DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS Y AL TERCER DIA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
1. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
Quizás este artículo de la fe sea el más extraño a la conciencia moderna, repiten todos los teólogos actuales. Y sin embargo, todos los padres lo comentan ampliamente, como parte integrante del Símbolo de la fe de la Iglesia.
El descenso de Jesús a los infiernos lo hallamos ya en la Escritura:
Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva... (1 Pe 3,1.18ss)... Por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios (4,6)1.
Si la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque en ella está implicada nuestra vida. El viernes santo contemplamos al Crucificado; y antes de pasar a verle resucitado, la Iglesia nos invita a pasar el sábado santo meditando la «muerte de Dios». Es el día que Dios pasa bajo tierra. Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan significativa del hombre actual. Dios en silencio, ni habla ni es preciso discutir con El; basta simplemente pasar por encima de El: «Dios ha muerto; nosotros le hemos matado», según la constatación de Nietszche y de la liturgia de la Iglesia desde el comienzo.
Según la meditación de Ratzinger2, este artículo del Credo nos recuerda dos escenas bíblicas. La primera es la de Elías, que se burla de los sacerdotes de Baal, diciéndoles: «Gritad más fuerte; Baal es dios, pero quizás esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis» (1 Re 18,27). «Tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación; escuchamos la burla de los racionalistas o agnósticos de nuestro tiempo, que nos dicen que gritemos más fuerte, que quizá nuestro Dios esté dormido... Bajó a los infiernos: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia».
La segunda escena bíblica es la de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Los discípulos vuelven a sus casas, conversando de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino el vacío de su desilusión... Pero, mientras hablan de la muerte de su esperanza, se dan cuenta de que la esperanza enciende su rescoldo de entre sus cenizas con un fulgor nuevo. La imagen de Dios que ellos se habían forjado ha muerto, porque tenía que morir, para que de sus ruinas surgiera la verdadera imagen de Dios siempre más grande que todas nuestras concepciones de El.
Al confesar que Cristo bajó a los infiernos, afirmamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e infierno total, como frustración sin sentido, degustando el amargor del silencio de Dios. Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin. Así venció para siempre la soledad del infierno, es decir, de la muerte como fracaso de la existencia humana. La salvación de Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo. Desde Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en soledad total; el infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha desaparecido.
La desgracia del hombre pecador, que experimenta el salario de la muerte, consiste en estar excluido del reino de Dios: vive lejos y apartado de Dios (Sal 6,6; 88,11-13: 115,17). Confesar que Jesús descendió a los infiernos, es afirmar que descendió a la muerte del hombre pecador, sufriendo el radical abandono y soledad de la muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que es el abandono de Dios.
El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios es Palabra, pero es también silencio. El Dios cercano es también el Dios inaccesible, que siempre se nos escapa, «siempre mayor» que nuestra experiencia, siempre por encima de nuestra mente. El ocultamiento de Dios nos libera de la idolatría. En el silencio de Dios se cumplen sus «misterios sonoros»3 La vida de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de silencio y obscurecimiento de Dios.
Esta bajada a los infiernos es la explicitación del grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»4. Pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del salmo 21, que expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios. El salmista orante comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios y termina alabando su bondad y poder salvador. Este salmo recoge lo que Kasemann llama la oración de los infiernos:
El Hijo conserva la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de El. Su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre.
En esta oración de Jesús, lo mismo que en la oración de Getsemaní, la médula de la angustia no es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. En él se revela el abismo de la soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con su esencia de hombre que es hombre en cuanto no está solo, sino en comunión, como imagen de Dios que es amor trinitario. En Jesús esta experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre, pues su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu. Así Cristo ha bajado al abismo mortal de todo hombre, que siente en su vida el miedo de la soledad, del abandono, del rechazo, la inquietud e inseguridad de su propio ser; es el miedo a la muerte, como pérdida de la existencia para siempre, que en definitiva es como no haber nacido5.
Descender al infierno es bajar al lugar donde no resuena ya la palabra amor, donde no puede existir la comunión; es la desesperación de la soledad inevitable y terrible. Dios no puede dejar allí a su Siervo fiel. De aquí que Pedro exclame en su kerigma el día de Pentecostés:
A Este, a quien vosotros matasteis clavándole en la cruz, Dios le resucitó liberándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio. (He 2,24ss)
Cristo, concluye Ratzinger, pasó por la puerta de nuestra última soledad. En su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde no podemos oír ninguna voz está El. El infierno queda, de este modo, superado, es decir, ya no existe la muerte que antes era un infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. Sólo existe para quien experimenta la «segunda muerte» (Ap 20,14), es decir, para quien con el pecado se encierra voluntariamente en sí mismo. Para quien confiesa que Cristo descendió a los infiernos la muerte ya no conduce a la soledad; las puertas del Sheol están abiertas. Con Cristo se abren las tumbas y los muertos salen del sepulcro: «Se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de El, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27,52-53)6:
Quien murió y fue sepultado bajó a los infiernos y subió con muchos. Pues bajó a la muerte, y muchos cuerpos de santos fueron resucitados por El. ¡Quedó aterrada la muerte, al contemplar Aquel muerto nuevo que bajaba al infierno, no ligado con sus vínculos! ¿Por qué, oh porteros del infierno, os pasmasteis al ver esto? ¿Qué sorprendente miedo se apoderó de vosotros? Huyó la muerte, y su huída argüía terror. En cambio, salieron al encuentro los santos profetas: Moisés el legislador, Abraham, Isaac, Jacob, David, Samuel, Isaías y Juan el Bautista, preguntando: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Mt 11,3). ¡Ya están redimidos los santos, que la muerte había devorado! Pues convenía que, Quien había sido anunciado como Rey, fuera Redentor de sus buenos anunciadores. Y comenzó cada uno a decir: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?» (1Cor 15,55; Os 13,14). ¡Nos ha redimido el Vencedor!7
Y en comentario de Orígenes:
Cristo, vencidos los demonios adversarios, llevó como botín de su victoria a quienes estaban retenidos bajo su dominio, presentando así el triunfo de la salvación, como está escrito: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva a la cautividad» (Ef 4,8); es decir, la cautividad del género humano, que el diablo había tomado para la perdición, Cristo la llevó cautiva, haciendo surgir la vida de la muerte8.
La puerta de la muerte está abierta desde que en la muerte mora la vida y el amor. Así lo canta el anónimo autor de las Odas de Salomón:
El Sheol me vio y se estremeció, y la muerte me dejó volver y a muchos conmigo. Mi muerte fue para ella hiel y vinagre y descendí con ella tanto como era su profundidad. Los pies y la cabeza relajó, porque no pudo soportar mi rostro. Yo hice una asamblea de vivos entre sus muertos, y les hablé con labios vivos, para que no fuera en balde mi palabra. Corrieron hacia mí los que habían muerto, exclamando a gritos: «¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David, haz de nosotros según tu benignidad y sácanos de las ataduras de las tinieblas! ¡Ábrenos la puerta, para que por ella salgamos hacia ti! ¡Seamos salvos también nosotros contigo, porque Tú eres nuestro Salvador!»9.
En consecuencia, el artículo de fe sobre el descenso de Jesús al reino de la muerte es un mensaje de salvación. En él confesamos que Jesús penetró en el vacío de la muerte para romper sus lazos. La muerte de Cristo fue la muerte de la muerte y la victoria pascual de la vida. Es lo que fue a anunciar a los infiernos, como comentan los Padres:
El Señor descendió a los lugares inferiores de la tierra para anunciar el perdón de los pecados a cuantos creen en El. Ahora bien, creyeron en El cuantos antes ya esperaban en El (Ef 1,12), es decir, quienes habían preanunciado su venida y cooperado a sus designios salvíficos: los justos, los profetas, los patriarcas. Como a nosotros, también a ellos les perdonó los pecados, no debiendo por tanto reprocharles nada, para «no anular la gracia de Dios» (Gál 2,21). En efecto, «el Señor se acordó de sus muertos, de los que previamente dormían en la tierra del sepulcro, descendiendo hasta ellos para librarlos y salvarlos»10.
Para no multiplicar más las citas patrísticas, concluyo con la bella homilía antigua sobre el grande y santo Sábado, recogida en la Liturgia de las Horas para el Sábado Santo:
¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.
En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a oveja perdida. Quiere visitar a «los que yacen en las tinieblas y en las sombras de la muerte» (Is 9,1;Mt 4,16). El, Dios e Hijo de Dios, va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.
El Señor se acerca a ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor esté con todos vosotros». Y Cristo responde a Adán: « Y con tu espíritu». Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a todos los que están encadenados: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que duermen: «Levantaos».
Y a ti te mando: «¡Despierta, tú que duermes!», pues no te creé para que permanezcas cautivo del abismo. ¡Levántate de entre los muertos!, pues yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza (Gén 1,26-27; 5,1). Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona.
Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti, yo, tu Dios, me revestí de tu condición de siervo (Filp 2,7); por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra. Por ti, hombre, me hice hombre, semejante a un inválido que tiene su lecho entre los muertos (Sal 88,4); por ti, que fuiste expulsado del huerto del paraíso (Gén 3,23-24), fui entregado a los judíos en el huerto y sepultado en un huerto (Jn 18,1-12; 19,41).
Mira los salivazos de mi cara, que recibí por ti, para restituirte tu primer aliento de vida que inspiré en tu rostro (Gén 2,7). Contempla los golpes de mis mejillas, que soporté para reformar, según mi imagen, tu imagen deformada (Rom 8,29; Col 3,10). Mira los azotes de mi espalda, que acepté para aliviarte del peso de tus pecados, cargados sobre tus espaldas; contempla los clavos que me sujetaron fuertemente al madero de la cruz, pues los acepté por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos al árbol prohibido (Gén 3,6).
Me dormí en la cruz y la lanza penetró en mi costado (Jn 19,34), por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado salió Eva (Gén 2,21-22). Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño de la muerte. Mi lanza ha eliminado la espada de fuego que se alzaba contra ti (Gén 3,24).
¡Levántate, salgamos de aquí! El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí que comieras «del árbol de la vida» (Gén 3,22), símbolo del árbol verdadero: «¡Yo soy el verdadero árbol de la vida!» (Jn 11,25; 14,6) y estoy unido a ti. Coloqué un querubín, que fielmente te vigilara, ahora te concedo que los ángeles, reconociendo tu dignidad, te sirvan.
Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y desde toda la eternidad preparado el Reino de los cielos.
De este modo Cristo es el «primogénito de entre los muertos», pues estuvo «muerto pero ahora está vivo por los siglos» tras haber resucitado, teniendo «las llaves de la muerte y del hades» (Col 1,18; Ap 1,18). Pues «Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los muertos y de los vivos»11. Cristo es Señor de toda realidad de muerte, vencedor y libertador de toda situación de infierno.
2. Y AL TERCER DIA RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS1. DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS
Quizás este artículo de la fe sea el más extraño a la conciencia moderna, repiten todos los teólogos actuales. Y sin embargo, todos los padres lo comentan ampliamente, como parte integrante del Símbolo de la fe de la Iglesia.
El descenso de Jesús a los infiernos lo hallamos ya en la Escritura:
Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu. En el espíritu fue también a predicar a los espíritus encarcelados, en otro tiempo incrédulos, cuando les esperaba la paciencia de Dios, en los tiempos en que Noé construía el Arca, en la que unos pocos, es decir ocho personas fueron salvados a través del agua; a ésta corresponde ahora el bautismo que os salva... (1 Pe 3,1.18ss)... Por eso, hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Nueva, para que, condenados en carne según los hombres, vivan en espíritu según Dios (4,6)1.
Si la Iglesia recoge esta confesión de fe es porque en ella está implicada nuestra vida. El viernes santo contemplamos al Crucificado; y antes de pasar a verle resucitado, la Iglesia nos invita a pasar el sábado santo meditando la «muerte de Dios». Es el día que Dios pasa bajo tierra. Es el día de la ausencia de Dios, experiencia tan significativa del hombre actual. Dios en silencio, ni habla ni es preciso discutir con El; basta simplemente pasar por encima de El: «Dios ha muerto; nosotros le hemos matado», según la constatación de Nietszche y de la liturgia de la Iglesia desde el comienzo.
Según la meditación de Ratzinger2, este artículo del Credo nos recuerda dos escenas bíblicas. La primera es la de Elías, que se burla de los sacerdotes de Baal, diciéndoles: «Gritad más fuerte; Baal es dios, pero quizás esté entretenido conversando, o tiene algún negocio, o está de viaje. Acaso esté dormido, y así le despertaréis» (1 Re 18,27). «Tenemos la impresión de encontrarnos nosotros en la misma situación; escuchamos la burla de los racionalistas o agnósticos de nuestro tiempo, que nos dicen que gritemos más fuerte, que quizá nuestro Dios esté dormido... Bajó a los infiernos: he aquí la verdad de nuestra hora, la bajada de Dios al silencio, al oscuro silencio de la ausencia».
La segunda escena bíblica es la de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35). Los discípulos vuelven a sus casas, conversando de que su esperanza ha muerto. Para ellos ha tenido lugar algo así como la muerte de Dios. Se ha extinguido la llama en la que Dios parecía haber hablado. Ha muerto el enviado de Dios. No queda sino el vacío de su desilusión... Pero, mientras hablan de la muerte de su esperanza, se dan cuenta de que la esperanza enciende su rescoldo de entre sus cenizas con un fulgor nuevo. La imagen de Dios que ellos se habían forjado ha muerto, porque tenía que morir, para que de sus ruinas surgiera la verdadera imagen de Dios siempre más grande que todas nuestras concepciones de El.
Al confesar que Cristo bajó a los infiernos, afirmamos que participó de nuestra muerte como soledad, abandono e infierno total, como frustración sin sentido, degustando el amargor del silencio de Dios. Cristo compartió la soledad suprema del hombre ante la muerte sin futuro, recorriendo el camino del hombre pecador hasta la oscuridad sin fin. Así venció para siempre la soledad del infierno, es decir, de la muerte como fracaso de la existencia humana. La salvación de Cristo es universal y total en el espacio y en el tiempo. Desde Cristo, el creyente ya no afronta la muerte en soledad total; el infierno de la no existencia del hombre dejado a sus solas fuerzas ha desaparecido.
La desgracia del hombre pecador, que experimenta el salario de la muerte, consiste en estar excluido del reino de Dios: vive lejos y apartado de Dios (Sal 6,6; 88,11-13: 115,17). Confesar que Jesús descendió a los infiernos, es afirmar que descendió a la muerte del hombre pecador, sufriendo el radical abandono y soledad de la muerte como experiencia del absurdo y de la nada, que es el abandono de Dios.
El artículo de la fe en el descendimiento a los infiernos nos recuerda que la revelación cristiana habla del Dios que dialoga, pero también del Dios que calla. Dios es Palabra, pero es también silencio. El Dios cercano es también el Dios inaccesible, que siempre se nos escapa, «siempre mayor» que nuestra experiencia, siempre por encima de nuestra mente. El ocultamiento de Dios nos libera de la idolatría. En el silencio de Dios se cumplen sus «misterios sonoros»3 La vida de Cristo pasa por la cruz y la muerte con su misterio de silencio y obscurecimiento de Dios.
Esta bajada a los infiernos es la explicitación del grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»4. Pero no podemos olvidar que este grito es el comienzo del salmo 21, que expresa la angustia y la esperanza del elegido de Dios. El salmista orante comienza con la más profunda angustia por el ocultamiento de Dios y termina alabando su bondad y poder salvador. Este salmo recoge lo que Kasemann llama la oración de los infiernos:
El Hijo conserva la fe cuando, al parecer, la fe ya no tiene sentido, cuando la realidad terrena anuncia la ausencia de Dios de la que hablan no sin razón el mal ladrón y la turba que se mofa de El. Su grito no se dirige a la vida y a la supervivencia, no se dirige a sí mismo, sino al Padre.
En esta oración de Jesús, lo mismo que en la oración de Getsemaní, la médula de la angustia no es el dolor físico, sino la soledad radical, el abandono absoluto. En él se revela el abismo de la soledad del hombre pecador, que supone la contradicción más profunda con su esencia de hombre que es hombre en cuanto no está solo, sino en comunión, como imagen de Dios que es amor trinitario. En Jesús esta experiencia toca límites insospechados para cualquier otro hombre, pues su ser es ser Hijo, relación plena al Padre en el Espíritu. Así Cristo ha bajado al abismo mortal de todo hombre, que siente en su vida el miedo de la soledad, del abandono, del rechazo, la inquietud e inseguridad de su propio ser; es el miedo a la muerte, como pérdida de la existencia para siempre, que en definitiva es como no haber nacido5.
Descender al infierno es bajar al lugar donde no resuena ya la palabra amor, donde no puede existir la comunión; es la desesperación de la soledad inevitable y terrible. Dios no puede dejar allí a su Siervo fiel. De aquí que Pedro exclame en su kerigma el día de Pentecostés:
A Este, a quien vosotros matasteis clavándole en la cruz, Dios le resucitó liberándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio. (He 2,24ss)
Cristo, concluye Ratzinger, pasó por la puerta de nuestra última soledad. En su pasión entró en el abismo de nuestro abandono. Allí donde no podemos oír ninguna voz está El. El infierno queda, de este modo, superado, es decir, ya no existe la muerte que antes era un infierno. El infierno y la muerte ya no son lo mismo que antes, porque la vida está en medio de la muerte, porque el amor mora en medio de ella. Sólo existe para quien experimenta la «segunda muerte» (Ap 20,14), es decir, para quien con el pecado se encierra voluntariamente en sí mismo. Para quien confiesa que Cristo descendió a los infiernos la muerte ya no conduce a la soledad; las puertas del Sheol están abiertas. Con Cristo se abren las tumbas y los muertos salen del sepulcro: «Se abrieron los sepulcros y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y, saliendo de los sepulcros después de la resurrección de El, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27,52-53)6:
Quien murió y fue sepultado bajó a los infiernos y subió con muchos. Pues bajó a la muerte, y muchos cuerpos de santos fueron resucitados por El. ¡Quedó aterrada la muerte, al contemplar Aquel muerto nuevo que bajaba al infierno, no ligado con sus vínculos! ¿Por qué, oh porteros del infierno, os pasmasteis al ver esto? ¿Qué sorprendente miedo se apoderó de vosotros? Huyó la muerte, y su huída argüía terror. En cambio, salieron al encuentro los santos profetas: Moisés el legislador, Abraham, Isaac, Jacob, David, Samuel, Isaías y Juan el Bautista, preguntando: «¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro?» (Mt 11,3). ¡Ya están redimidos los santos, que la muerte había devorado! Pues convenía que, Quien había sido anunciado como Rey, fuera Redentor de sus buenos anunciadores. Y comenzó cada uno a decir: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?» (1Cor 15,55; Os 13,14). ¡Nos ha redimido el Vencedor!7
Y en comentario de Orígenes:
Cristo, vencidos los demonios adversarios, llevó como botín de su victoria a quienes estaban retenidos bajo su dominio, presentando así el triunfo de la salvación, como está escrito: «Subiendo a lo alto, llevó cautiva a la cautividad» (Ef 4,8); es decir, la cautividad del género humano, que el diablo había tomado para la perdición, Cristo la llevó cautiva, haciendo surgir la vida de la muerte8.
La puerta de la muerte está abierta desde que en la muerte mora la vida y el amor. Así lo canta el anónimo autor de las Odas de Salomón:
El Sheol me vio y se estremeció, y la muerte me dejó volver y a muchos conmigo. Mi muerte fue para ella hiel y vinagre y descendí con ella tanto como era su profundidad. Los pies y la cabeza relajó, porque no pudo soportar mi rostro. Yo hice una asamblea de vivos entre sus muertos, y les hablé con labios vivos, para que no fuera en balde mi palabra. Corrieron hacia mí los que habían muerto, exclamando a gritos: «¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David, haz de nosotros según tu benignidad y sácanos de las ataduras de las tinieblas! ¡Ábrenos la puerta, para que por ella salgamos hacia ti! ¡Seamos salvos también nosotros contigo, porque Tú eres nuestro Salvador!»9.
En consecuencia, el artículo de fe sobre el descenso de Jesús al reino de la muerte es un mensaje de salvación. En él confesamos que Jesús penetró en el vacío de la muerte para romper sus lazos. La muerte de Cristo fue la muerte de la muerte y la victoria pascual de la vida. Es lo que fue a anunciar a los infiernos, como comentan los Padres:
El Señor descendió a los lugares inferiores de la tierra para anunciar el perdón de los pecados a cuantos creen en El. Ahora bien, creyeron en El cuantos antes ya esperaban en El (Ef 1,12), es decir, quienes habían preanunciado su venida y cooperado a sus designios salvíficos: los justos, los profetas, los patriarcas. Como a nosotros, también a ellos les perdonó los pecados, no debiendo por tanto reprocharles nada, para «no anular la gracia de Dios» (Gál 2,21). En efecto, «el Señor se acordó de sus muertos, de los que previamente dormían en la tierra del sepulcro, descendiendo hasta ellos para librarlos y salvarlos»10.
Para no multiplicar más las citas patrísticas, concluyo con la bella homilía antigua sobre el grande y santo Sábado, recogida en la Liturgia de las Horas para el Sábado Santo:
¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y ha conmovido la región de los muertos.
En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a oveja perdida. Quiere visitar a «los que yacen en las tinieblas y en las sombras de la muerte» (Is 9,1;Mt 4,16). El, Dios e Hijo de Dios, va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él.
El Señor se acerca a ellos, llevando en sus manos el arma victoriosa de la cruz. Al verlo, Adán, nuestro primer padre, golpeándose el pecho de estupor, exclama, dirigiéndose a todos: «Mi Señor esté con todos vosotros». Y Cristo responde a Adán: « Y con tu espíritu». Y, tomándolo de la mano, lo levanta, diciéndole: «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz» (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar a todos los que están encadenados: «Salid», y a los que están en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que duermen: «Levantaos».
Y a ti te mando: «¡Despierta, tú que duermes!», pues no te creé para que permanezcas cautivo del abismo. ¡Levántate de entre los muertos!, pues yo soy la vida de los que han muerto. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza (Gén 1,26-27; 5,1). Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mí y yo en ti formamos una sola e indivisible persona.
Por ti, yo, tu Dios, me he hecho hijo tuyo. Por ti, yo, tu Dios, me revestí de tu condición de siervo (Filp 2,7); por ti, yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aún bajo tierra. Por ti, hombre, me hice hombre, semejante a un inválido que tiene su lecho entre los muertos (Sal 88,4); por ti, que fuiste expulsado del huerto del paraíso (Gén 3,23-24), fui entregado a los judíos en el huerto y sepultado en un huerto (Jn 18,1-12; 19,41).
Mira los salivazos de mi cara, que recibí por ti, para restituirte tu primer aliento de vida que inspiré en tu rostro (Gén 2,7). Contempla los golpes de mis mejillas, que soporté para reformar, según mi imagen, tu imagen deformada (Rom 8,29; Col 3,10). Mira los azotes de mi espalda, que acepté para aliviarte del peso de tus pecados, cargados sobre tus espaldas; contempla los clavos que me sujetaron fuertemente al madero de la cruz, pues los acepté por ti, que en otro tiempo extendiste funestamente una de tus manos al árbol prohibido (Gén 3,6).
Me dormí en la cruz y la lanza penetró en mi costado (Jn 19,34), por ti, que en el paraíso dormiste y de tu costado salió Eva (Gén 2,21-22). Mi costado ha curado el dolor del tuyo. Mi sueño te saca del sueño de la muerte. Mi lanza ha eliminado la espada de fuego que se alzaba contra ti (Gén 3,24).
¡Levántate, salgamos de aquí! El enemigo te hizo salir del paraíso; yo, en cambio, te coloco no ya en el paraíso, sino en el trono celestial. Te prohibí que comieras «del árbol de la vida» (Gén 3,22), símbolo del árbol verdadero: «¡Yo soy el verdadero árbol de la vida!» (Jn 11,25; 14,6) y estoy unido a ti. Coloqué un querubín, que fielmente te vigilara, ahora te concedo que los ángeles, reconociendo tu dignidad, te sirvan.
Tienes preparado un trono de querubines, están dispuestos los mensajeros, construido el tálamo, preparado el banquete, adornados los eternos tabernáculos y mansiones, a tu disposición el tesoro de todos los bienes, y desde toda la eternidad preparado el Reino de los cielos.
De este modo Cristo es el «primogénito de entre los muertos», pues estuvo «muerto pero ahora está vivo por los siglos» tras haber resucitado, teniendo «las llaves de la muerte y del hades» (Col 1,18; Ap 1,18). Pues «Cristo murió y volvió a la vida para ser Señor de los muertos y de los vivos»11. Cristo es Señor de toda realidad de muerte, vencedor y libertador de toda situación de infierno.
Cristo, que descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos. Es la confesión de la Iglesia desde sus comienzos, según la fórmula que Pablo recuerda a los corintios:
Cristo murió por nuestros pecados,
según las Escrituras,
y fue sepultado.
Resucitó al tercer día,
según las Escrituras,
y se apareció a Pedro,
y más tarde a los Doce. (1Cor 15,3-5).
Ya el Evangelio de Lucas recoge la aclamación litúrgica de la primera comunidad: «Verdaderamente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). Es la Buena Nueva que alegra a quienes antes lloraron su muerte, o mejor sus pecados (Lc 23,28), como exultante comienza San Cirilo su catequesis XIV:
«¡Alégrate, Jerusalén, y reuníos todos los que amáis» (Is 66,10) a Jesús, porque ha resucitado! ¡Alegraos todos los que antes llorasteis al oír el relato de los insultos y ultrajes de los judíos, porque resucitó el que fue ultrajado! Como al oír hablar de la cruz os entristecía, os regocije ahora la Buena Nueva de la resurrección, tras la cual el mismo Resucitado dijo: «¡Alegraos!» (Mt 28,9). Ha resucitado el muerto, «libre de los muertos» (Sal 87,5) y Libertador de los muertos. Quien con paciencia llevó la ignominiosa corona de espinas ha resucitado, ciñéndose la diadema de la victoria sobre la muerte.
La resurrección de Jesús de entre los muertos, expresada en la fórmula pasiva -«fue resucitado»-, es obra de la acción misteriosa de Dios Padre, que no deja a su Hijo abandonado a la corrupción del sepulcro, sino que lo levanta y exalta a la gloria, sentándolo a su derecha (Rom 1,3-4; Filp 2,6-11; 1 Tim 3,16).
Cristo, por su resurrección, no volvió a su vida terrena anterior, como lo hizo el hijo de la viuda de Naín o la hija de Jairo o Lázaro. Cristo resucitó a la vida definitiva, a la vida que está más allá de la muerte, fuera, pues, de la posibilidad de volver a morir. En sus apariciones se muestra como el mismo que vivió, comió y habló con los apóstoles, el mismo que fue crucificado, murió y fue sepultado, pero no lo mismo. Por eso no le reconocen hasta que El mismo les hace ver; sólo cuando El les abre los ojos y mueve el corazón le reconocen. En el Resucitado descubren la identidad del crucificado y, simultáneamente, su transformación. No es un muerto que ha vuelto a la vida anterior. Está en nuestro mundo de forma que se deja ver y tocar, pero pertenece ya a otro mundo, por lo que no es posible asirle y retenerlo...
La fe en Cristo Resucitado no nació del corazón de los discípulos. Ellos no pudieron inventarse la resurrección. Es el resucitado quien les busca, quien les sale al encuentro, quien rompe el miedo y atraviesa las puertas cerradas. La fe en la resurrección de Cristo les vino a los apóstoles de fuera y contra sus dudas y desesperanza:
El argumento claro y evidente de la resurrección de Cristo es el de la vida de sus discípulos, «entregados a una doctrina» (Rom 6,17) que humanamente ponía en peligro su vida; una doctrina que, de haber inventado ellos la resurrección de Jesús de entre los muertos, no habrían enseñado con tanta energía. A lo que hay que añadir que, conforme a ella, no sólo prepararon a otros a despreciar la muerte, sino que lo hicieron ellos los primeros12.
Esta situación nueva, que viven los apóstoles con el Resucitado, es idéntica a la nuestra. No le vemos como en el tiempo de su vida mortal. Sólo se le ve en el ámbito de la fe. Con la Escritura enciende el corazón de los caminantes y al partir el pan abre los ojos para reconocerlo, como a los discípulos de Emaús. Y la vida extraordinaria de sus discípulos testimonia su resurrección como repite S. Atanasio:
Que la muerte fue destruida y la cruz es una victoria sobre ella, que aquella no tiene ya fuerza sino que está ya realmente muerta, lo prueba un testimonio evidente: ¡Todos los discípulos de Cristo desprecian la muerte y marchan hacia ella sin temerla, pisándola como a un muerto gracias al signo de la cruz y a la fe en Cristo! En otro tiempo la muerte era espantosa incluso para los mismos santos, llorando todos a sus muertos como destinados a la corrupción. Después que el Salvador resucitó su cuerpo, la muerte ya no es temible: ¡Todos los que creen en Cristo la pisan como si fuese nada y prefieren morir antes que renegar de la fe en Cristo! Así se hacen testigos de la victoria conseguida sobre ella por el Salvador, mediante su resurrección ...Dando testimonio de Cristo, se burlan de la muerte y la insultan con las palabras: «¿Donde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh infierno, tu aguijón?» (1Cor 15,55; Os 13,14). Todo esto prueba que la muerte ha sido anulada y que sobre ella triunfó la cruz del Señor: ¡Cristo, el Salvador de todos y la verdadera Vida (Jn 11,25; 13,6), resucitó su cuerpo, en adelante inmortal!
La demostración por los hechos es más clara que todos los discursos ...Los hechos son visibles: Un muerto no puede hacer nada; solamente los vivos actúan. Entonces, puesto que el Señor obra de tal modo en los hombres, que cada día y en todas partes persuade a una multitud a creer en El y a escuchar su palabra, ¿cómo se puede aún dudar e interrogarse si resucitó el Salvador, si Cristo está vivo o, más bien, si El es la Vida? ¿Es acaso un muerto capaz de entrar en el corazón de los hombres, haciéndoles renegar de las leyes de sus padres y abrazar la doctrina de Cristo? Si no está vivo, ¿cómo puede hacer que el adúltero abandone sus adulterios, el homicida sus crímenes, el injusto sus injusticias, y que el impío se convierta en piadoso? Si no ha resucitado y está muerto, ¿cómo puede expulsar, perseguir y derribar a los falsos dioses, así como a los demonios? Con solo pronunciar el nombre de Cristo con fe es destruida la idolatría, refutado el engaño de los demonios, que no soportan oír su nombre y huyen apenas lo oyen (Lc 4,34;Mc 5,7). ¡Todo eso no es obra de un muerto, sino de un Viviente! ...Si los incrédulos tienen ciego el espíritu, al menos por los sentidos exteriores pueden ver la indiscutible potencia de Cristo y su resurrección13.
En la Palabra y en el Sacramento nos encontramos con el Resucitado. La liturgia nos pone en contacto con El. En ella le reconocemos como el vencedor de la muerte. La liturgia celebra siempre el misterio pascual. El Señor ha resucitado y es tan potente que puede hacerse visible a los hombres. En El el amor es más fuerte que la muerte.
La resurrección de Jesús es el hecho histórico en el que Dios confiere la vida a quien ha vivido la propia vida gastándola por los demás. Es la ratificación de la vida como amor y entrega y la condenación de la vida como poder, dominación, placer o aturdimiento, expresiones todas del pecado.
Dios no abandona al justo más de tres días (Os 6,2; Jon 2,1). En Jesucristo, resucitado por Dios al tercer día, aparece cumplida en plenitud la esperanza de salvación de los profetas. Justamente en esa situación extrema y sin salida posible que es la muerte, se afirma el poder y la fidelidad de Dios, devolviendo a su Hijo a la vida, realizando la esperanza de Abraham, nuestro padre en la fe, que «pensaba que poderoso es Dios aun para resucitar de entre los muertos» (Heb 11,19). Al ser vencida la muerte por la muerte acontece en la historia algo que transciende toda la historia.
Es el anuncio gozoso que hacen los apóstoles, dispersados por la pasión y muerte: ¡Vive! ¡Dios le ha resucitado! Dios ha rehabilitado a Jesús como inocente. Con su intervención Dios exalta a su siervo Jesús y en su nombre ofrece el perdón de los pecados y la vida nueva a los que crean y se conviertan a El. En el anuncio de la muerte y resurrección de Jesucristo, el Padre nos ofrece la conversión para el perdón de los pecados (Lc 24,46-47). San Melitón de Sardes pondrá este anuncio en la boca de Cristo Resucitado:
Cristo resucitó de entre los muertos y exclamó en voz alta: ¿Quién disputará contra mí? ¡Que se ponga frente a mí! Yo he rescatado al condenado, he vivificado la muerte, he resucitado al sepultado. ¿Quién es mi contradictor? Yo destruí la muerte, triunfé del enemigo, pisoteé el infierno, amordacé al fuerte, arrebaté al hombre a las cumbres de los cielos. ¡Venid, pues, familias todas de los hombres unidas por el pecado, y recibid el perdón de los pecados! Porque yo soy vuestro perdón, yo la pascua de la salvación, yo el cordero inmolado por vosotros, yo vuestro rescate, yo vuestra vida, yo vuestra resurrección, yo vuestra luz, yo vuestra salvación, yo vuestro Rey. ¡Yo os conduzco a las cumbres de los cielos! ¡Yo os mostraré al Padre, que existe desde los siglos! ¡Yo os resucitaré por mi diestra!14
Ante este anuncio todos somos descubiertos en pecado. Dios se revela como el que está reconciliando al mundo consigo, como el que está ratificando el evangelio de la gracia y del perdón. Con este anuncio todos quedamos situados ante la verdad del pecado y en presencia del amor misericordioso sin limites. El pecado y la muerte han quedado vencidos para siempre. Con la resurrección Dios ha declarado justo a Jesús y a nosotros pecadores perdonados, agraciados por su muerte. La cruz, juicio condenatorio de Dios para los judíos, con la resurrección ha quedado transformada en cruz gloriosa.
La Vida eterna ha comenzado. El creyente puede experimentarla en todas las formas en que la anunciaron los profetas para cuando llegara el Reino de Dios: la paz de Dios, el gozo de estar redimido por El, la participación en su vida y herencia, la alegría del perdón de los pecados, la libertad de toda esclavitud, la capacidad de amar al prójimo, incluso enemigo. El creyente no se halla ya a merced de los poderes que conducen a la muerte, sino en las manos de Dios que conduce a la vida a quienes no son y resucita a los muertos. La experiencia de la resurrección es la piedra angular que mantiene la cohesión de la fe del creyente y de la Iglesia:
Sólo la fe en la resurrección de Cristo distingue y caracteriza a los cristianos de los demás hombres. Aun los paganos admiten su muerte, de la que los judíos fueron testigos oculares. Pero ningún pagano o judío acepta que «El haya resucitado al tercer día de entre los muertos». Luego la fe en la resurrección distingue nuestra fe viva de la incredulidad muerta. Escribiendo a Timoteo le dice San Pablo: «recuerda que Jesucristo resucitó de entre los muertos» (2Tim 2,8). Creamos, pues, hermanos y esperemos que se realice en nosotros, lo que ya se realizó en Cristo: ¡Es promesa del Dios que no engaña!15
Los estudiosos y doctos han demostrado que Pascua es un vocablo hebreo que significa tránsito: Mediante la pasión pasó el Señor de la muerte a la vida. No es cosa grande creer que Cristo murió. Esto lo creen los paganos, los judíos e incluso los impíos: ¡Todos creen que Cristo murió! La fe de los cristianos consiste en creer en la resurrección de Cristo. Esto es lo grande: Creer que Cristo resucitó. Entonces quiso El que se le viera: cuando pasó, es decir, resucitó. Entonces quiso que se creyera en El; cuando pasó, pues «fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25). El Apóstol recomienda sobremanera la fe en la resurrección de Cristo, cuando dijo: «Si crees en tu corazón que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9)16.
Los evangelistas y los apóstoles, como testigos de la sorprendente Buena Noticia, concorde y unánimemente confiesan en múltiples formas diversas la misma realidad: «Ha sido suscitado por Dios de la muerte», «se ha levantado de entre los muertos», «ha sido elevado por Dios a la gloria», «ha sido constituido por Dios Señor de vivos y muertos», «el Señor vive», «se dejó ver», «se apareció»... (1 Cor 9,1; Gál 1,16).
Jesús, el condenado a muerte, es el Señor, el centro de la historia, la roca donde hay que apoyarse para encontrar apoyo seguro en la inseguridad de nuestra existencia, la fuente de la vida verdadera, lugar personal donde Dios otorga el perdón. Es Dios quien resucita a Jesús, superando la muerte con la vida, como un día venció la esterilidad de Sara y Abraham y antes aún sacó las cosas de la nada. Así Dios nos ha revelado su acción creadora, que llama y suscita la vida en nuestra esterilidad, en nuestra nada y en nuestra muerte. «Dios, que resucitó a Jesús de entre los muertos», es la definición neotestamentaria de Dios".
La resurrección es la luz que ilumina el misterio de la muerte de Cristo, que asombró incluso al mundo físico, como aparece en el bello texto de Melitón de Sardes, uno de los más antiguos testimonios de la espiritualidad del cristianismo:
La tierra tembló y sus fundamentos se movieron, el sol se escondió, los elementos se descompusieron y el día cambió de aspecto (Mt 27,45-53; Mc 15,33-38; Lc 23,44-45). En realidad no pudieron soportar el espectáculo de su Señor suspendido de un madero. La creación, presa de espanto y estupor, se preguntó: «¿Qué es este nuevo misterio? El juez es juzgado y permanece tranquilo; lo invisible es visto y no se ruboriza; lo inasible es agarrado y no lo tiene en menosprecio; lo inconmensurable es medido y no reacciona; lo impasible padece y no toma venganza; lo inmortal muere y no objeta ni una palabra; lo celestial es sepultado y lo soporta (Jn 14,9). ¿Qué es este nuevo misterio?» La creación quedó estupefacta. Pero cuando nuestro Señor resucitó de los muertos, con su pie aplastó la muerte, encarceló al poderoso (Mt 12,29) y liberó al hombre, entonces toda la creación entendió que, por amor al hombre, el juez había sido juzgado, lo invisible había sido visto, lo inasible agarrado, lo inconmensurable medido, lo impasible había padecido, lo inmortal había muerto y lo celestial había sido sepultado. Nuestro Señor, en verdad, nacido como hombre, fue juzgado para conceder la gracia, fue encadenado para liberar, sufrió para usar misericordia, murió para vivificar, fue sepultado para resucitar17.
Los discípulos son los testigos de esta nueva creación. Dios, resucitando a Jesús, les ha transformado; les ha reunido de la dispersión que el miedo y la negación de Jesús había provocado en ellos; les ha congregado de nuevo en torno a Jesús, les ha fortalecido en su desvalimiento y desesperanza, ya podrán ser fieles, creyentes y apóstoles, partícipes de la nueva vida inaugurada en la resurrección de Cristo:
«Al tercer día resucitó, vivo, de entre los muertos», conforme a las palabras: «Yo dormí y descansé, y resucité porque el Señor me levantó» (Sal 3,6). Es decir: Dormí en la cruz, con el sueño de la muerte; descansé en el sepulcro, durante los tres días de reposo; resucité, vivo, de entre los muertos, en la gloria de la resurrección. Y con razón resucitó al tercer día, pues fue asumido por el poder de toda la Trinidad tanto el Hombre muerto como el Resucitado de la muerte. El es el Primogénito de sus futuros hermanos (Rom 8,29), a los que llamó a la adopción de hijos de Dios, dignándose que fuesen copartícipes y coherederos suyos (Rom 8,17), a fin de que, quien era el Unigénito nacido de Dios (Jn 1,18), fuese el Primogénito de los muertos (Col 1,18; Ap 1,5) entre muchos hombres y se dignase llamar hermanos a los siervos, diciendo: «Id, decid a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28,10)19.
La resurrección de Cristo funda la misión y, con ella, queda fundada la Iglesia. La conversión, iluminación, vocación y envío, gracia y perdón, miseria humana y misericordia divina hermanadas son la realidad permanente y el Evangelio que anuncia la Iglesia en todos los siglos, desde el primero.
Jesús, resucitado por Dios Padre, se aparece a los testigos elegidos de antemano por el Padre, come con ellos, les muestras las señales gloriosas de su pasión en manos, pies y costado, comunicándose con ellos en encuentros personales, donde se les revela vivo, resucitado a una vida nueva, exaltado a la gloria de Dios. También Pablo entiende su encuentro con Cristo en el camino de Damasco como una revelación que le derriba y le confiere la gracia de Cristo resucitado, que vive y que está en Dios20. El Resucitado se presenta como vencedor de la muerte y así se revela como Kyrios, como el Señor, cuya glorificación sanciona definitivamente el mensaje de la venida del Reino de Dios con El. Pablo, lo mismo que los demás testigos, no tiene otra palabra que anunciar (1 Cor 15,11).
Sin la resurrección de Jesús la predicación sería vana y nuestra fe absurda; sin ella, nuestra esperanza perdería todo fundamento y seríamos los más desgraciados de los hombres (1 Cor 15,14.19):
Quien niega la resurrección anula nuestra predicación y nuestra fe. Pues, si la muerte no fue destruida, subsiste la acción del mal. Pues es evidente, que si no tuvo lugar la resurrección de Cristo, sigue siendo señora la muerte y no fue abolido su imperio, puesto que con la muerte nos circundan el pecado y todos los males: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado, vana es vuestra fe: ¡Continuáis todavía en vuestros pecados» (1Cor 15,16-17). Sólo mediante la resurrección de Cristo fue destruida la muerte (2Tim 1,10) y, con la muerte, el pecado21.
La resurrección de Cristo es, con su cruz y muerte, el fundamento y centro de la fe cristiana. La tumba vacía y los ángeles -mensajeros y apóstoles- anuncian que el Sepultado no está en el sepulcro, sino que vive y se deja ver en la evangelización, en la Galilea de los gentiles (Mc 16,1-8), en la palabra y en la Eucaristía se da a conocer (Lc 24,30.41-42; Jn 21,5.12-13), apareciéndose el primer día de la semana y al octavo día, en el Día del Señor22.
Nosotros celebramos el Día octavo con regocijo, por ser el día en que Cristo resucitó de entre los muertos, inaugurando la nueva creación23.
Pedro y Juan en el sepulcro vacío hallaron los signos evidentes de la resurrección: las vendas y el sudario (Jn 20,6)... Que Jesús resucitó desnudo y sin vestidos significa que ya no iba a ser reconocido en la carne como necesitado de comida, bebida y vestidos, como antes había estado voluntariamente sometido a ellas; significa también la restitución de Adán al estado primero, cuando estaba desnudo en el paraíso sin avergonzarse. Sin dejar su cuerpo, en cuanto Dios, estaba rodeado de la gloria que conviene a Dios, «que se cubre de luz como un manto» (Sal 103,2)24.
Con las apariciones del Resucitado, y de la misión que con ellas se vincula, los apóstoles quedan constituidos en fundamento de la fe de la Iglesia. Cefas o Simón Pedro es nombrado, entre los apóstoles en primer lugar como piedra sobre la que se levanta la Iglesia25; él es el primer testigo de la fe en la resurrección, con la misión de confirmar en la fe a los demás (Lc 22,31-32).
Para cumplir su misión, Cristo Resucitado confiere a sus apóstoles el poder que ha recibido con su resurrección:
Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos míos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28,18-20).
Las apariciones de Jesús resucitado tienen, pues, una clara significación para la fundación de la Iglesia. Manifiestan que la Iglesia, desde el principio, es apostólica. No hay, en efecto, otro camino de acceso al núcleo de la predicación cristiana, al evangelio de la muerte y resurrección de Jesús mas que el testimonio de los testigos por El elegidos. Ellos sellaron este testimonio con su sangre en el martirio.
La Iglesia, comunidad de creyentes en la resurrección de Cristo, edificada sobre el fundamento de los apóstoles, es el cumplimiento de las promesas y de la esperanza de Israel. El Dios vivo, Señor de la vida y de la muerte (Nu 27,16; Rom 4, 17; 2 Cor 1,9) y «fuente viva» (Sal 36,10) ha vencido la muerte, absorbiéndola definitivamente en la vida nueva, sin barreras de división y destrucción. El amor a los hermanos, incluso a los enemigos, es el signo evidente del paso de la muerte a la vida (1 Jn 3,14).
La esperanza de Daniel y de los Macabeos (Dn 12,1-2; 2 Mac 7,9-39) se ha cumplido. Con la resurrección de Jesucristo, vivida en una comunidad de hermanos que se aman hasta la muerte, ha comenzado el final de los tiempos. Ha comenzado la nueva creación. La Iglesia lo celebra en la Vigilia Pascual. Dios llama a la existencia a lo que no es (Gén 1) en forma aún más maravillosa llamando a los muertos a la vida nueva (Rom 4,17). La fe de Abraham halla su cumplimiento pleno; la liberación de Egipto, a través del paso del Mar Rojo, se queda en pálida figura del paso de la muerte a la vida de Cristo resucitado y de sus discípulos renacidos en las aguas del bautismo. El nuevo corazón, con un espíritu nuevo, que anhelaron los profetas, se difunde como herencia de Cristo muerto y resucitado entre sus discípulos, que comen su cuerpo y beben su sangre, sellando con El la nueva y eterna alianza.
Esta experiencia de resurrección, mientras peregrinamos por este mundo, aún no agota la esperanza. Cristo resucita como primicias de los que duermen (He 26,23; 1 Cor 15,20; Col 1,18). En El se nos abre de nuevo el futuro y la esperanza de la resurrección de nuestros cuerpos mortales. Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección final. En El tenemos ya la certeza de la victoria de la vida sobre la muerte: es la esperanza de la vida eterna26.
En conclusión, con la resurrección de Jesucristo, Dios se nos revela como Aquel cuyo poder abarca la vida y la muerte, el ser y el no ser, el Dios vivo que es vida y da la vida, que es amor creador y fidelidad eterna, en quien podemos confiar siempre, incluso cuando se nos vienen abajo todas las esperanzas humanas. Pablo nos describe esta existencia del creyente basada en la fuerza de la fe en la resurrección:
Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza de este poder es de Dios, y que no proviene de nosotros. Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; atribulados, no desesperamos; perseguidos siempre, mas nunca abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos continuamente entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. Así, pues, mientras en nosotros actúa la muerte, en vosotros se manifiesta la vida. Pero como nos impulsa el mismo poder de la fe -del que dice la Escritura «Creí, por eso hablé» (Sal 116,10)-, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús... Por eso no desfallecemos. Pues aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro hombre interior se renueva día a día. Así, la tribulación pasajera nos produce un caudal inmenso de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (2 Cor 4,7-18).
Así el apóstol, y todo discípulo de Cristo, vive en su vida el misterio pascual, manifestando en la muerte de los acontecimientos de su historia la fuerza de la resurrección. Vive con los ojos en el cielo, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, buscando las cosas de allá arriba y no las de la tierra (Col 3,1-2).