La fe del centurión
Jesús, en el Evangelio de hoy, se nos muestra como el maestro universal, como el gran unificador del pueblo de Dios.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
Del Santo Evangelio según San Lucas 7,1-10: En aquel tiempo, Jesús, cuando hubo acabado de dirigir todas estas palabras al pueblo, entró en Cafarnaúm. Se encontraba mal y a punto de morir un siervo de un centurión, muy querido de éste. Habiendo oído hablar de Jesús, envió donde él unos ancianos de los judíos, para rogarle que viniera y salvara a su siervo. Estos, llegando donde Jesús, le suplicaban insistentemente diciendo: «Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo, y él mismo nos ha edificado la sinagoga». Iba Jesús con ellos y, estando ya no lejos de la casa, envió el centurión a unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: “Vete”, y va; y a otro: “Ven”, y viene; y a mi siervo: “Haz esto”, y lo hace». Al oír esto Jesús, quedó admirado de él, y volviéndose dijo a la muchedumbre que le seguía: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Cuando los enviados volvieron a la casa, hallaron al siervo sano.
Reflexión
Jesús, en el pasaje que hemos compartido del Evangelio, se nos muestra como el maestro universal, como el gran unificador del pueblo de Dios. Se nos muestra como salvador, que supera todas las divisiones y que reintegra en la comunidad religiosa a este centurión que todos consideramos excluido de ella.
Dios ha creado al mundo en la unidad y en el amor. Ha sido el pecado, el diablo, quienes han suscitado la división y la discordia. El pecado no solamente ha roto el vínculo filial entre el hombre y Dios. Ha separado también a los hombres entre sí.
Cada uno de nuestros pecados ha introducido en el mundo una nueva división: barreras de raza, barreras de clases sociales, barreras de color, de lengua, de nación, hasta barreras de religión. Todas estas barreras son frutos de nuestros pecados, de nuestras faltas de amor.
Todos tenemos una inmensa necesidad de ser amados, de ser apreciados. ¡Pero qué mal respondemos a las necesidades de los demás! Todos nos lamentamos de las barreras que tenemos que sufrir, pero ignoramos o justificamos las que imponemos nosotros a los demás.
Cristo ha venido a suprimir todas estas divisiones, a levantar todas estas barreras. Él ha sido enviado para reunir en un solo cuerpo a los hijos de Dios que están dispersos. Todos son hijos de Dios: los negros y los blancos, los patrones y los obreros, los creyentes y los que no creen.
Cristo tiene un solo fin: unirnos a todos. Y lo demuestra en este Evangelio, reintegrando a la comunidad religiosa a este centurión pagano.
Pero además, Jesús hace de este pagano un elogio tan grande que lo coloca por encima de todos los creyentes tradicionales, de todos los fieles que se creen salvados porque cumplen con unas cuantas prácticas piadosas.
Es una lección que resulta poco agradable de aprender pero que sin duda se dirige también a cada uno de nosotros, sacerdotes y fieles. Porque también nosotros sufrimos la tentación de creernos salvados, ya que tenemos la religión verdadera, ya que hemos sido bautizados, ya que nos encontramos hoy aquí celebrando esta misa.
Pienso que Cristo sentía nostalgia de los paganos. Deseaba poder salir de su triste comunidad adormilada, embotada, satisfecha, para ir al encuentro de otras almas nuevas, frescas, impresionables. Entre los suyos, no encontraba más que almas habituadas, comodonas, endurecidas por la rutina, practicantes sin alegría, creyentes sin fuego interior.
Y cuando una vez encontró un acto de fe entusiasta y generoso, lo encontró en un pagano. Una sola vez nos dice el Evangelio que Cristo se admiró de una persona: y no fue de un fiel, sino de un pagano, de nuestro centurión.
Y yo me pregunto si Jesús no habrá pensado también en nosotros cuando hizo aquella observación tan triste: “Verdaderamente no he encontrado tanta fe en Israel”.
Toda religión, incluso la verdadera religión, corre el riesgo de degenerar en fariseísmo y en pura rutina.
Si practicamos nuestra religión sin un continuo esfuerzo de renovación, de fidelidad, de conversión, corremos el riesgo de convertirnos en personas más paganas todavía que si no hubiéramos creído. Porque el que cree que tiene ¿cómo es posible que acepte algo?
No tenemos más que una manera de salvarnos: vivir de una fe que nos abra personalmente a Dios, que nos haga reconocer a Dios y encontrarlo en todo cuanto nos hable de Él. Por eso, toda fe es una búsqueda constante, que tiene altibajos, sus dificultades y dudas de fe.
Mientras no tengamos dudas contra la fe, es que nuestras ideas se compaginan fácilmente con las ideas de Dios. Pero entonces no sabemos si creemos de verdad en Dios o si creemos sencillamente en nosotros mismos.
Es a partir del momento en que tenemos una dificultad, una diferencia entre lo que Dios nos dice y lo que nosotros mismos pensamos, cuando por primera vez en nuestra vida tenemos la oportunidad de hacer un verdadero acto de fe, de abandonarnos a Dios, de salir de nosotros mismos y de entrar en sus ideas, en su mundo, en su voluntad.
Esto fue lo que hizo el centurión del Evangelio. Él se pudo en camino. Salió de su ambiente nacional: era romano y se dirigió a aquel judío. Salió de su ambiente religioso: era pagano y puso su fe en Cristo. Se confió a Él por completo, separándose de su autoeducación, de su ambiente, de sus costumbres.
Queridos hermanos, Jesús nos invita por medio del Evangelio de hoy, a recorrer con Él valientemente nuestro camino de fe, a abrir nuestra alma al mundo misterioso de Dios, y a dejarnos conducir y educar por su mano bondadosa de Padre. Pidámosle, por eso, a la Virgen María en su Santuario que nos regale esa gracia de una fe auténtica y madura a todos nosotros.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt