamiento humano está controlado por el
destino, por las neuronas o por férreas "leyes de la naturaleza".
En esas perspectivas, no es posible negar que existen actos que
causan rechazo y que son condenados. Pero incluso la condena queda
explicada simplemente por el disgusto que esos actos provocan en
algunos, sin que haya que calificarlos con una palabra, "pecado", que
consideran fuera de lugar en un mundo moderno y maduro.
Las negaciones de uno mismo o de otros no pueden suprimir la
realidad profunda del pecado, de ese acto que realizamos, con un
conocimiento claro y con una aceptación plena, contra el amor. Porque en
el fondo del pecado hay, como ya explicaba san Agustín, un rechazo a
Dios y una opción extraña y egoísta por uno mismo. Es decir, el pecado
nos aparta del núcleo más hermoso de toda existencia humana, porque nos
impide amar a Dios y entregarnos sanamente a los hermanos.
Hace falta tener valor para recordar lo que es el pecado. Sólo
entonces comprenderemos por qué Cristo vino al mundo y por qué murió en
un Calvario. Manifestó, de esa manera, lo grave que es el pecado, al
mismo tiempo que reveló esa verdad que da sentido a toda la existencia
humana: "Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él" (Jn 3,16-17).
Cuando reconocemos, sencilla y honestamente, que hemos pecado,
estamos listos para dar los siguientes pasos: pedir perdón, acoger la
misericordia en el sacramento de la confesión, reparar el daño cometido,
y empezar a vivir llenos de gratitud desde el abrazo que nos llega de
un Dios cercano y misericordioso.
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P. Fernando Pascual LC