El príncipe carbonero
Este cuento nos hace recordar nuestra propia historia, cuando las tentaciones apartan el alma de Dios...
Por: Redacción | Fuente: salvadmereina.co.cr
Había en un reino lejano un rey y una reina que pedían insistentemente a Dios la gracia de tener un hijo. Después de muchas oraciones y espera, les nació un encantador niño, al que llevaron rápidamente a la fuente bautismal.
El pequeño príncipe colmaba todas las esperanzas de futuro del reino y los soberanos le demostraban un inmenso afecto.
Sin embargo, el rey tenía algunos enemigos que veían con malos ojos a aquella criatura portadora de tantas esperanzas. Se confabularon, entonces, para raptar al bebé. En una noche de tranquila normalidad un bandido se introdujo en el palacio, golpeó a los guardias y secuestró al príncipe.
Afligido, el rey mandó soldados en busca del criminal, que había huido por el bosque con gran rapidez.
Pero ellos volvieron al palacio sin ninguna noticia del paradero del niño.
No imaginaba el soberano que sus hombres estuvieron a punto de encontrar al perverso secuestrador y que éste, viéndose en la inminencia de ser apresado, dejó al príncipe en la puerta de una choza donde vivía un carbonero con su familia.
Desprotegida y hambrienta, la criatura comenzó a llorar. La esposa del carbonero abrió la puerta y contempló con asombro aquel tierno bebé envuelto en pañales. Lo llevó adentro, lo alimentó y el matrimonio decidió adoptarlo como hijo.
Muy pronto, aprendió a cortar leña, preparar el fuego y llenar sacos y más sacos con carbón. Aún así, revelaba una natural falta de aptitud para ese oficio. Sus padres adoptivos, juzgando que su falta de habilidad era fruto de la mala voluntad, no le perdonaban reprensiones y castigos; esto, a su vez, provocaba el desprecio de sus hermanos. Aunque ignoraba absolutamente su ascendencia real, el pequeño príncipe se sentía un extraño en aquella casa. Experimentaba, en el fondo de su alma, una terrible insatisfacción, además de un irrefrenable anhelo por una vida mejor.
Los años fueron pasando y la criatura, con las manos siempre negras, asumió un aspecto tosco, marcado por la intemperie y vicisitudes de la vida que llevaba. Casi nunca salía del bosque, y por eso desconocía por completo las costumbres de la vida de la ciudad.
Un día, cuando tenía dieciocho años, se cometió un crimen en un pequeño villorrio próximo al bosque. El criminal escapó entre la densa floresta.
Los guardias salieron a su encuentro, pero lo único que encontraron fue a un joven carbonero cortando leña. Rápidamente, lo arrestaron y lo llevaron a la cárcel, donde fue retenido mientras la autoridad policial investigaba el caso.
Desolado al verse preso por un delito que no cometió, el joven lloraba detrás de las frías rejas. Se aproximó, entonces, un hombre viejo y, en un tono de voz muy bajo, le dice:
— Joven carbonero, no llores, yo sé que eres inocente. Soy carcelero en esta prisión desde hace mucho tiempo, yo sé algo sobre tu pasado que va a cambiar tu vida. Por aquí pasaron incontables malhechores, que narraban con orgullo sus perversos hechos. Uno de ellos me contó tu historia
— ¿Mi historia? ¡Mi historia es la de un pobre carbonero que pasó toda la vida entre los árboles y el fuego!
— ¡Estás equivocado! ¿Te has dado cuenta de que eres diferente a tu padre y a tu madre? ¿No es verdad que no te pareces a ellos?
Asustado, el carbonero tuvo que darle la razón.
— ¿Has oído contar la historia de nuestros reyes, cuyo hijo fue raptado cuando todavía era un bebé y del que nunca más se tuvo noticia, a pesar de las constantes búsquedas?
— Sí, ya oí contar esa historia.
— Cuando el príncipe fue secuestrado, el bandido entró en el bosque en el que vives, y al darse cuenta de que los soldados del rey estaban alcanzándole, tiró el bebé en la puerta de la choza de un matrimonio de carboneros. ¿Sabes que ese niño es el heredero de la corona real? ¡Eres tú!…
La tristeza se convirtió en jubilosa alegría. El joven no cabía en sí de felicidad:
— Entonces… ¿Quieres decir que el rey y la reina son mis padres?
Su corazón se llenó de consuelo.
Las lágrimas brotaron de sus ojos, y exclamó:
— ¡Por favor, déjame conocer a mis padres! ¡Quiero verlos, abrazarlos!
¡Ve al palacio y cuenta todo lo que sabes!
El carcelero partió hacia la residencia real y, llegando allá, comunicó que conocía el paradero del príncipe. Fue inmediatamente atendido por los soberanos, que después de certificar la veracidad de la increíble noticia, mandaron traer sin demora al joven carbonero.
La escena que se desarrolló entonces marcó a fondo la historia del reino.
El rey y la reina pudieron finalmente contemplar a su hijo querido que juzgaban perdido para siempre.
A su vez, el príncipe no se cansaba de contemplar a sus verdaderos padres y de manifestarles su gratitud. Se sentó al lado de los reyes en el trono que le correspondía y vivió muchos años de paz y prosperidad.
* * *
Este cuento del príncipe carbonero nos hace recordar nuestra propia historia. Dios, al crearnos, nos destinó a participar de Su Reino y de Su gloria. El demonio, mientras, envidioso de la herencia prometida al hombre, procura de todos los modos, apartar al alma de Dios y, así, robarle la felicidad.
Felicidad que, si tuviésemos la desgracia de perder, sólo podemos encontrarla volviendo a la casa paterna nuevamente y recuperando nuestra condición de príncipe heredero. No como hijos de un mero monarca temporal, como el príncipe de esta narración, sino de Aquél que es el propio Rey de los reyes.
La plenitud de esta felicidad, pues, nos será concedida cuando nuestras almas entren a poseer el Reino esperado, en donde se alegrarán eternamente en compañía del Creador.