Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
La abeja y el hombre
En una familia de abejas cada quien tiene un lugar en la colmena mientras sirve para algo...¿En algo se parecen? Ojalá solo en lo bueno.
Las abejas, en general, gozan de buena fama. Bueno, tienen buena fama siempre que no nos dejen el grato recuerdo de su aguijón y de su veneno... Las abejas son famosas por su miel y su jalea real. Se nos presentan como un complejo modelo de laboriosidad, de “altruismo”, de organización eficaz, de vida comunitaria productiva.
Por eso en algunos nace, casi de modo espontáneo, el comparar a las abejas (y hormigas) con los hombres. El hombre, como la abeja, vive en sociedades enormemente complicadas y, a la vez, altamente organizadas. El hombre, como la abeja, consigue niveles muy altos de productividad. El hombre, como la abeja, es capaz, en modo altruístico, de arriesgar su vida por los demás, por “la especie”.
En estas comparaciones, sin embargo, se pueden cometer errores más o menos graves. Quienes trabajan más de cerca con las abejas, saben bien que el “altruismo” termina pronto. Cuando una obrera, envejecida después de intensos días de trabajo, ya no puede valerse por sí misma, puede ser arrojada fuera de la colmena. Muchas veces morirá a la entrada, sin que nadie le tienda una pata para que entre en casa y reciba una asistencia médica terminal...
La lógica organizativa de una familia de abejas es férrea: cada quien tiene un lugar en la colmena mientras sirve para algo. Apenas el servicio termina, pierdes tu puesto, y sólo te queda morir en algún lugar donde no obstaculices el frenético ir y venir de quienes todavía pueden trabajar. Incluso la abeja más privilegiada, la reina, corre el riesgo de perder todo su poder cuando envejece. Las obreras, que notan sus pocas energías y que pone un número bajo de huevos diarios, deciden dejarla de lado para construirse reinas nuevas y más fuertes.
Desde luego, es un error acusar a las abejas de “injustas” y de “explotadoras”. Como los demás animales, siguen comportamientos fijos según el propio instinto. Pero sí nos asusta el que puedan darse (y no hablamos de hipótesis irrealizables) sociedades humanas que dejen de lado a quienes, después de años de servicio y de vida profesional y familiar, entran a formar parte de la “tercera edad”.
Cuando un hombre envejece, o cuando sufre un accidente que produce una invalidez más o menos grave, deja de producir, al menos no tanto como antes. A la vez, necesita más ayuda de los demás para poder llevar una vida digna. Se hace más dependiente. Y, por desgracia, para algunos, se convierte en un peso social, en un costo sanitario o en un problema para una vida familiar dinámica y alegre.
En la colmena, también, viven los “zánganos”. Entre los apicultores no faltan quienes alaban la utilidad del zángano, no sólo porque gracias a ellos las reinas pueden fecundarse, sino porque una colmena fuerte recibe de los numerosos zánganos que la pueblan algo de calor y un cierto sentido de seguridad. Pero también es verdad que el zángano no ayuda en los intensos trabajos de la colmena, y por eso está condenado a desaparecer cuando la comida escasea y cuando la colmena prefiere dedicarse a lo fundamental.
En los momentos de crisis y de hambre, los hombres no actuamos así. Ciertamente, siempre habrá quienes no sólo quitan el pan del vecino, sino que incluso prefieren llenar su propio estómago aunque los hijos se ahoguen en cataratas de lágrimas y en dolores de hambre. Monstruos los hay en todas partes. Pero es mucho más frecuente el ejemplo de miles y miles de personas que alivian el hambre, el dolor o la soledad de otros hombres y mujeres que viven en condiciones dramáticas. Alguno pensará que este comportamiento no es productivo, y que en esto las abejas son más eficaces que nosotros. Pero el hombre, que vale no por lo que hace, sino por lo que es, sabe que no puede despreciar a ninguno de sus semejantes. Incluso si se trata de un bandido o de un ladrón. ¿No invitaba Jesús a sus discípulos a visitar a los presos y a perdonar a los enemigos?
Hay, por lo tanto, semejanzas entre los hombres y las abejas, pero hay también diferencias fundamentales. La mayor de todas es que los hombres necesitan aprender a vivir juntos. Por eso no siempre una sociedad consigue la paz y la armonía entre quienes la componen. El reto de la educación consiste en lograr que cada nuevo niño aprenda a vivir con los otros. No sólo para producir y para generar riqueza, sino para aprender que el dar es más importante que el recibir. Y para aprender que, cuando los avatares de la vida no nos permitan compartir nada, porque ya nos falta la salud o el dinero, quedará en muchos la posibilidad de responder con una sonrisa y un gesto de gratitud hacia quienes cuiden del pobre, del enfermo y del marginado. Aunque, para algunos, dedicarse a la beneficencia no sea productivo...