Existen, en nuestra vida, dolores que nos resultan incomprensibles, 
atroces, injustos y, sobre todo, inmerecidos. Pero, sea cual fuere la 
reacción que tengamos frente al dolor, él sigue allí, y nos atraviesa el
 alma como una afilada espada. Hoy mi dolor y mi tristeza no me dejan 
verte, María, como ansía mi corazón, pero sé que estas allí, aunque no 
pueda sentirte, estas detrás de mi dolor para sostenerme, para 
transformar el llanto en camino hacia al Padre.
- 
En profecía cumplida… -dices a mi corazón, mas, no comprendo.
- 
Hoy voy a hablarte de esos dolores incomprensibles que 
desgarran el alma y que luego, por la misericordia de Dios, se 
transforman en camino.
- Háblame Señora, que mi alma tiene tanta sed de tu compañía. Mi 
alma ansía caminos que no encuentro en la oscuridad de esta noche 
demasiado larga.
- 
Yo conozco bien las noches largas. Te hablaré de una en 
especial, que me pareció eterna. De una noche anunciada, tan anunciada 
como la nochebuena, pero olvidada luego por muchos y, lo que me desgarra
 el alma, una recordación tomada hoy, por tantos, como excusa para 
bromas.
Esta vez temo seguirte, no sé si tendré valor, pero igualmente me 
llevas…me llevas… y estamos nuevamente en el recinto de Belén. Vemos 
como José está despidiendo a tres extraños extranjeros que le habían 
llevado a tu hijo oro, como símbolo de su dignidad y gran valor, 
incienso, como símbolo de su comunión con Dios y mirra, para preparar el
 aceite sagrado de su unción. Tres extraños venidos de lejanas tierras 
siguiendo una estrella, tres extraños que, buscando al Rey de la Vida, 
fueron a preguntarle a un rey embriagado de poder, el camino para 
hallarlo…. y, sin quererlo, despertaron en él fantasmas olvidados… la 
profecía, la profecía de Belén…
Los extranjeros, que el mundo llamará más tarde los tres Reyes 
Magos, parten a su tierra por otro camino, evitando pasar cerca del 
palacio de Herodes, quien los aguarda como un tigre al acecho, para 
saltar sobre el pequeño Rey desconocido que amenaza su seguridad.
Entramos a la precaria vivienda. José nos sigue y comienza a 
trabajar, pues el dueño de la finca le había encargado unos arreglos y 
le pagaría un buen precio por ellos. José tiene los pies sobre la 
tierra, sabe que debe alimentar a su familia y para ello sólo conoce un 
modo: su trabajo.
Tu, María, te dispones a preparar la cena. José no aparta la mirada 
de su labor, pero es evidente que sus pensamientos están en otro sitio, 
quizás detrás de los muros de un palacio, tratando de leer los 
pensamientos de un hombre fuera de sí, mas nada te dice. La cena 
transcurre en paz. La presencia de esos hombres y sus obsequios han 
dejado más preguntas que respuestas…¿Quiénes eran? ¿Por qué habían 
venido? ¿Cuál era el real significado de su presencia? … quizás 
representan a todos aquellos que no pertenecen al pueblo de Israel y 
para cuya Salvación también ha venido este niño. Demasiados 
acontecimientos y pocas explicaciones. La pareja se dispone a descansar 
pues al día siguiente deberán iniciar el camino hacia Jerusalén, para 
realizar la purificación de María, tal como lo establece la Ley.
Yo estoy allí, con ellos, no puedo dormir, siento miedo… conozco la 
historia… la he escuchado mil veces de labios de los sacerdotes. La he 
leído, pero no es lo mismo estar… estar… y todos, de alguna manera, 
alguna vez en la vida, también estamos dentro de esta historia… sólo 
que, enceguecidos por nuestro propio dolor, no nos damos cuenta.
A la mañana siguiente parten hacia Jerusalén, María me hace señas de
 que los siga. El camino es largo, el niño, pequeño aún. El animal que 
nos acompaña va cargado de las pocas pertenencias de los padres y, en su
 mayor parte, de los pañales y ropita del bebé, recibida generosamente 
de la esposa del dueño del pesebre.
Luego de la ceremonia del Templo volvimos a Belén, José se nota 
nervioso… no como quien desconfía de la protección de Dios, sino como un
 padre responsable que sólo desea actuar correctamente y no sabe cómo, 
pues presiente que Herodes no ha olvidado la presencia de los 
extranjeros, ni se quedará quieto ante lo que él considera una amenaza.
Durante los siguientes tres días la familia se dedica a organizar el
 retorno a Nazaret. José termina sus trabajos pendientes, consiguiendo 
de esta manera dinero para el viaje y retribuyendo, al mismo tiempo, la 
hospitalidad al dueño del pesebre, quien sólo pide como pago, el arreglo
 de una vieja mesa labrada herencia de su padre, trabajo realizado 
impecablemente por José.
Los planes del Señor y nuestros propios planes no van siempre por 
iguales caminos. La noche del tercer día no aparenta nada en especial, 
sólo un cielo cargado de nubarrones amenazantes. Hace frío, María 
amamanta a su niño y lo recuesta bien calentito en la cuna hecha por su 
esposo, y una blanca piel de cordero cubre las demás mantas con las que 
la joven madre abriga a su pequeño. El matrimonio cena al tiempo que 
comenta los últimos acontecimientos. José tiene largos silencios que 
inquietan el corazón de María quien, como esposa prudente, no pregunta. 
Tiran las mantas en el suelo y se disponen a dormir, yo hago lo mismo, 
María me besa la frente y me dice 
“Valor, amiga, lo necesitarás...”
 es la noche de la locura, pero igualmente me quedo dormida... lástima, 
no tuve el valor de esperar despierta, como tantas veces en la vida en 
las que no tengo el valor de dominar mi voluntad.
Me despiertan los gritos de José. El hombre está sentado en el 
suelo, empapado en sudor, su rostro está aterrado pero es sólo por un 
instante... enseguida se pone en pie, da vueltas en el recinto tratando 
de ordenar sus pensamientos, seguidamente despierta a María, la toma por
 los hombros al tiempo que le clama en voz baja:
- ¡María, María! Por el amor de Dios despiértate María! – y la sacude casi con violencia.
Ella abre los ojos y se asusta...
- ¿Qué pasa, José? ¡Por Dios! ¿Por qué hablas de esa forma? ¡Jesús, Jesús! ¿Le pasó algo al niño?
- No, pero le pasará si sigues allí acostada... María... he tenido 
un sueño, que no fue un sueño en realidad... un hombre vestido de blanco
 me clamaba que te tomara a ti y al niño y huyera a Egipto, pues Herodes
 busca al niño para matarlo.
- ¡Matarlo!...Dios mío José, que atroz pesadilla.
- María, esposa mía ¡Nos vamos a Egipto! ¡Y nos vamos ya! ¿Comprendes? ¡Ya!.
- ¿Qué dices? José... ¿Te das cuenta la distancia que nos separa de 
Egipto, que es medianoche, afuera arrecia el viento y el frío cala los 
huesos?...
- María ¿Confías en mí?
- José, confío en ti más que en nadie en esta tierra
- Entonces, amada mía, junta todo y vámonos, los soldados se 
aproximan cada minuto, por cada palabra que decimos ellos están un metro
 más cerca... y vienen a matarlo... y no están jugando, pues un loco 
asesino les ha ordenado deshacerse de Jesús... la pregunta es ¿Cómo lo 
encontraran? Mientras a ese loco no se le ocurra... ¡Dios no puedo ni 
pensarlo!
- Mientras no se le ocurra matarlos a todos... - y María se estremece tanto que José debe sostenerla para que no caiga.
Yo estoy inmóvil, hubiera querido traerles un vehículo, un 
helicóptero, sacarlos prontamente de allí, pero eso pasa en las 
películas y esto es la vida real. Los padres (ahora me voy dando cuenta 
la clase de padre que Dios eligió para Jesús, un Hombre con mayúsculas) 
preparan todo prontamente, llevan sólo lo indispensable, deben dejar 
muebles, cuna, todo lo hecho por José. El oro de los magos les 
permitiría establecerse en Egipto. Dios siempre tan previsor, nos manda 
las pruebas y los medios para enfrentarlas. Salimos, el viento me 
termina de despertar, tengo varias mantas puestas encima, pero tiemblo 
como una hoja, parece que el corazón se me saldrá del pecho en cualquier
 momento. Montan los animales, María me hizo un lugar en el suyo... 
partimos... se ve poco, pero se ve, hay luna llena, los nubarrones ya no
 están, José se encamina hacia Egipto a través de la desértica región, 
apura el paso, no hay miradas extrañas que noten nuestra presencia. El 
hombre anda varias horas a marcha forzada, de tanto en tanto mira hacia 
atrás, con angustia, casi con desesperación. Yo, yo estoy muerta de 
miedo... veo soldados por todas partes... sé de sobra que no nos 
alcanzarán... pero una cosa es leerlo y otra estar... estar...
Falta poco para el amanecer. De pronto se escucha un galope cercano,
 se ve la arena removida por los cascos del animal que se acerca, es un 
jinete solitario, pero se dirige, peligrosamente, hacia nosotros. José 
nos recomienda calma, y no decir el nombre del niño. Por fin llega el 
personaje, un hombre más bien anciano, con la mirada perdida... loco... 
pobre infeliz... sólo decía:
- ¡Madres, corran, corran con sus hijos! ¡Huyan!... 
José baja de su asno y se acerca al pobre hombre:
- ¿Qué le ocurre, amigo? ¿Se siente usted bien?...
- ¡Huyan, huyan mujeres con sus hijos! Sangre... muerte... niños 
muertos, en todo Belén... niños degollados, atravesadas sus carnecitas 
por las espadas de los soldados... no escapó ni uno... todo Belén es un 
grito... solo los pequeños murieron... los menores de dos años... ¿Por 
qué?¿Por qué Dios?- grita desgarradoramente el infeliz mirando al cielo-
 Huyan mujeres... huyan... corran... corran...
El pobre desquiciado comienza a cabalgar nuevamente repitiendo el ya
 inútil consejo. Tanto horror le ha enloquecido. Se pierde en el 
paisaje, queriendo huir de los macabros recuerdos pero no hay lugar en 
donde uno pueda esconderse de los recuerdos.
José y María se miran, abundantes lágrimas caen por sus mejillas, se
 abrazan y abrazan al niño. Es la noche más larga, más atroz, más cruel,
 que les ha tocado vivir a ambos. Es la noche anunciada por el profeta 
Jeremías:
“En Ramá se oyó una voz, hubo lágrimas y gemidos: es Raquel, que 
llora a sus hijos y no quiere que la consuelen porque ya no existen”( 
Mt.2,18)
La travesía dura largos días, María se esconde muchas veces a llorar
 para que José no la vea... no quiere preocuparlo, más su corazón de 
madre está destrozado. Recuerda la espada anunciada por el anciano 
Simeón... ya ha comenzado a lastimarla. También veo a José llorar a 
escondidas, es el llanto de un hombre que se siente impotente ante la 
injusticia, es el llanto de un hombre justo clamando justicia.
Las primeras casas del poblado egipcio se divisan a la distancia. La
 noche larga ha terminado, el niño está a salvo, momentáneamente.
-
 Amiga- dices María, mirándome a los ojos,( mientras tus 
ropas y las mías vuelven a estos tiempos y el ruido de los automóviles 
nos sorprende frente la parroquia de Luján, en mi barrio) 
gracias por
 compartir conmigo esta noche, una de las más duras de mi tiempo en esta
 tierra. Realmente, cuesta ver a Dios detrás de tanto dolor, cuesta 
poder encontrarlo para que nos tome de la mano, cuesta no enloquecer 
como ese pobre viejo del desierto... cuesta, buena amiga, pero no es 
imposible, es más, es el único camino. Dios, tras el dolor que nos 
causan los seres humanos. Dios, sosteniendo. Dios, poniendo rosas sobre 
tantas espinas. Dios, transformando el dolor en camino de salvación. 
Dios, permitiendo que nuestra angustia ayude a otros a superar la suya. 
Cuando tu alma tenga más preguntas que respuestas, más dolor del que 
crees poder soportar, más soledad que compañía, más desilusión que 
sueños entonces, más que nunca, búscalo; que siempre habrá un Egipto 
donde puedas esconderte hasta que pase el temporal.
- Señora- y apenas si puedo contener mis lágrimas- ¡Cuánto, cuánto 
me amas, cuánto me cuidas, cuánto me enseñas! ¿Te dije ya cuánto te 
amo?- y me arrojo en tus brazos y lloro por los niños muertos, lloro por
 mí, lloro por la humanidad.
Mientras te alejas, y yo seco mis lágrimas, un grupo de jóvenes pasa
 riéndose de uno de ellos, al tiempo que le dicen “¡Qué la inocencia te 
valga! Ja,ja,ja” típico comentario de las bromas del Día de los 
Inocentes.
Tengo ganas de gritar, ganas de decirles que el origen de esa 
recordación es la sangre de niños pequeños derramada por Jesús, pero 
siento que no vale la pena; prefiero escribir este relato, escribirlo 
para que tú, después de leerlo, ya no rías con las bromas de los 28 de 
diciembre. Porque si tú no ríes, si le cuentas esta historia a un amigo y
 él ya tampoco ríe... entonces... entonces algo habrá cambiado en este 
mundo... porque recordando a nuestros mártires, los honramos.
NOTA de la autora:
"Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en 
mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he 
leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de 
revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla 
de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden 
exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna."
 Preguntas o comentarios al autor
María Susana Ratero.