Siempre me ha hecho reflexionar mucho aquella bienaventuranza de 
Cristo: “Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a 
Dios”. ¿Qué tendrá que ver la pureza con la vista? Desde luego, con la 
vista corporal quizá no tenga que ver apenas nada. Pero seguramente 
mucho con la “vista” espiritual. Porque está claro que a Dios no se le 
puede ver con los ojos de la carne, pero sí con los del espíritu, con 
los del corazón, que son la fe y el amor. Sólo cuando el alma es pura y 
cristalina está en condiciones de poder ver y contemplar a Dios. “Sólo 
en un corazón puro -escribía San Agustín- existen los ojos con que puede
 Dios ser visto”.
Me imagino que Cristo al formular esta bienaventuranza tenía en 
mente a su Madre. Ella era la creatura más pura que jamás ha existido y 
existirá. El corazón de María era como un mar de gracia profundo, 
cristalino y transparente. 
Se ha dicho siempre que los ojos son las ventanas del alma. Es 
cierto. A través de ellos se puede mirar al interior de otra persona. 
Por eso, mirando a los ojos a María podremos ver y apreciar la pureza 
inmaculada de su alma.
Los ojos de María. ¡Quién pudiera haberlos visto realmente tan 
siquiera una vez, aunque fuera por un instante! Sólo a algunos 
privilegiados les tocó. Nosotros hemos de contentarnos con verlos desde 
la fe o con soltar un poco nuestra imaginación para hacernos una idea de
 cómo eran.
Los ojos de María. Ojos hermosos, agradables, con esa belleza 
natural que no necesita de mejunjes ni postizos para ser encantadores. 
Ojos sencillos, de esos que no saben mirar a los demás desde arriba. 
Ojos bondadosos, que nunca se han desfigurado con guiños de ira o de 
odio. Ojos sinceros, que no han aprendido a mentir; testigos de un 
interior sin sombra de doblez. Ojos atentos a las necesidades ajenas y 
distraídos para fijarse y molestarse por sus defectos. Ojos comprensivos
 y misericordiosos que, ante pecadores y malhechores, se transforman en 
manos abiertas que ofrecen la gracia a raudales. Esos ojos cuya mirada 
Judas evitó al salir del cenáculo la noche de la traición... Esa misma 
mirada que a Dimas, en el Calvario, llevó a la conversión y al 
paraíso...
Ojos de mujer que reflejan nítidamente un alma preciosa, adornada de
 humildad, de bondad, se sinceridad, caridad, de comprensión y 
misericordia. Los ojos de María. Los ojos de un alma en gracia. 
Verdaderas ventanas al cielo. Porque cielo era toda su alma.
Los ojos de María, cuya penetrante y dulce mirada todo lo puede. 
Cuántos indiferentes se han visto interpelados por el brillo de pureza 
de esos ojos inocentes. Cuántos orgullosos han caído rendidos a sus 
plantas, desarmados por la mansedumbre que traslucen sus pupilas. 
Cuántos ánimos frágiles ante el mal se han armado de bravura y han 
vencido al tentador al recordar que Ella les miraba.
Cuántas veces la sola mirada de María fue sin duda bálsamo sobre el 
desgarrado corazón de algún vecino atribulado. Cuántas fue fuente de paz
 y consuelo que barrió de angustias el interior de algún contrariado 
pariente. Cuántas, esos luceros de su rostro, fueron luz cálida, manto 
que arropó de piedad e intercesión las almas atenazadas por el frío del 
pecado. Y cuántas siguen siendo aún todo eso y más para muchos de 
nosotros.
Es sumamente consolador saber que tendremos toda la eternidad para 
contemplar, sin cansancio ni aburrimiento, los hermosos ojos de María. 
Asomarse a ellos es asomarse a la maravilla más excelsa salida de las 
manos de Dios. María fue su obra maestra. En Ella el Creador se lució. 
Ella es, en palabras de Pio IX, “un inefable milagro de Dios; es más, es
 el más alto de todos los milagros y digna Madre de Dios”. Pablo VI la 
describe como “la mujer vestida de sol, en la que los rayos purísimos de
 la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, 
de la belleza sobrenatural”. Sin embargo, no hay que esperar a llegar al
 cielo para recrearnos en su contemplación. Podemos desde ahora, con la 
fe, mirar sus ojos y sostener su mirada portentosa.
Pero me temo que muchos de nosotros somos incapaces de sostener una 
mirada tan luminosa. Nos molesta el chorro de luz que el alma pura de 
María despide a través de sus ojos y de todo su ser. Nuestras pupilas, 
tan acostumbradas quizá a las oscuridades de la impureza y del pecado, 
no soportan semejante claridad. A lo mejor no queremos que esa mirada 
materna desenmascare y purifique nuestra alma llena de barro. Porque no 
estamos dispuestos a dejar que en ella penetre la gracia de Dios y la 
limpie y la ordene y la santifique. Todo eso cuesta mucho. El precio de 
la pureza es elevado, sólo las almas ricas pueden pagarlo. Ricas en 
amor, en generosidad, en desprendimiento de sí y de los placeres 
desordenados. 
Sólo esas almas disfrutarán ya en la tierra del gozo espiritual 
incomparablemente más sublime, profundo y duradero que el más refinado 
placer corporal. Sólo ellas experimentarán la libertad interior del que 
no está encadenado por los instintos del cuerpo. Y sólo ellas gozarán de
 la bienaventuranza de la visión de Dios por toda la eternidad.
María ha sido la creatura más pura y por eso también la más 
auténticamente feliz y satisfecha, la más libre de espíritu, la mejor 
dispuesta para ver a Dios y saborear esa deliciosa visión con una 
intensidad inigualable.
 Preguntas o comentarios al autor
P. Marcelino de Andrés LC