"Se os quitará el Reino"
La parábola de los viñadores infieles, sobre todo en su conclusión («Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos»), evoca el tema del llamado «rechazo de Israel». Una interpretación simplista y triunfalista de ésta y otras páginas similares del Evangelio ha contribuido a crear el clima de condena de los judíos, con las trágicas consecuencias que conocemos. Nosotros no debemos abandonar las certezas de fe que nos llegan del Evangelio, pero basta poco para darnos cuenta de cuánto nuestra actitud ha alterado frecuentemente su genuino espíritu.
Ante todo, en esas terribles palabras de Cristo al expresarse ante Israel está el extraordinario amor de Dios, no una fría condena. ¡Jesús llora cuando habla del futuro de Jerusalén! Se trata además de un rechazo pedagógico, no definitivo. También en el Antiguo Testamento se habían producido rechazos de Dios. Uno de ellos es descrito por Isaías, en la primera lectura (Is 5,1-7), con la misma imagen de la «viña» («Ahora, pues, voy a haceros saber lo que hago yo a mi viña: quitar su seto, y será quemada; desportillar su cerca, y será pisoteada», 5,5), pero esto no ha impedido a Dios seguir amando a Israel y velando por él.
San Pablo nos asegura que también este último rechazo, anunciado por Jesús, no será definitivo. Es más, permitirá a los paganos entrar en el Reino (Cf. Rm 11,11.15). Él va más allá: por la fe de Abraham -que es la primicia y la raíz- todo el pueblo judío es santo, si bien algunas ramas han desfallecido (Cf. Rm 11,16). El Apóstol de las gentes, injustamente considerado partidario de la fractura entre Israel y la Iglesia, nos sugiere la actitud adecuada ante el pueblo judío. No autoseguridad y estúpido orgullo («¡Somos nosotros ahora el nuevo Israel, nosotros los elegidos!»), sino temor y temblor ante el insondable misterio de la acción divina («Así pues, el que crea estar de pie, mire no caiga») (1Co 10,12), y todavía más amor por Israel, que es «la raíz y el tronco en el que hemos sido injertados». Pablo dice estar dispuesto a quedar separado de Cristo si ello pudiera ser útil a sus hermanos (Cf. Rm 9,1-3). Si los cristianos en el pasado se hubieran preocupado de tener estos sentimientos hablando de los judíos, la historia habría tenido un curso distinto.
Si los judíos un día llegan (como Pablo espera) a un juicio más positivo de Jesús, esto deberá ocurrir por un proceso interno, como arribo de una búsqueda propia de ellos (cosa que en parte está sucediendo). No podemos ser nosotros los cristianos los que busquen convertirles. Hemos perdido el derecho de hacerlo por el modo en que esto ha sucedido en el pasado. Deberán antes ser sanadas las heridas a través del diálogo y la reconciliación.
No veo cómo un cristiano que ame verdaderamente a Israel pueda no desear que éste llegue un día a descubrir a Jesús, a quien el Evangelio define: «gloria de su pueblo, Israel» (Lc 2,32). No creo que esto sea proselitismo.
Pero ahora lo más importante es suprimir los obstáculos que hemos interpuesto para esta reconciliación, la «mala luz» en que hemos puesto a Jesús a sus ojos. También los obstáculos presentes en el lenguaje: cuántas veces la palabra «judío» se usa en sentido despreciativo, o negativo, en nuestro modo de hablar. A partir del Concilio Vaticano II, las relaciones entre cristianos y judíos mejoraron. El decreto sobre el ecumenismo ha reconocido a Israel un estatuto aparte entre las religiones. Para nosotros, cristianos, el judaísmo no es «otra religión»; es parte integrante de nuestra propia religión. Adoramos al mismo «Dios de Abraham, Isaac y Jacob» que para nosotros es también «el Dios de Jesucristo».
Padre Raniero Cantalamessa