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martes, 17 de junio de 2025
NOVENA EN HONOR AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS - DEL 18 AL 26 DE JUNIO DE 2025
lunes, 16 de junio de 2025
HOMILÍA COMPLETA DEL PAPA LEÓN XIV EN LA MISA QUE PRESIDIÓ CON MOTIVO DE LA SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Homilía completa del Papa León XIV en la Misa que presidió con motivo de la solemnidad de la Santísima Trinidad
Crédito: Daniel Ibañez/ EWTN News
15 de junio de 2025
Esta es la homilía de la Misa que presidió León XIV con motivo de la solemnidad de la Santísima Trinidad, que coincidió con el Jubileo del Deporte, cita prevista en el Año Jubilar de la Esperanza.
Lee aquí la homilía:
Queridos hermanos y hermanas: Celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad, mientras vivimos los días del Jubileo del Deporte. El binomio Trinidad-deporte no es precisamente habitual, sin embargo, la asociación no es absurda.
De hecho, toda buena actividad humana lleva consigo un reflejo de la belleza de Dios, y sin duda el deporte es una de ellas. Después de todo, Dios no es estático, no está cerrado en sí mismo. Es comunión, relación viva entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que se abre a la humanidad y al mundo. La teología llama a esta realidad pericoresis, es decir, “danza”: una danza de amor recíproco. Es de este dinamismo divino de donde brota la vida. Hemos sido creados por un Dios que se complace y se regocija en dar la existencia a sus criaturas, que “juega”, como nos ha recordado la primera lectura (cf. Pr 8,30-31). Algunos Padres de la Iglesia hablan incluso, con audacia, de un Deus ludens, de un Dios que se divierte (cf. S. SALONIO DE GINEBRA, in Expositio Mystica in Parabolas Salomonis et Ecclesiasten; S. GREGORIO NACIANCENO, Carmina, I, 2, 589).
Es por eso que el deporte puede ayudarnos a encontrar a Dios Trinidad: porque requiere un movimiento del yo hacia el otro, ciertamente exterior, pero también y sobre todo interior. Sin esto, se reduce a una estéril competencia de egoísmos. Pensemos en una expresión que, en italiano, se utiliza habitualmente para animar a los atletas durante las competiciones: los espectadores gritan: “Dai!” [en español “¡Dale!”]. Quizás no lo pensemos, pero es un imperativo precioso; es el imperativo del verbo “dar”.
Y esto nos puede hacer reflexionar: no se trata solo de dar una prestación física, quizá extraordinaria, sino de darse uno mismo, de «jugársela». Se trata de entregarse por los demás —por el propio crecimiento, por los aficionados, por los seres queridos, por los entrenadores, por los colaboradores, por el público, incluso por los adversarios— y, si se es verdaderamente deportista, esto vale independientemente del resultado. San Juan Pablo II —un deportista, como sabemos— hablaba así de ello: “El deporte es alegría de vivir, juego, fiesta, y como tal debe valorarse […] mediante la recuperación de su gratuidad, de su capacidad para estrechar lazos de amistad, para favorecer el diálogo y la apertura de unos hacia otros, […] por encima de las duras leyes de la producción y el consumo y de cualquier otra consideración puramente utilitaria y hedonista de la vida” (cf. Homilía para el Jubileo de los Deportistas, 12 abril 1984).
Desde este punto de vista, mencionamos en particular tres aspectos que hacen del deporte, hoy en día, un medio valioso para la formación humana y cristiana. En primer lugar, en una sociedad marcada por la soledad, en la que el individualismo exagerado ha desplazado el centro de gravedad del “nosotros” al “yo”, terminando por ignorar al otro, el deporte —especialmente cuando se practica en equipo— enseña el valor de la colaboración, de caminar juntos, de ese compartir que, como hemos dicho, está en el corazón mismo de la vida de Dios (cf. Jn 16, 14-15).
De este modo, puede convertirse en un importante instrumento de recomposición y encuentro, entre los pueblos, en las comunidades, en los entornos escolares y laborales, en las familias.
En segundo lugar, en una sociedad cada vez más digital, en la que las tecnologías, aunque acercan a personas lejanas, a menudo alejan a quienes están cerca, el deporte valora la concreción de estar juntos, el sentido del cuerpo, del espacio, del esfuerzo, del tiempo real. Así, frente a la tentación de huir a mundos virtuales, ayuda a mantener un contacto saludable con la naturaleza y con la vida concreta, único lugar en el que se ejerce el amor (cf. 1 Jn 3,18).
En tercer lugar, en una sociedad competitiva, donde parece que sólo los fuertes y los ganadores merecen vivir, el deporte también enseña a perder, poniendo a prueba al hombre, en el arte de la derrota, con una de las verdades más profundas de su condición: la fragilidad, el límite, la imperfección.
Esto es importante, porque es a partir de la experiencia de esta fragilidad que nos abrimos a la esperanza. El atleta que nunca se equivoca, que no pierde jamás, no existe. Los campeones no son máquinas infalibles, sino hombres y mujeres que, incluso cuando caen, encuentran el valor para levantarse. Recordemos una vez más, a este respecto, las palabras de san Juan Pablo II, quien decía que Jesús es “el verdadero atleta de Dios”, porque venció al mundo no con la fuerza, sino con la fidelidad del amor (cf. Homilía en la Misa por el Jubileo de los deportistas, 29 octubre 2000).
No es casualidad que, en la vida de muchos santos de nuestro tiempo, el deporte haya tenido un papel significativo, tanto como práctica personal que como vía de evangelización. Pensemos en el beato Pier Giorgio Frassati, patrono de los deportistas, que será proclamado santo el próximo 7 de septiembre. Su vida, sencilla y luminosa, nos recuerda que, así como nadie nace campeón, tampoco nadie nace santo.
Es el entrenamiento diario del amor lo que nos acerca a la victoria definitiva (cf. Rm 5,3-5) y nos hace capaces de trabajar en la construcción de un mundo nuevo. Así lo afirmaba también san Pablo VI, veinte años después del final de la Segunda Guerra Mundial, recordando a los miembros de una asociación deportiva católica lo mucho que el deporte había contribuido a devolver la paz y la esperanza a una sociedad devastada por las consecuencias de la guerra (cf. Discurso a los miembros del C.S.I., 20 marzo 1965). Decía, “es la formación de una sociedad nueva a la que se dirigen vuestros esfuerzos: […] conscientes de que el deporte, en los sanos elementos formativos que valora, puede ser un instrumento muy útil para la elevación espiritual de la persona humana, condición primera e indispensable de una sociedad ordenada, serena y constructiva” (cf. ibíd).
Queridos deportistas, la Iglesia les confía una misión maravillosa: ser, en las actividades que realizan, reflejo del amor de Dios Trinidad para bien de ustedes y sus hermanos. Comprométanse con entusiasmo en esta misión: como atletas, como formadores, como sociedad, como grupos, como familias. El Papa Francisco solía subrayar que María, en el Evangelio, se nos presenta activa, en movimiento, incluso “corriendo” (cf. Lc 1,39), dispuesta, como saben hacer las madres, ponerse en movimiento ante la señal de Dios, para socorrer a sus hijos (cf. Discurso a los voluntarios de la JMJ, 6 agosto 2023).
Le pedimos que acompañe nuestros esfuerzos y nuestros impulsos, y que los oriente siempre hacia lo mejor, hasta la victoria más grande: la de la eternidad, el «campo infinito» donde el juego no tendrá fin y la alegría será plena (cf. 1 Co 9,24-25; 2 Tim 4,7-8).
SAN ANTONIO DE PADUA Y LA MULA
San Antonio y la mula
Predicaba San Antonio de Padua en Rímini (Italia). Allí los herejes habían desfigurado el dogma de la presencia real, reduciendo la Eucaristía a una simple cena conmemorativa.
Antonio, en su predicación, ilustró plenamente la realidad de la presencia de Jesús en la Hostia Santa. Pero los jefes de la herejía no aceptaban las razones del Santo e intentaban rebatir sus argumentos. Entre ellos, Bonvillo, que era el principal y se hacía el sabiondo, le dijo:
- Menos palabras; si quieres que yo crea en ese misterio, has de hacer el siguiente milagro: Yo tengo una mula; la tendré sin comer por tres días continuos, pasados los cuales nos presentaremos juntos ante ella: yo con el alimento, y tú con tu sacramento. Si la mula, sin atender su comida, se arrodilla y adora ese tu Pan, entonces también lo adoraré yo.
Aceptó el Santo la prueba y se retiró a implorar el auxilio de Dios con oraciones, ayunos y penitencias. El día convenido, el Santo muestra la hostia a la hambrienta mula y le dice:
- «En virtud y en nombre del Creador, que yo a pesar de ser indigno, tengo verdaderamente entre las manos, te digo, oh animal, y te ordeno acercarte enseguida y con humildad y ofrécele la debida veneración»
Mientras decía el Santo estas palabras, el hereje echaba cebada a la mula para que comiese; pero la mula, sin hacer caso de la comida avanzó pausadamente, como si hubiese tenido uso de razón, y, doblando respetuosamente las rodillas ante el Santo que mantenía levantada la Sagrada Hostia, permaneció en esta postura hasta que San Antonio le concedió licencia para que se levantara.
Bonvillo cumplió su promesa y se convirtió de todo corazón a la fe católica; los herejes se retractaron de sus errores, y San Antonio, después de dar la bendición con el Santísimo en medio de una tempestad de vítores y aplausos, condujo la Hostia procesionalmente y en triunfo a la iglesia, donde se dieron gracias a Dios por el estupendo portento y conversión de tantos herejes.
domingo, 15 de junio de 2025
¿ES NECESARIO CREER EN LA TRINIDAD?
¿Es necesario creer en la Trinidad? ¿Se puede? ¿Sirve para algo? ¿No es una construcción intelectual innecesaria? ¿Cambia en algo nuestra fe si no creemos en el Dios trinitario? Hace dos siglos, el célebre filósofo Immanuel Kant escribía estas palabras: «Desde el punto de vista práctico, la doctrina de la Trinidad es perfectamente inútil».
¡Nada más lejos de la realidad! La fe en la Trinidad cambia no solo nuestra visión de Dios, sino también nuestra manera de entender la vida. Confesar la Trinidad de Dios es creer que Dios es un misterio de comunión y de amor. No un ser cerrado e impenetrable, inmóvil e indiferente. Su intimidad misteriosa es solo amor y comunicación. Consecuencia: en el fondo último de la realidad, dando sentido y existencia a todo, no hay sino Amor. Todo lo que existe viene del Amor.
El Padre es Amor originario, la fuente de todo amor. Él empieza el amor. «Solo él empieza a amar sin motivos; es más, es él quien desde siempre ha empezado a amar» (Eberhard Jüngel). El Padre ama desde siempre y para siempre, sin ser obligado ni motivado desde fuera. Es el «eterno Amante». Ama y seguirá amando siempre. Nunca nos retirará su amor y fidelidad. De él solo brota amor. Consecuencia: creados a su imagen, estamos hechos para amar. Solo amando acertamos en la existencia.
El ser del Hijo consiste en recibir el amor del Padre. Él es el «Amado eternamente», antes de la creación del mundo. El Hijo es el Amor que acoge, la respuesta eterna al amor del Padre. El misterio de Dios consiste, pues, en dar y también en recibir amor. En Dios, dejarse amar no es menos que amar. ¡Recibir amor es también divino! Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos hechos no solo para amar, sino para ser amados.
El Espíritu Santo es la comunión del Padre y del Hijo. Él es el Amor eterno entre el Padre amante y el Hijo amado, el que revela que el amor divino no es posesión celosa del Padre ni acaparamiento egoísta del Hijo. El amor verdadero es siempre apertura, don, comunicación desbordante. Por eso, el Amor de Dios no se queda en sí mismo, sino que se comunica y se extiende hasta sus criaturas. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5,5). Consecuencia: creados a imagen de ese Dios, estamos hechos para amarnos, sin acaparar y sin encerrarnos en amores ficticios y egoístas.
P. José Antonio Pagola
domingo, 8 de junio de 2025
EL BURRO Y EL RATÓN - REFLEXIÓN
EL BURRO Y EL RATÓN - ENSEÑANZA
El burro se desmayó en el establo tras ser molido a palos por el granjero. Temblaba. Tenía los ojos en blanco.
Una ratita lo encontró así y corrió al bosque, recogió hierbas y preparó un té medicinal. Era pequeña, pero con esfuerzo arrastró una cáscara llena de té hasta él. Llegó jadeando, toda empapada.
Cuando el burrito despertó, la miró con desprecio y le gritó:
—¡Lárgate! ¡No necesito tu caridad! ¡Sé curarme solo!
De un manotazo tiró el té. El líquido caliente le salpicó la cara.
La ratita no dijo nada. Solo se fue con una sonrisa fingida… y, al llegar a su agujero, rompió en llanto.
Esa noche escuchó los quejidos del burro. Tenía fiebre.
Y aunque le dolía el alma, arrastró su nido hasta el establo y se quedó a su lado.
Al día siguiente, el burro volvió a gritarle:
—¡Te odio! ¡No quiero que estés aquí!
Y la golpeó con una patada.
Herida, la ratita volvió a su agujero, en silencio.
Días después, fue cojeando hasta la casa de la cascada, donde vivía un sabio.
—Maestro… ¿Algún día el burro entenderá cuánto lo quiero?
El sabio la miró con ternura y le respondió:
—Lo sabrá… cuando escuche a alguien decir: “Cinco minutos para enterrarla.”
La ratita bajó en silencio. Pero ya no era la misma.
Las heridas y los desprecios le habían roto el alma.
Dejó de corretear, de sonreír…
Y nunca más volvió al establo.
Pasaron los días y el burro empezó a notar su ausencia.
Extrañaba el té, la sombra compartida, su compañía silenciosa.
Y entonces pensó:
—¿Y si fue mi culpa?
Un día, un ruiseñor se posó en la cerca.
Traía una noticia que partía el alma:
—La ratita ha muerto. Están por enterrarla… ¿no vas a despedirte?
El burro corrió. Cada paso era una lágrima.
Pero las que más dolían… eran las del arrepentimiento.
Ahí estaba ella.
La que nunca se rindió.
La que siempre estuvo.
Solo que ahora… con las patitas cruzadas sobre el pecho, dentro del ataúd.
El sepulturero habló fuerte:
—¡Cinco minutos para enterrarla!
Y esas palabras le apretaron el alma al burro.
Se acercó llorando, se inclinó sobre ella y, entre llantos, dijo:
—Ella era buena…
Siempre estuvo para mí.
Yo la amaba…
¡Y no se lo dije a tiempo!
Cinco minutos de palabras… que ella nunca escuchó en vida.
Pero justo antes de que la enterraran, algo inesperado pasó.
La ratita abrió los ojos, se incorporó y le sonrió.
—Yo también te amo, burro.
Y sí… tú eres todo eso que acabas de decir.
El burro la miró, entre coraje y alivio:
—¡¿No estabas muerta?!
—No. Solo quería que me dieras… amor.
Él suspiró… y la abrazó.
Como si quisiera recuperar todo el tiempo.
Como si por fin entendiera lo que tenía.
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No esperes a que sea tarde.
No esperes al ataúd para decir lo que sientes.
Si puedes valorarlo hoy… hazlo.
🔴Reflexión final:
A veces, el orgullo nos hace ciegos ante quienes nos aman de verdad.
Creemos que siempre estarán allí, esperando…
Hasta que un día ya no están, y lo único que queda es el silencio del arrepentimiento.
No esperes que la vida te enseñe con dolor lo que podrías entender con amor.
No guardes palabras que podrían sanar.
No ignores los gestos sencillos de quien te cuida sin esperar nada a cambio.
Un “te valoro”, un “me importas” o un simple “gracias por estar”
pueden ser más poderosos de lo que imaginas.
Porque quizás… esas palabras sean justo lo que alguien necesita para seguir adelante.
Di lo que sientes hoy.
Abraza antes de que falten brazos.
Ama sin reservas, mientras todavía hay tiempo.